Don Cipriano 13 / Por Josè Luis Facello



Nuestro lugar de trabajo distaba unos veinte kilómetros de la frontera y si la situación ya era de por sí difícil en pocas semanas se fue agravando por el éxodo de campesinos hacia zonas más seguras. Por primera vez me sentí perdida, “Matamulas” y yo no somos nicaragüenses pero los pobladores nos reconocían como parte de ese oleaje de solidaridad que había provocado la revolución. Pero a diario pasaban demandando ayuda cientos de personas, desconocidas en su mayoría y ganados por la mutua desconfianza después que corriera la voz de la presencia de saboteadores. Desde la caída de Somoza se contaban por miles los desterrados en su propia tierra, sin familia, sin papeles, sin nada.
En tanto, a las dificultades emanadas del conflicto se respondía con la defensa de cada porción del territorio y más trabajo en el campo y las ciudades.

Giré y di la espalda al sol, deslicé la yema de los dedos por la espalda de él, combada como una chalana descansando en la playa dispuesta al calafateado, pero mi amigo rendido al cansancio y el sueño ni siquiera lo percibió como si se tratase del revuelo de los insectos.
Algo parecido a un recuerdo enhebró el sol, los insectos y la estancia en la Cuchilla Grande a treinta años que me despedí de los míos.
Fue al amanecer del día que murió Azucena, nuestra madre.
A “Cuatro Ombúes” llegaron paisanos de todos lados, rostros adustos con la divisa colorada en el ojal, llegó el diputado local y los parientes de Melo y Treinta y Tres a dar los pésames, estoicos junto a mi atribulado padre en un día vaciado de aire, asfixiante como sucede en los enterratorios de la campaña.
Las conversaciones eran discretas y sobrevolaban apenas el estado de des-consuelo que como una peste había hecho presa de la mayoría.
Azucena, mi madre, era una mujer querible.
Se impuso la mera sobrevivencia alrededor de la rueda de mate y la caña brasilera como forma de conjurar  el halo de la desgracia; recuerdo ahora, que atrás del galpón del sulky los peones improvisaron un fogón y a media tarde Aparecida mitigaba los pesares con un plato de arroz con charque. Mi padre era enemigo de los asados…
Después, el galpón de los aperos fue clausurado y tapiado por orden de mi padre. El cura murmuró una oración y santiguó el lugar.
Los perros bravos enmudecieron.
La niña de siete años que fui se extrañó de la cara achuchada de Terciario Plácido o los ojos enrojecidos de Primo José o el desasosiego que se apoderó de Servando. De mi padre, en cambio, tengo la visión fugaz de la sorpresa y el dolor tallado en el rostro y en la mirada ardiente los sopores del alcohol.
Año del gran desconsuelo, cuando al morir mi madre me llevaron a la silente casa de mi madrina y días después ser recluida sin decir agua va, en el caserón helado de una tía de Melo. Reclusión que como un largo brazo me aprisionó  y sumió en la mayor de las angustias.
La mudanza no terminaría allí y llegado marzo, en el mayor de los secretos fui enviada, como una encomienda, a Montevideo; con mis flacas carnes di en el internado de las monjas de María Auxiliadora. Una isla con acantilados de tres pisos húmedos y grises desde cuyas ventanas las miradas de las pupilas se despeñaban sobre la calle Canelones pidiendo auxilio.
Y allí, sin saberlo, durante años deambulé por las iconografías de santos y las voluptuosas como feroces estampas de Durero, escuché los ecos pastorales de Medellín hasta recibir de manos de un seminarista el Manifiesto Comunista.
Sin saber cómo nos enamoramos y entre aprontes y preparativos decidimos fugarnos, haciendo votos de solidaridad con los más pobres.

Al amanecer, con el cielo emborrascado partimos con mi compañero en dirección a las montañas, pero recién horas después divisamos la comarca saturada de verdes. Como en el cuenco de una mano se podían ver en geo-metría desusada los campos sembrados y los pardos rastrojos, y más alejados trepando las laderas poblaban los cafetales de bruñida vegetación.
Nos quitamos el peso de las mochilas y los fusiles, añorando los tiempos   cuando el simple acto de beber un café adquiría la dimensión de solazarse en paz. Al cabo de un rato y bastante alejado de nuestra mirada distinguimos a unos campesinos borroneados en el paisaje.
Mi compañero instintivamente tomó el fusil.
Pregunté qué estaba pasando y obtuve silencio por toda respuesta.
Recordé haber guardado los largavistas en la mochila y fui por ellos.
Presa de cierto nerviosismo tardé más de la cuenta en obtener un buen foco y cuando lo logré no podía dar crédito a lo que veía. Era la imagen de la pobreza, de la falta de medios, pero también del trabajo y dignidad. Tres mujeres jóvenes, una guiando la mansera del arado y las otras abrazadas al yugo avanzaban paso a paso, hendiendo la reja en el surco…
Al aproximarnos al grupo completamos la idea de tal circunstancia. Nos dijeron con orgullo que sus hombres estaban en el ejército, que los dos bueyes fueron malheridos y sacrificados luego de una refriega con los “contras”.
Arar era una tarea impostergable ante la proximidad de la lluvia, dijeron en un coro de necesidades y obstinados sueños.
Nos despedimos haciendo votos por la paz.

