Don Cipriano /24 Por José Luis Facello



  
Cuando Servando subió al ómnibus de la ONDA ya era otro hombre. Dispuesto a enfrentar lo que le deparara el azar en la capital como todo recién llegado buscó arreglarse en una pensión sobre la calle Sierra, a pocas cuadras del Palacio Legislativo.
   En las inmediaciones de la pensión “Ibérica” de Martín Cernadas boliches no faltaban y eso que despertó su interés estuvo a punto de perderlo, desde que se extravió en las noches artificiales entre partidas de barajas, billar y vermú. Embelesado por las novedades citadinas mezquinaba las horas de sueño prefiriendo retozar abrazado a una muchacha; hasta que el fervor instintivo que lo dominaba lo empujaba a buscar los bares que frecuentaba, donde su presencia empezaba a ser reconocida con el mote de, Servando “el canario”.
   La patrona de la pensión comenzó a indagar las costumbres del muchacho de la seis, nada personal, era una práctica tendiente a no ser engañada por tipos insolventes o timadores que hacían promesas de amor sino escapaban de noche por no tener para pagar la pieza. Servando parecía un buen muchacho pero a sólo unas semanas de su llegada la noche estaba haciendo estragos en su cuerpo templado por el trabajo campero. Era buen pagador pero la gallega debía recordarle su obligación a cada lunes, convencida como su “manolo”, que la gente pobre de las ciudades no es de fiar… y menos en este país.
   A la madrugada los boliches eran frecuentados por los obreros de la construcción, guardas de ómnibus y punguistas. Servando acodado al mostrador pidió una grapa con limón. Miró su futuro sin ser un adivino en la cara de los parroquianos y rechazó la idea de la espera de una oportunidad en la vida, deslomarse por el trabajo a destajo y menos ser un anodino expendedor de pasajes, porque algo le decía que la esperanzada espera era para la mayoría la principal causa de muerte cerebral. No iba a defraudar a su padrino ni a la memoria de su madre y hermano despenado, se dijo como un juramento, como para que no lo sorprendieran hábitos descarriados que ya lo tentaban a cada salida nocturna. No era por justificarse, pensaba, pero era la primera vez que conocía una ciudad importante y no era para perderse todas las cosas buenas que tiene, a ver si acá se preguntaba, se van a quedar sin servir una copa por falta de bebida en el depósito, como le ocurrió más de una vez en el boliche del turco Abenquefit y no le quedó más remedio que cambiar de monta a mitad del río… 
   Servando sentía de modo contradictorio el derecho a holgazanear al ritmo de la ciudad pero no a dilapidar el pequeño capital que le fue entregado con un carácter casi sacramental por su padrino, como oportunamente lo hiciese con el malogrado Segundo José poco antes de emprender la ruta minera en Brasil.
De su parte, Servando no sabía que hacer salvo que el comercio no era su presupuesto, pero un hecho azaroso sería determinante a la hora de decidirse.
   Un atardecer detuvo sus pasos en la esquina de Agraciada y Asunción cuando al cruzar la avenida notó algo fuera de lugar. Dos personas bien trajeadas acosaban a un hombre entrado en años que se resistía aferrado a un gastado portafolio. El muchacho no lo pensó y cuando quiso intentarlo ya estaba en medio del entrevero, pero al cambio de golpes sonó un disparo y la corrida evasiva de los atracadores. El viejo estaba lívido mirándose el brazo sangrante. Quince minutos después llegó una ambulancia y un agente policial.

   Don Maurice Fauré resultó ser un empleado al servicio de una casa de bienes raíces, pero el portafolio en disputa sólo guardaba papeles sin importancia y un plano que daba cuenta del loteo de una chacra aledaña al salvaje humedal que rodeaba al aeropuerto. A poco de la curación de lo que fuera una herida superficial, el hombre no encontró palabras de agradecimiento para con el muchacho desconocido por lo que optó por darle una tarjeta y decirle que allí lo encontraría. Gracias y a sus órdenes, se despidió.

