Don Cipriano 12 / Por José Luis Facello


Miércoles.

   Era una mañana fría cuando la mujer de pelo ensortijado, menuda de cuerpo y mirada vivaz, tomaba un café mientras escribía de modo concentrado. En las pausas extraviaba la mirada quizá buscando la imagen significativa capturada en la memoria, o la palabra adecuada o la validez y sentido último del texto en gestación. Múltiples lugares a un tiempo signaban la historia de víctimas y verdugos enfrascados en la sinrazón acompañante a la injusticia impuesta.
   En el pueblerino restaurante de Fray Bentos, impregnado de olor a tuco y la señera música de “Los iracundos” era el lugar donde ella en unos minutos más se encontraría con el lanchero dispuesto a cruzar el río. A tres días de tropezar y rodar en otro lugar, singular como la escalinata de la Plaza Cagancha, perder un zapato  que en la atropellada corrida otros pies anónimos arrojaron hasta el pequeño teatro.
   Al anochecer, si las cosas se daban como deseaba podría fugar e internarse en otro lugar, desconocido, y como miles de compatriotas buscaría un resuello en las impías calles de Buenos Aires. Después buscaría a su contacto.

“Crónicas montevideanas” – 1973.
Los montevideanos por aquellos días deambulábamos entre la inconciencia colectiva y las sospechas ciertas de que algo grave, oscuro e inconmensurable nos amenazaba. Sorteábamos lugares o encuentros, la violencia latente era algo que percibían los jóvenes e intuían anticipadamente los viejos, algo temible con un olor irreconocible que el mar esparcía con denodada furia. Todos estábamos atentos a ese sonido persistente como el viento al pasar entre las hojas de las casuarinas o al silencio miserable acechando las barriadas obreras en aquel abril del setenta y tres, mientras la ingenuidad y el espanto carcomían el viejo entramado de la sociedad. Los productores se afanaban por conseguir los insumos para sus industrias pero después de un tiempo sin conseguirlo traspasaban las cargas sobre los más débiles. El gobierno a los tumbos pretendía resolver los conflictos con un abanico de medidas de emergencia, represivas la mayoría de las veces. Y en una imaginaria selva urbana un año antes movían sus hombres la guerrilla,  las fuerzas guberna-mentales y trescientos servicios secretos extranjeros impelidos por la violencia descontrolada. El gobierno desencadenó una ola de miedo tras la persecución obsesiva y el asesinato de los opositores al régimen.
Pero el fondo del asunto dejaba traslucir la flaca línea que separaba la vida de la muerte, cuando ya no hubo refugio posible contra lo que el hombre teme con mayor intensidad, el aislamiento y la soledad.
Un diálogo de sordos se estableció entre la Casa de Gobierno y el Palacio Legislativo, de las mesas de café a los directorios de los partidos, cuando de modo simultáneo y soterrado, supimos demasiado tarde, existían enlaces con algunas centenarias estancias y la plana mayor de los cuarteles donde se tejían las acciones conspirativas. El estilo de vida en democracia estaba amenazado, rezaban los editoriales de los diarios “El Día” y “El País” y como un eco pregonaba cada mediodía la cadena radial AdeBU.
Después de medio siglo de paciente y duro aprendizaje el pueblo había emprendido el difícil camino del entendimiento y el consenso en pos de tejer una cobija que permitiera amparar a las mayorías de tanto palabrerío vacío, desengaño y frustración. Algunos iniciados soñaron con algo que a poco resonó en el centro como en los suburbios como un canto tricolor con la forma de un frente popular. Para los orientales nacía una nueva utopía.
Hacía más de una década que los gobiernos inducían por acción u omisión a ganarse el pan en el extranjero desde que los humildes resultaban in-compatibles con un país que se perfilaba con fisonomía y olor de gran estancia.
La diversidad de ideas y maneras de sentir el mundo coadyuvó a una amalgama programática, que en apretado ideario artiguista clamaba por una patria para todos. Y una mano y otra y otra fueron modelando la nueva divisa, que condujo a los más avezados a percibir la falta de algo…
Los más viejos y sabios pusieron manos a la obra y la búsqueda de ese algo entre las ardientes dunas costeras como en los umbrosos cañaverales de Bella Unión, no quedó trillo por los montes de Arerunguá sin recorrer. En las plazas de los pueblos se detuvieron los relojes aguardando un signo, una señal; no quedó pregunta sin formularse y todo fue escrutado: tambos, escuelas, fábricas y capillas, melgas y cuarteles, hasta que finalmente el sosiego ocupó el lugar del ausente y dieron con un Jefe.
La Explanada Municipal fue el lugar bautismal para tanta expectativa y emoción contenida, para tantos años de luchas y sinsabores. Un general de la causa artiguista, L. Seregni, trazó con palabras cristalinas el mapa de las posibilidades y el camino de los sueños como un todo contradictorio y esperanzado que no habría de abandonarnos. Pero apenas irrumpió el frente en gestación, como un almácigo a la primera helada fue tronchado por el vendaval de la seguridad continental. Bastaron veintidós meses entre las elecciones de noviembre de 1971 y la crisis que devino con el golpe cívico-militar de setiembre de 1973.
Cuando el quiebre institucional era inminente los orientales fuimos convocados a ocupar las calles y fortalecer la huelga general como humano dique a los dictadores. Como una entre miles, repudiamos a las fuerzas represivas y cuando los gases caían con retumbe de truenos caí dando tumbos por la escalinata de la Plaza Cagancha. Perdí un zapato que alguien en la corrida pateó hasta dar con la puerta del teatro Circular, donde el anuncio enunciaba de modo emblemático: “La Patria Grande”.