Si no la paz en toda su dimensión, tras la reunión en la isla Contadora los delegados colombianos, mexicanos, panameños y venezolanos establecieron acuerdos para detener la invasión en proceso desde tierras hondureñas.
Todavía retumbaba en nuestras cabezas el temible despliegue naval realizado por los ingleses en el Atlántico Sur. A tan solo dos años de la invasión a las Islas Malvinas, Latinoamérica era jaqueada por intereses que conjugaban las fuerzas extranjeras asociadas a minorías tan poderosas como repudiables.
Para 1984 la atención sanitaria en nuestro puesto había mejorado con la llegada de nuevo equipamiento y revitalizado, si cabe, con la incorporación de dos médicos cubanos. Eventos parecidos y diferentes estaban por producirse: elecciones para elegir el presidente de Nicaragua mientras mi paisito retomaba el camino institucional después de trece años de dictadura.
Maduraban las condiciones para el regreso. Los viajeros  vaticinaban el final de las proscripciones que tarde o temprano nos alcanzaría a todos, aunque la mayor confusión era la atrofia de la naciente multipartidaria.
Llegamos temprano al aeropuerto y tomamos el último café con mi compa-ñero, con sabor a tango y comprender tardíamente que fue mi gran amor.
Dos horas después volaba rumbo a México para derivar a Madrid y Barcelona.
Evento precedido tres meses antes por el azar.
Un compañero comisionado por la FAO en Managua y amigo de mi hermana fue el impensable, lo conocí de improviso en un bar, nexo que me permitió romper décadas de incomunicación.
La invitación de Lourdes a pasar juntas me entusiasmó y apuré la partida a la costa mediterránea con la impresión de hacer un viaje atemporal, inexpli-cablemente separadas desde niñas nos reencontraríamos las tres porque aunque recién lo supe, tenía una sobrina.

 “Crónicas navideñas en Barcelona”

¿Cuándo fue la última vez que me miré al espejo?
No lo recordaba pero los reflejos de las puertas y compartimentos del aero-puerto me delataban como una mujer en extremo delgada y señales que dejan la marca de una vida agitada, nómade, clandestina a veces. Si se permite el dislate, lo atribuyo a una circunstancia de sobrevivientes que una está lejos de desear. Como la vestimenta y el sombrero de Guayaquil que una compañera sacó de su maleta a modo de facilitarme las cosas, carecía de dinero suficiente y ropa formalmente decente no tenía.
La multitud agolpada en el hall del aeropuerto no fue impedimento para que después de observarnos unos instantes nos reconociéramos como la hermana perdida. Aunque las circunstancias diferían, las dos compartíamos nuestra común calidad de migrantes. Correr, abrazarnos y llorar fue un acto que selló las heridas de la separación y el destierro, un bálsamo a las preguntas sin respuestas de aquellas niñas que fuimos.
Mi hermanita es una mujer de treinta y ocho años. Dueña de una mirada inquieta y la sonrisa dulzona, el cabello recogido y la cabeza levemente inclinada me traía reminiscencias de una madona renacentista.
Los primeros días no salíamos de un estado de incómoda confusión atribuible a un comentario breve o una pregunta aparentemente desajustada en tiempo y espacio, como si engarzar dos vidas separadas fuese inverosímil, la mínima frase naufragaba en la falta de vivencias comunes como no fuese remitirnos a la niñez en la estancia. “Cuatro Ombúes” era la veta preciosa que proveía de recuerdos profundos y fundantes, por aquello de que la patria es la infancia.
Lo demás, convenimos con más o menos reparo, lo habíamos perdido casi sin caer en cuenta en el tránsito de exóticas geografías y el paso de los años.
Tratábamos de suplir ese desaguisado con un dejarse llevar mañanero mirando el mar hasta los fulgores del mediodía, tomando mate, descalzas y por toda ropa una bata, riendo por nada o abrazándonos al borde del abismo.
Fueron esas las mañanas más lindas de mi vida…
Descubrí a mi sobrina Luna María, una gurisa introvertida que no dejaba de indagar aspectos de mi vida que carecían de mérito como no fuese el arte de compartir sueños de cambios revolucionarios.

Durante mágicos días y sin saber cuántos no registramos en el almanaque siquiera una anotación significante ni compromisos efímeros, nos extraviamos en la instantaneidad, sin pasado ni futuro para alcanzar una de esas experiencias fraternas, indefinibles pero gozosas, que la mayoría de los mortales desconocen hasta el fin de sus días.
Pero un atardecer cruzó ante nuestra mirada desprovista de preocupaciones un flash televisivo que nos arrojó al mundanal ruido de los acontecimientos, para en apenas segundos quedar magnetizadas por las noticias provenientes desde país de las cuchillas.

