Don Cipriano19 / Por José Luis Facello


Noviembre.
Un viernes triste.
El maestro Josip se demoró al pie del coronilla como atenazado por un enrevesado pensamiento, en tanto cortaba  la  barba crecida y después afeitaba con una temible navaja marinera. Apenas probó el desayuno que le sirvió Aparecida y más tarde, cuando enfrentó la mirada huraña de sus alumnos fue para despedirse; solo uno o dos lo reconocieron y don Germán ni eso, lo vio y fue persignarse en un solo acto. Aparecida buscó refugio en la penumbra de la cocina.
A modo de despedida, como un fantasma me dijo que era mejor así… quizá su destino fuese marchar de un lado a otro el resto de sus días.
Mis hijos enmudecieron agarrados a mi falda mientras mi esposo ensillaba la yegua, saludaron tocando apenas el ala del sombrero y rumbearon al apeadero del ferrocarril. A poco, Cipriano y el señor Josip se perdieron detrás de la cuchilla como si se los hubiese tragado la tierra…
Esto no podía estar sucediendo. Ensillé mi tostado ante la sorpresa y aprensión de los otros pero no me importó en ese momento ni cuando galopeaba en la dirección opuesta a la de mis… amados hombres.
Nunca me había sentido tan sola y desamparada… salvo el viernes aquél cuando mi madre nos abandonó y que recordar no quiero.
“Cuatro Ombúes”
Junio de 1945.
Querido diario: con tres hijos mozos y minada por la confusión no se me pasó por la cabeza que volvería a ser madre. Se de los humildes pastos que crecen entre las piedras y adaptan a los rigores de la cuchilla, pero en mi caso y Aparecida lo sabe, ya no sé si cuento con las fuerzas suficientes.
Mi esposo ha tomado mi embarazo con cierta indiferencia.

Diciembre.
Dios ha querido que nazca un niño sano y robusto. Me acompañó Rosaura la hija mayor de doña Eusebia, que ha heredado el saber de su anciana madre. Aparecida no disimula el júbilo por el alumbramiento sin contratiempos, ella de mediana edad se ha ido marchitando como tantas mujeres que no lograron romper las cadenas de su propio cuerpo, de los miedos y soledades.
El niño se llamará Terciario Plácido.
La guerra ha terminado gracias a Dios pero todavía se habla en voz baja de la bomba atómica y su poder desconsiderado.
También se habla de la moda que se impone en la radio, las jazz-band.
“Cuatro Ombúes”
Noviembre de 1946.
Cuando Terciario correteaba por el patio mi corazón se renueva con un nuevo embarazo. Dios ha querido darme una niña y los muchachos no saben cómo tomar la cosa pero la alegría se pinta en sus rostros cuando hablan del bebé, en tanto mi esposo lo ha aceptado con el rostro adusto.
La niña se llamará Lourdes, el nombre que yo he elegido.

“Cuatro Ombúes”
Diciembre de 1948.

Este ha sido un año colmado de buenaventura que termina con el nacimiento, a días de Navidad de mi sexto hijo. Es una niña, de buen peso y cuerpo alargado que nació con los ojos abiertos. Aparecida lo interpretó como una señal de alguien que no cejará en sus creencias ni convicciones.
Se llamará Epifanía porque así yo lo he querido.

“Cuatro Ombúes”
Noviembre de 1950.
Mi esposo reconoce tres buenas razones para decir que es un año excepcional.
Primero, porque ha hecho buen negocio con la venta de la lana y le ha permitido comprar una camioneta Ford a continuación. En segundo lugar, el glorioso triunfo de la celeste en Maracaná se impuso al embrollo ideado por la FIFA que prohibió jugar a los alemanes y terminó con el desaguisado posterior, la mayoría creída en el triunfo de los once de Brasil, con Jules Rimet a la cabeza.
En cambio, mi esposo insiste con los misterios de la guerra. Si los alemanes fueron responsables del expansionismo y de los campos de exterminio, se pregunta ¿por qué las bombas cayeron sobre Japón?
Y tercero, la divisa colorada se perpetúa con el triunfo de Luis Batlle Berres y la Lista 15… si es como todos dicen, “como el Uruguay no hay”.

“Cuatro Ombúes”
Julio de 1952.
A veces una piensa, y en esto tenemos parecida mirada con Aparecida, que las desgracias no deberían acechar la casa donde una le da amor a sus hijos.
Es una herejía y callo, pero Dios se olvidó de nosotros.
El cielo se tornó púrpura en las cuchillas y el viento silba canciones fúnebres.
Ya ha pasado un mes de que fue muerto Segundo José. Muchas cosas queridas he perdido en la vida, pero un hijo…
Querido diario, a vos te confieso, sólo veo brumas a mi alrededor.

“Cuatro Ombúes” Junio de 1955.
Tarde he descubierto a la poetisa Marosa di Giorgio.
Están bombardeando Buenos Aires.
Pido perdón a los míos, me rindo a la impiedad del desierto.





Viernes.

