HIPOCRESÍA Y DERECHOS HUMANOS / INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou: / Semanario Voces


En la noche del martes, mientras escribo esta nota, en el Parlamento se discute el proyecto de Presupuesto Nacional. 
Pese al rechazo público que han causado, se someterán a votación los artículos 425, 438 y 439 del Proyecto, que limitan seriamente la obligación del sistema de salud de suministrar medicamentos y tratamientos terapéuticos de alto costo a quienes no puedan pagarlos.
Esos artículos han sido objeto de serios cuestionamientos por parte del Sindicato Médico del Uruguay y del Consejo de la Facultad de Derecho, así como de muy duras críticas de jueces y abogados especializados en derechos humanos. Sin embargo, el gobierno parece resuelto a seguir adelante con una política que supedita expresamente el suministro de medicamentos y de tratamientos médicos a consideraciones financieras y presupuestales.
Desde luego, aunque el Parlamento los apruebe, esos artículos son inconstitucionales. Lo son en lo sustancial, porque la Constitución le impone al Estado la obligación de proporcionar gratuitamente los medios de prevención y tratamiento sanitario a los indigentes o carentes de recursos suficientes; y lo son también en lo formal, porque la Constitución prohíbe que en las leyes de presupuesto se incluyan de contrabando normas no presupuestales. Entonces, incluir en una ley de presupuesto disposiciones que recortan derechos fundamentales es escandalosa y doblemente inconstitucional.
Lo paradójico es que esto ocurra en una época en que se suele hacer gárgaras con el discurso de “los derechos”, en general, y con el de “los Derechos Humanos” en particular.
Nos hemos acostumbrado a invocar como derechos, y de ser posible como “Derechos Humanos”, a toda clase de intereses, aspiraciones y pretensiones, ya sea individuales o corporativos. 
Desde hace mucho tiempo, figuran en nuestra Constitución el derecho al trabajo y a la vivienda. Y en los últimos años hemos proclamado como “Derechos Humanos” el derecho a la información, a la privacidad y a la protección de los datos personales, los “derechos reproductivos”, a la identidad sexual y a la “no discriminación”, el carácter de “sujetos de derecho” de los “niños, niñas y adolescentes”, y últimamente hasta el curioso derecho a “ la inclusión financiera”, o los expansivos derechos “a la propiedad intelectual”.
Basta un somero análisis de todos esos derechos para percibir su absoluta inviabilidad e incluso la contradicción interna que encierran. 
Para empezar, la estructura socioeconómica en la que vivimos hace que, en los hechos, nunca hayamos garantizado realmente viejos derechos sociales, como el trabajo y la vivienda. Las leyes del mercado (porque vivimos en una sociedad sometida a las leyes del mercado), unidas a las leyes de la propiedad y de la herencia, impidieron siempre que garantizáramos el derecho al trabajo y a la vivienda. Por esa razón, esos “derechos” figuran desde hace décadas en nuestra Constitución sin haber sido nunca algo más que letra muerta. 
Por otro lado, si miramos a los “derechos” más recientes, ¿podemos sostener simultáneamente y en un plano de igual jerarquía principios como el derecho a la información y los derechos a la privacidad y a la “protección de los datos personales”? ¿No será necesario decidir cuál de esos valores contradictorios debe predominar? 
¿Podemos hablar de unos “derechos humanos reproductivos” que conceden a la mujer la libertad de abortar y, a la vez, mantienen a los hombres sujetos a responsabilidad por una decisión que les es negada? ¿No debería ser el Estado quien asumiera el costo de la paternidad no deseada (pensión alimenticia) si la sociedad quiere que la libertad reproductiva sea un “derecho humano”?
¿Tiene sentido hablar de “no discriminación” limitándola a lo sexual y racial, cuando otros factores, como la edad, el origen social o el nivel económico y cultural son constantes causas de discriminación? Además, ¿cuántas veces el pretendido derecho a la “no discriminación” termina afectando a la libertad de expresión?