“En el día de ayer asumió como presidente del Uruguay el doctor Julio María Sanguinetti, elegido en elecciones transparentes y la paz inundando todos los rincones de la república. Otro país sudamericano retorna a la senda de la democracia añorando las libertades conculcadas y el pronto restañar de las heridas que marcaron a la sociedad. Sin vencedores ni vencidos”.

Nos miramos con mi hermanita, mientras los mandatarios europeos saludaban la buena nueva política haciendo votos por el fortalecimiento democrático en los países de la región, recordándonos cuando años antes estos sujetos se apresuraban en reconocer sin mayores preámbulos a los golpistas… cerrando un círculo donde la perversidad y la hipocresía imponía un rasgo distintivo.

El tiempo había pasado para todos, los sobrevivientes con las banderas en alto  añorando tiempos mejores, los exilados acunando los sueños del regreso mientras los especuladores registraban la cotización en los mercados de N.Y. y Beijing, los presos especulaban sobre los días por venir y los traidores mudaban de domicilio.
La disyuntiva que se presenta como un cruce desconocido de caminos es convertirnos en una pequeña, de un país pequeño, reserva de recursos naturales bien dispuesta a los intereses foráneos, a una nueva sangría donde nos va la vida o disponernos como hizo el Mahatma Gandhi, a la resistencia civil, dije mirando a los ojos castaños de mi hermanita.
(1 espacio)
Epifanía, había dicho ella, hermanita querida, por lo que escucho sigues siendo la gilipollas de siempre. No aprendiste nada.
Mujer, es que no tienes ojos para ver que el mundo ha cambiado, las fronteras han caído más que por voluntad de los políticos por la fallida ecuación de tiempo por dinero, del tránsito libre o forzado de gentes desde y hacia cualquier parte del mundo, mientras sea posible porque tú sabes…
¡Estamos en los ochenta, mujer! despabílate de una buena vez y abraza la nueva realidad. La revolución tecnológica y el comercio derraman dinero en el hemisferio norte… y solo aquí, ¿entiendes eso?
Ve con tu solidaridad a recorrer las calles de este país y dime que español acepta de buen talante trabajar de albañil, de enfermera como tú, de fontanero, sino los extranjeros que al cabo de unos años ven arrumbadas las ilusiones juveniles.
Te preguntarás porque la izquierda se ha aniñado y en estos países la derecha gana en elecciones limpias, porqué el pueblo le tomó el gusto a ganar dinero y a gastarlo, ir de fiesta en fiesta, a por bebidas, a follar cuando la ocasión se presente después de décadas olvidables de franquismo y clérigos. Que si las potencias dieron apoyo al generalísimo fue por el anticomunismo manifiesto… pero todo está cambiado y cambiando, ¿entiendes eso?
Observa lo que está ocurriendo en Europa del Este con el enroque anti-soviético entre un Papa de cuna campesina y un sindicalista de los astilleros Gdnask devenido en Nobel de la Paz. A simple vista, porque lo mío es la biología, una movida con piezas polacas y católicas en el tablero de ajedrez geopolítico.
¿Y qué esperas encontrar tú en Uruguay después de quince años?
Tú pretendes joder con cuestiones de identidad en plena globalización. ¿Tienes idea de las inversiones de las empresas europeas; de la transferencia tecnológica que propician; de los nuevos paradigmas civilizadores que con-lleva?
Tú que tienes compromiso militante, ¿no crees que las guerras de baja intensidad son una advertencia, a propios y extraños, sobre el tremendo poder que precede al desembarco de las corporaciones globales? Algunas revistas  pronostican que llegará la hora en que caiga el muro de Berlín y especulan con que la parte democrática someterá a la parte oriental bajo la propuesta de la reunificación de Alemania…
Mira de dónde vienes sino del infierno latinoamericano.
Despierta niña, que para meter miedo ya no hacen falta las bombas atómicas, dijo Lourdes mirándome a los ojos.

Para Nochebuena fuimos a la casa de unos amigos en las sierras cercanas a la ciudad. Gente agradable que colmó de platillos las mesa regados con buenos espumantes, se sucedieron en cataratas las anécdotas risueñas que fue aprovechado por mi hermanita para contar chistes sobre dios, los biólogos y los microbios.
A las doce alzamos las copas haciendo un brindis por la paz. Con Lourdes nos juramentamos, liberadas por la borrachera, a compartir la siguiente Navidad.
El miércoles, conmocionadas por la separación llorábamos mientras nos despedimos en el “pre-embarque” del aeropuerto.
Durante el vuelo un desconocido compatriota me dio una copia que leí y releí con desacostumbrada avidez. Era el discurso del general Seregni en la explanada municipal en agosto de ese año.

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