INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou: CORRUPCIÓN / Semanario Voces


La palabra flota en el aire de los debates públicos de los últimos tiempos.
Raras veces se nombra a la corrupción en la prensa con todas las letras, pero es aludida todo el tiempo, en las noticias, en declaraciones de empresarios y de políticos opositores, en artículos de opinión, y es tema reiterativo de conversaciones informales.
Los partidos de oposición están exultantes con la noticia del déficit de ANCAP. Intuyen que ahora, con la creación de la comisión investigadora que tanto reclamaron, encontrarán el talón de Aquiles de los gobiernos frenteamplistas y, por fin, podrán no sólo exponer su mala administración sino “escracharlos” con actos de corrupción. 
La corrupción suele asociarse en nuestras mentes con la imagen de funcionarios que roban dinero, se apropian de bienes públicos o reciben coimas por debajo de la mesa, por hacer la vista gorda o por autorizar lo indebido.
Esa noción de la corrupción, que, coincidiendo con la figura jurídico-penal, la restringe a los casos en que hay percepción indebida de dinero o de beneficios materiales, tiene dos grandes problemas. El primero es que la percepción de dinero resulta casi siempre muy difícil de demostrar. El segundo es que deja afuera del concepto a cosas que pueden ser mucho más graves y costosas que recibir o apoderarse de dinero indebido.
Un viejo chiste cuenta el caso de un hombre que cruzaba todos los días la frontera a pie, empujando una enorme carretilla. Los funcionarios de la Aduana lo revisaban meticulosamente, a él y a la carretilla, sin encontrar nada ilegal. Y eso se repetía todos los días. Por fin, un viejo aduanero se cansó de imaginar formas sofisticadas de esconder drogas o valores en la carretilla. Picado en su orgullo profesional, buscó quedar un momento a solas con el hombre y le dijo: “Mirá, llevo treinta años en este asunto y sé cuando alguien me quiere pasar. No te pude encontrar nada, pero sé que algo contrabandeás y estoy seguro de que lo llevás en la carretilla. Te juro que, sea lo que sea, no te lo voy a sacar, pero decime qué contrabandeás”. El hombre meditó unos segundos, se aclaró la garganta con un carraspeo, y, con un hilo de voz, contestó: “Carretillas”.
Las formas más dañinas de la corrupción son como el contrabando de carretillas: de tan obvias, no las vemos. 
El decaecimiento de las instituciones, la convicción de que un acuerdo político o la voluntad de un jefe o caudillo son más importantes que los procedimientos y las garantías legales, son formas de corrupción. No necesariamente en sentido penal, pero sí en sentido político sustancial.
Cuando se “puentea” sistemáticamente a los organismos públicos y se canalizan los proyectos de gobierno por mecanismos paralelos creados para la ocasión, con el doble costo que eso significa; cuando acceder al poder político depende de la publicidad, y la publicidad depende del uso discrecional de recursos estatales; cuando el ciudadano común no puede confiar en el sistema público de enseñanza, ni en la policía, ni en el sistema de salud, ni en las estadísticas oficiales; cuando los fallos judiciales cambian según el color del partido político que gobierne; cuando los discursos oficiales dejan de referirse a la realidad y crean una realidad paralela; cuando se nos dice que la economía va viento en popa y se exonera de impuestos a los grandes inversores, mientras que la deuda pública se multiplica y trepa por encima de los cincuenta mil millones de dólares; cuando individuos que deberían estar presos son laderos y compañeros de viaje de los presidentes e intervienen en los negocios del Estado; cuando los contratos con el Estado se consiguen por amistad o pago de favores, y las vías para acceder o durar en los cargos públicos administrativos no son la capacidad ni la honestidad, sino la obediencia y la funcionalidad al poder político; cuando se los asigna por cuota, política, de género, racial, etc.; cuando la Constitución y las instituciones se rediseñan cada pocos años según la conveniencia electoral de quien está en el gobierno; ¿cómo llamar a esas cosas sino corrupción?