“Crónicas porteñas de los setenta”
La ciudad temblaba desde los cimientos por la febril actividad, los colectivos y taxis formaban una mancha que se apelmazaba al detenerse en los semáforos del Bajo o la Avenida 9 de Julio dando paso al paso nervioso de la gente.
La actividad económica recalentaba el aire y el pavimento susurraba por la fatiga y sueños de millones hasta bien entrada la noche. No se habían apagado las luces de los comercios, ni amainado la brisa del río, ni secado el engrudo de las pegatinas o terminado de repartir los fardos de los diarios, cuando como una fantástica ameba salida de su letargo otros millones reiniciaban sus quehaceres en la porteña ciudad.
La demanda de trabajadores, la firma de convenios colectivos, el crecimiento del comercio exterior, la liberación de los presos políticos y el regreso del general J.D.Perón perfilaban tiempos de cambios. El gobierno del general asumía a paso de vencedor, después de casi dos décadas de proscripciones y persecución, con el aval de mayorías inconmensurables. Pero nada es gratuito ni novedoso en esta ciudad, las fachadas de los edificios aledaños a la Plaza de Mayo todavía exhiben en los mármoles las llagas producida por la metralla y los bombardeos. Los pilotos aeronavales consumado el infame ataque huyeron a nuestro país donde se les dio asilo en aquel lejano 1955.
Y a partir de allí los militares escribieron una página negra que no supieron como enmendar y después de tamaño sinsentido que solo potenció la resistencia al régimen, volvieron a fojas cero y entregaron sin pena ni gloria el gobierno al otrora partido depuesto.
Un amigo me guio hasta reconocer las señales disimuladas, los puentes significantes, las fábricas emblemáticas, los tétricos cuarteles y los basurales trágicos que testimoniaban el dolor y la epopeya de la resistencia peronista.
Para muchos de nosotros fue una historia sorprendente, porque habíamos crecido reconociendo la piel de la idiosincrasia rioplatense, los sábados de cine, el café o la grapa y las barajas en una mesa de boliche, los asaditos en las obras, leer el diario y escuchar tangos, cultivar mate y amistad, la pasión por el fútbol y la política, la piel pero no la médula rioplatense.
Corroboré en Buenos Aires el mosaico gringo típico de las ciudades puerto como Montevideo. Tarde supe de la existencia de otros argentinos de igual cepa: los rosarinos. (Que a algunos conocería años después en Managua).
Recién caí en cuenta de los argentinos como parte y todo cuando conocí a los provincianos, hombres de la campaña de raíces diversas como los descendientes de los mapuches, de los quichuas o los guaraníes. Relegados desde épocas inmemoriales su sola presencia resulta perturbadora para otros que esgrimen el arma de la discriminación.
Así es la Buenos Aires de los setenta, tumultuosa e inquieta con reminiscencias de ser “el subsuelo de la patria sublevada” por donde se mire, de Palermo a puente La Noria y de la Boca del Riachuelo al Abasto.
El regreso de Perón del exilio madrileño dio vuelta una página negra de componendas cívico-militares, intrigas y el deslumbramiento de la clase media por lo europeo… Pero la muerte del general, dejó en suspenso la utopía de la Patria Grande, reavivando viejos-nuevos enconos que llevarían a más frustraciones y dolor. La sed de sueños libertarios se pagaría cara en los países de la región inmolados por el conflicto este-oeste de la guerra en desarrollo.