   Del imprevisto suceso callejero resultó para Servando dar el primer paso que lo llevó en un año a convertirse en propietario de dos terrenos, a pagar a veinte años, frente a una ruta desierta que atravesaba chacras y campos baldíos hasta perderse en el horizonte canario poblado de eucaliptus añosos, cañas de Castilla y retamas en flor.

   Retamas de flores amarillas, recordó Servando, como aquella vez que de camino al boliche del turco en un sitio amarilleaba como un dunal. Lugar elegido para dar un resuello a los caballos y armar unas chalas y pitar recostados en el frescor del pasto con su hermano mayor, el Primo José.

   Prosiaban poco pero rumiaban mucho cada idea, cada pensamiento que permitiese explicar ya que no entender la muerte de Segundo José. Motivo para darse una vuelta cada tanto para tomar una copa y conversar con Abenquefit, entrever cualquier novedad si la hubiera, o datos del misterioso forastero de Bagé, o del soldado Torres del Campo que ni sabían dar referencias de él en Santa Clara, como del pardo viejo que al final de cuentas nadie recordaba conocer…
   Con el pretexto de un brazo astillado Primo José accedió a aceptar su compañía para visitar el boticario Julio Sosa Cordero, quién los atendió con deferencia en particular al accidentado y no perdió palabra de algo que se veía venir tratándose de los hermanos del difunto Segundo José. Cadáver cocido a tiros y que no olvidaría jamás, incluso considerando los otros occisos de aquella luctuosa madrugada. A los requerimientos respetuosos de Servando el boticario respondió de modo evasivo que no había nada nuevo a lo ya conocido. El hombre sacó una cajilla de cigarrillos americanos que le habían obsequiado, convidó y mientras daba tiempo a que el yeso se oreara sobre el brazo dolorido de Primo José fumaron. Y les conversó sobre el asunto.
   No era mucho lo que sabía con fundamento dando a entender que la cosa iba para largo, doctor de campaña al fin, y certificó que la copia que oportunamente leyera a don Cipriano era la verdad, mejor dicho su verdad porque no podía decir lo mismo de las dos versiones oficiales. Todo estuvo impregnado de confusión e improvisaciones periciales, si hubo degollados pero nunca apareció el facón de Segundo, si hubo tiroteo ninguna bala acertó en los integrantes de la partida policial, y que decir de los desgarramientos espantosos de los que tan poco se habló… En aquella quebrada que él recorrió acompañado de su desganado ayudante no había rastros ni presencia de sombra de toro, talas ni coronillas ni espina de la cruz que pudieran tajear un cuerpo como para charquear. Ellos lo miraron con una cuota grande de desconfianza. Pero el doctor no se inmutó y fue hacia una estantería, pitó profundamente y dijo, lo que si encontramos entre los pastos y mostró una bolsa plástica, fueron noventa y ocho cápsulas de fusil y tiros de revólver.
   Ellos lo interrogaron con la mirada ávidos por saber la verdad pero Julio Sosa Cordero como desentendido dijo aplastando la colilla en el piso y encendiendo otro cigarrillo sin convidar, para mí lo mataron para silenciar el asunto del oro… y a los otros infelices, hasta que alguien le demuestre lo contrario los mató un yaguareté.
   Mientras se prolongó la curación de Primo José tomaron por rutina hacer una pasada por el almacén del turco. Una vez a la semana mataban el tiempo entre partidas de truco o jugando unos pesos al monte inglés, en más de una ocasión fueron traicionados por sentimientos confusos cuando al asomarse alguien a la puerta en el contraluz de la resolana creían reconocer la silueta de Segundo José como en los viejos tiempos.
   En cambio, por cada paso positivo daban dos para atrás en sus averiguaciones porque nadie arriesgaba una palabra de más, temiendo una venganza los paisanos nada decían saber… Sin avanzar un palmo, una noche los asaltó una duda que confirmaron cuando a los hermanos les sobrevino un temor machazo a ingerir los brebajes adulterados por el turco, desde que una noche de luna llena, medio dormidos y cabeceando sobre sus pingos los despabilaron los ladridos de los perros que habían olfateado una sombra agazapada que los persiguió cerca de media legua. El vívido recuerdo y el miedo los acompaña  en sus vidas desde que se percataron del nítido brillo de aquellos ojos rojos…