Pero, claro, las dirigencias blancas y coloradas no puede decir muchas de estas cosas. Porque estas cosas no las inventó el Frente Amplio. Son debilidades institucionales y vicios sistémicos de larga data, incentivados y aprovechados por buena parte de los tres partidos que han ocupado el gobierno en nuestra historia. Por eso, los dirigentes blancos y colorados necesitan desesperadamente demostrar que Sendic o Martínez se guardaron algún vuelto. Porque no pueden cuestionar al sistema sino a las personas. Revisarán la carretilla cuidadosamente, pero finalmente la dejarán pasar. Porque ellos, hace muchos años, inventaron el contrabando de carretillas. 
De la dirigencia frenteamplista, en todo caso, lo que puede decirse es que aprendió demasiado rápido y mal la lección. Los escándalos de Casinos, el caso Pluna, el de Salud Pública, y otras cosas todavía no bien conocidas, en relación con Montes del Plata, con UPM, con Aratirí y la regasificadora, han debilitado uno de los más queridos mitos de la izquierda uruguaya: el de que era portadora de una ética más depurada que la de los partidos fundacionales. Aquello de “ podremos meter la pata pero no la mano en la lata” ya no es hoy una verdad evidente. Y la actitud de buena parte de la dirigencia frenteamplista, y de algunos fanáticos de base, no ayuda en nada. Cuando ante las acusaciones de blancos y colorados se contesta: “¿Y ustedes qué nos dicen? Si ustedes hicieron antes ésto y lo otro…”, no se ayuda a la causa partidaria, por no hablar del estrago que se genera a la autoconfianza de la sociedad uruguaya. Porque ensuciar al otro no lo limpia a uno. Al contrario, ensucia más a todos. 
Lamentablemente, este no es sólo un problema de la casta política. Porque las sociedades se pudren como el pescado: por la cabeza. Pero, después, la corrupción desciende por el cuerpo social y la corrupción de arriba se reproduce abajo, a través de pequeñas prebendas, cargos públicos adjudicados a dedo, ventajas, recomendaciones, favores, contratos, licencias, viajes. Surge así un círculo vicioso, en que la sociedad elige –elegimos- a quienes reproducirán las corruptas formas políticas que, a la corta o a la larga, nos perjudicarán. En ese sentido, aunque duela decirlo, los pueblos solemos tener los gobiernos que colectivamente nos merecemos.
¿Cómo romper ese círculo vicioso?
La respuesta no es fácil. En lo personal, descreo de las “cruzadas moralizadoras” emprendidas por las dirigencias políticas que están en el llano (mucho más por las que están en el gobierno). 
Quizá, la corrupción y la regeneración de las prácticas sociales sean procesos mucho más profundos y más lentos que los vaivenes político-electorales. Procesos culturales y educativos, más que partidarios o electorales.Porque, en el fondo, las fuerzas y las prácticas políticas son reflejo y consecuencia del status cultural de la sociedad. Mucho más que a la inversa. Esa es una de las perturbadoras responsabilidades que apareja vivir en democracia. 
Ojalá que la investigación que se avecina respecto a ANCAP marque un punto de inflexión para la sociedad uruguaya. Pero estaremos edificando en el agua si creemos que la prevención y el combate de la corrupción puede ser obra exclusiva de los dirigentes políticos y que a los ciudadanos comunes sólo nos corresponde ver y abuchear o aplaudir. 
La prevención y la lucha contra la corrupción es algo que podemos y debemos hacer todos en nuestra vida diaria. No sólo al votar cada cinco años, sino cada día. 
Luchamos o colaboramos con la corrupción según cómo desempeñemos un empleo público, por modesto que sea, o cómo eduquemos a nuestros hijos, o cómo ejerzamos la docencia, o el periodismo, o una profesión liberal, o cómo nos relacionemos con nuestros vecinos y compañeros de trabajo, incluso luchamos o colaboramos con la corrupción con lo que escribamos en facebook o en twitter, o en un artículo como éste. Porque todas esas cosas hacen a la cultura.

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