“Crónicas nicaragüenses de los ochenta”
Enero, tiempo de recuperación en las costas de Poneloya, departamento de León. Recostada sobre la arena cálida y mirando el cielo límpido como puede serlo cuando han pasado las lluvias, invitando al sueño o al olvido. La radio a transistores pregona una mazurquita en La mayor de Mejía Godoy.
“Matamulas” descansa a mi lado imperturbable a cualquier acontecimiento, después de cinco años trabajando en los programas sanitarios implementados por la revolución. El hombre desfallece con señales de bajo peso y el nerviosismo acompañante a la vieja ambulancia, sino por ejercitar las rutinas del miliciano. Desacostumbrado a las comidas centroamericanas en nada aprueba los sancochos ni los tamales o las frutas nativas, salvo las bananas y el pescado frito. De la fortaleza física que le valió el apodo “Matamulas” solo queda un fantasma; gallego, pescador y comunista se incorporó a una organización opositora al régimen somocista.
Allá no teníamos más lugar compañera, me decía, que para alcanzar la unidad europea los españoles tenemos que olvidarnos de los astilleros y la marinería, ni pensar embarcarse en  la flota pesquera. Fíjate la idea de progreso de los tíos esos que recomendaban amarrar las barcas y a casa, los luchadores al paro y los sindicatos bien divididos. Comprendes compañera, no tenía lugar allá, comunista y en Galicia… ¡me cago en dios!

Hacíamos una buena pareja, una enfermera y un chofer arriesgado, por no decir enloquecido, daba ciertas garantías a nuestra labor sanitaria en el departamento Estelí.
La región estaba bajo control, pero desde el comienzo de las maniobras navales de la flota estadounidense mirando el cielo hondureño los ánimos se tornaban gradualmente cada día más tensos.
No satisfechos con la desproporcionada demostración de fuerza hacia un país de territorio semejante al uruguayo, los agresores redoblando la apuesta procedieron a desembarcar tropas en las cercanas playas de Honduras para establecer contacto con otras fuerzas, así como desde el sur de Costa Rica se proponían cerrar una pinza con el apoyo de Misurasata desde los llanos selváticos.
Mi desconocimiento sobre las comunidades aborígenes me resultaba perturbador e inexplicable su alineamiento entre las fuerzas en pugna, y así se lo hice saber a mi compañero.
Mira, dijo él mientras encendía dos cigarrillos, los misquitos siempre han vivido en las márgenes del río Coco sin importarles que el territorio fuese hondureño o nicaragüense. Su existencia es mucho más antigua que la de las modernas repúblicas centroamericanas, pero los pastores moravos los condujo a que estrecharan vínculos con los norteamericanos. Apreciaron el whisky, las armas automáticas y la ropa americana asunto que no es extraño en la diversidad étnica de los caribeños, relación que recién fue cortada por la Cuba de Fidel.
Embrollo que no es de ahora, fíjate compañera que estos tíos misquitos en su momento se opusieron a Sandino porque el general resolvió ajusticiar al pastor Karl Bregenzer y que a la postre convirtieron en mártir.
Lo curioso es que los pueblos aborígenes de la costa siempre desconfiaron de los hombres de las montañas y los volcanes, en ellos vieron a sus enemigos sin importar fuesen realistas españoles, posteriormente criollos republicanos o ahora sandinistas revolucionarios. Las raíces, la lengua y la etnia son cosas fuertes compañera, que afianzan el sentido de pertenecer a una comunidad y dan cierta seguridad cuando el individuo es apresado por los fantasmas de la angustia. Esto que digo lo firmo con mi sangre porque vengo de un país donde el idioma y las costumbres de los catalanes, de los vascos y los gallegos se plantaron contra los monarcas, los clérigos y gobernantes de la meseta castellana como una reacción de cabal entereza.
Y algunas historias se repiten, como las demandas legítimas de tierras para la comunidad o el pedido de justicia para los obreros de las minas que los gringos han despedido sin piedad. Exigen respeto a las tradiciones de su pueblo y han unificado los reclamos a instancias de los pastores moravos, que en resumidas cuentas es lo que tenemos hoy, los misquitos, los runas y sumos aliados a los “contras” y los norteamericanos. No todos ellos tía, por eso el asunto de los refugiados y la relocalización es una verdadera mierda.
De semejante puchero entendí poco y nada, así se lo dije con la firmeza de mis convicciones y la inseguridad interior que todo descubrimiento provoca.

Comentarios

Entradas populares