¿Proclamar en el papel los “derechos” de los “niños, niñas y adolescentes” no esconde que, en realidad, el principal problema de muchos niños no es la falta sino el exceso de libertad, fruto de la indiferencia e irresponsabilidad de sus padres, del Estado y de todos los que deberían mirar por su bienestar y formación? ¿No son derechos vacíos aquellos que declaran a los chiquilines “sujetos de derecho” pero los dejan librados a su suerte, sin protección ni respaldo real del mundo adulto?
Por último, ¿existe cinismo mayor que llamar “derecho a la inclusión financiera” a la imposición de someterse al sistema bancario? 
¿Puede llamarse “derecho” a un mecanismo como la “propiedad intelectual”, que impide cada vez más el libre acceso a los bienes de la naturaleza y de la cultura?
En materia de derechos, nuestra sociedad adolece de una escandalosa hipocresía. Proclamamos constantemente nuevos derechos, mientras que, en realidad, no sólo no los hacemos efectivos sino que incumplimos también buena parte de los derechos más antiguos, básicos y fundamentales.
Probablemente, en el sistema social y económico en el que vivimos, en nuestra actual situación material y cultural, sólo estemos en condiciones de garantizar efectivamente unos pocos derechos, los llamados “derechos de primera generación”, el derecho a la vida (a no ser privados de la vida, y a no morir de hambre o de enfermedades curables), la seguridad personal, es decir el derecho a no ser torturados ni privados de la libertad ambulatoria, la libertad de pensamiento y de expresión, la igualdad ante la ley y los derechos políticos (esencialmente el voto, ya que ser electo para cargos políticos requiere hoy de medios económicos que pocas personas u organizaciones tienen).
Sin embargo, al tiempo que en los discursos se proclaman nuevos y sofisticados derechos, esos viejos derechos fundamentales son violados.
Un derecho fundamental sólo puede ser llamado tal si todas las personas lo tienen asegurado. Pero, en el Uruguay, ni aun los derechos más básicos están garantizados para todos. Muy frescos están los hechos del INAU, donde los menores de edad son sistemáticamente torturados, violados, explotados y sometidos a todo tipo de malos tratos. Así como todos sabemos lo que ocurre en las cárceles y en los establecimientos donde se interna a los ancianos y a los enfermos mentales. Todos sabemos también lo que ocurre con los niños en tantos hogares, muchos de ellos pobres, pero también en hogares ricos.
No lo decimos, lo ocultamos, pero la realidad es que los débiles y los pobres no tienen en el Uruguay asegurados ni siquiera los derechos básicos.
En la discusión de este presupuesto estamos asistiendo a un nuevo recorte de derechos fundamentales. La idea –descarnadamente dicha- es que el Estado no está dispuesto a gastar dinero en salvar la vida o reducir los sufrimientos de los enfermos graves y pobres. Así de cruda es la decisión, si se la depura de palabrería economicista y administrativa. 
Lo insólito es que esa decisión, justificada por motivos de ahorro, se toma mientras se insiste en mantener las exoneraciones tributarias a inversiones extranjeras que no las necesitan, mientras se subsidia la producción de cerveza, mientras se contratan nuevos asesores de confianza política en los organismos públicos, mientras se pierden cientos de millones de dólares en los entes del Estado, mientras seguimos pagando las deudas de malos negocios públicos, como PLUNA, mientras esperamos a saber cuánto ha perdido el Estado en negocios turbios y frustrados, como el de la regasificadora.
Ningún derecho es absoluto y la realidad suele imponer límites. Pero, limitar derechos esenciales para ahorrar dinero que se derrocha por otro lado, es sencillamente obsceno.
Seguramente, como sociedad, deberíamos hacer una honda reflexión sobre el significado de los derechos. Para manosearlos menos y cumplirlos más

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