   Terciario Plácido entreabrió un ojo y miró las agujas del reloj de pared cuando las campanadas anunciaban las seis de la tarde.
   Tres timbrazos alteraron el estado de somnolencia en que estaba sumido aun después de haber bebido una taza de café negro, pero su inquieto ojo persiguió los pasos de la mujer encaminándose a la puerta de entrada.
   Terciario Plácido abrió los dos ojos cuando como una trompa corrieron hacia él, su nieto Jhonny secundado por su hermanita, la pequeña Vanessa. En una ronda semejante a una tribu de caníbales se turnaron para abalanzarse y tomarlo del cuello en un cariñoso abrazo, mientras gritaban a viva voz: ¡Feliz cumpleaños abuelito!
   Entre el torbellino de voces y las manecitas sucias de chocolate que lo asediaban alcanzó a ver a su nuera con el bebé en brazos  tirando de una sillita plegadiza. Más atrás divisó a Sofía que recibía de manos de Washington José, el hijo mayor, un paquete de la confitería Lyon d´Or.
   Los niños lo desecharon como se desecha una cosa vieja y corrieron atraídos por los ladridos de Odiseo, el setter, para internarse en los fondos del jardín no sin antes tropezar con las sillas de plástico y pisotear las mudas de violetas y pensamientos que Sofía había comprado esa mañana en Tienda Inglesa.
   Sofía, su mujer, conjugaba la simplicidad y el coraje en iguales dosis, tanto que la llevó a destruir el mobiliario de un prostíbulo ubicado en el subsuelo del hotel para pasajeros que servía de fachada. El execrable propietario le retaceaba, más de la simple cuenta que ella hacía, su parte de las ganancias. Entonces, por la denuncia intervino el Departamento y él, Terciario Plácido que estaba ese día al frente del procedimiento, intervino con la prudencia que lo caracterizaba máxime si se trataba de un cliente conocido. A su orden, lo hicieron pasar por “daño a la propiedad en estado de enajenación mental”, asunto que ella supo corresponder cuando realizados los peritajes médicos y pasados los dos meses de internación, con el alta se casó con el subcomisario más guapo que le tocó conocer.
   Su nuera en cambio era una mujer delgada de cuidados modales, educada y poco comunicativa, apenas para cumplir con las mínimas normas de convivencia social. Sin una idea clara, lo poco que expresa remite a una familia de cuño herrerista, blancos, y si el ojo no le fallaba de seguro provenía de funcionarios de la administración pública, críticos y grises. Pero lo que el padre piense poco importa, se amonestó, es la mujer de Washington José, es buena madre y basta.
   Al ponderar como herencia materna los ojitos de Linda, la bebé, ella agradeció con un dejo de vanidad y la brevedad que le impone su vana formalidad.
   No le cabían dudas, pensó cerrando los ojos, que la vejez estaba a la vuelta de la esquina como para sorprenderse de los cambios de códigos; a los jóvenes les falta la noción del tiempo, del pasado que soslaya lo que debimos pagar los funcionarios durante una década de huelgas, desordenes y subversión.
   Ellos, los jóvenes, son parte de una sociedad que no ha reconocido debidamente hasta hoy, a fines del milenio, que gozan de la libertad ignorando que estuvo en peligro a punto de ser conculcada por el comunismo, y eso se lo deben a los colorados y los profesionales de armas, aquí como en otras partes del mundo donde se combatió por la libertad.
   Eso sí es un íntimo orgullo dijo abriendo el ojo derecho, y a otra cosa, a lo pasado pisado.
   En lo personal, puedo jactarme satisfecho por el destacado papel que le cupo a Washington José, buen estudiante y carácter avispado que a mediados de los ochenta, y ya concluida la pacificación de la república, con apenas veintidós años fue incorporado al funcionariado de ANCAP. En poco tiempo el muchacho creció como hombre y especializó en el manejo de la cosa pública y la novísima reforma del Estado, asunto que han conversado oportunamente y arribado a coincidencias en los temas de fondo, como observar la evolución de las recomendaciones del Banco Mundial y otras oficinas internacionales.
   Primero la patria.
   A su turno, Washington José expone con la exactitud de los expertos como en la última década ANCAP ha ganado con las estrategias neoliberales, impulsando asociaciones señeras con países de tradición minera como Canadá y Chile, este último subrayó, capaz de concitar la atención mundial por su milagrosa economía.
   Sofía ha traído dos whisky y su mirada expresa la felicidad que el encuentro familiar depara.
   Washington José sentado a su lado da un rodeo adulador y palmeándole la espalda con afecto le dice, no es poco viejo festejar el cumple cincuenta. Viejos son los trapos le retruco.
   Mi hijo llama a los niños y los interroga con un sugestivo movimiento de cejas, ellos corren hacia la madre que les entrega el paquete de regalo, asunto que parecía ensayado y culmina cuando Jhonny y Vanessa me lo entregan con manos inocentes recitando el feliz cumpleaños.
   Los niños consiguen hacer emocionar al policía retirado y los regalos son elocuentes y hablan por sí solos, una botella de “Espinillar” cosecha 1970 y una corbata de fina seda roja, italiana dice Marta, colorada responde él entre risas y aplausos.
   A solas, padre e hijo disfrutan unos tragos.
   El viejo policía mira con un ojo el whisky y al hielo como un diminuto iceberg que se consumía ese verano caluroso como la vida misma. Cerró los ojos y la figura de su solitario padre lo observaba en silencio, sentado al pie del coronilla y rodeado por la jauría, silenciosamente acompañado por Primo José y observados desde la cocina por la arpía india.

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