   En la ciudad Servando deambuló de hotel en hotel, pensiones de mala muerte, hasta que por fin recaló en una antigua casa de dos pisos en la calle Dante. Alquiló una pieza, con cocina y baño en común, que le permitía entrar y salir sin límite de horario, ni siquiera de noche. El muchacho comía poco y al paso en cualquier lugar, si por algún motivo no se detenía entonces al regresar se satisfacía con mate y pan de panadería. Se había comprometido a no probar la dura galleta de campaña olvidándolo como un resabio del pasado.
   Después de intentarlo sin resultado empezó a trabajar en un oscuro taller en la esquina de Pampas y Venezuela. Vestía con el atuendo común de los obreros salvo algunos días que ponía más esmero al empilchar, también había reservado en la valija una bombacha nueva, la boina y el poncho que vestía cuando viajaba a la estancia en la semana de turismo. Jueves y sábados no hacía horas extras para encontrarse en las inmediaciones del Parque Rodó con María Rosa, Rosita, una gurisa de Tacuarembó que trabajaba por allí cerca.
Si la tardecita era agradable buscaban el silencio acogedor del parque, dando continuidad a las rutinas de los enamorados dejándose llevar por los caminitos sinuosos que conducían al lago. Otras veces caminaban hasta la playa a observar el paso acelerado de los automóviles por la rambla mientras tomaban helados o comían garrapiñadas de diez centésimos.

   Oscar era un muchacho que vivía puerta por medio de la pieza de Servando, entremedio pasaba desapercibida una mujer con su pequeña hija que salían temprano y regresaban al atardecer. El muchacho admitió con tristeza que las cosas con su madre y el padrastro no daban para más. Otro día, Oscar le hizo el comentario del dueño del taller diciendo que precisaban una persona que conociera algo del oficio y tuviera ganas de trabajar.
   Cuando Servando se detuvo frente al portón abierto del taller tuvo el impulso de dar la media vuelta aunque primero constató que el número fuera el indicado. Una humareda azulina escapaba hacia la entrada desde un oculto sitio que resplandecía a intervalos, proyectando sobre las paredes sin revoques las figuras más extrañas e intimidantes. Cientos de llantas de ómnibus y camiones se apilaban en columnas hasta el techo ennegrecido que mal alumbraban unos pocos focos de luz que parecían los ojos amarillos de los vacunos enfermos. En el piso brillaban pequeñas escorias y virutas de metal que le produjeron la misma impresión de cuando hacía los quehaceres en el corral de la estancia. Un chistido como de lechuza atrajo su atención hacia una vieja taladradora radial donde Oscar le hacía señas.
   Oscar le presentó al dueño, don Fortunio Buonanotte, italiano del sur que de inmediato se despachó con un discurso.
   Nadie quiere trabajar en este país, ¡porca miseria!, lo trató de usted y le dijo que le caía bien porque era campesino como su propia familia. También le dijo que se presentase al día siguiente, a las siete y con ropa de trabajo; a prueba una semana hasta que el viernes le diría cuanto era la paga, cuente con la plata que gane. ¿Entendió?
   El patrón, un hombre bajo y regordete, de calva pronunciada y los anteojos atados con un cordón de zapatos, daba con la síntesis de las pequeñas empresas del país. Con las manos tajeadas de manipular fierros lo convidó con un cigarrillo, en este lugar yo permito fumar a cualquier hora que le dé en gana y parar a manyar de las doce a las doce y media. Si los sábados hace horas extras, le dijo bonachón, la comida la paga la empresa, la bebida no. ¿Entendió?
   El trabajo es variado y si presta atención aprenderá el oficio, si tiene un accidente la primera vez pasa, la segunda se va sin preguntar. Dijo que no acostumbraba a mantener vagos, para a continuación indicarle el concepto, así dijo el concepto, si hay para agujerear lo hace, si hay para alesar lo hace, si hay que emprolijar usa la amoladora de tripa. ¿Entendió?
   Si vienen inspectores del ministerio de trabajo corren y me esperan en la piecita del fondo, cuando le preguntan declare que empezó ese lunes y que todavía no hicieron los papeles, el pago es quincenal y figura como aprendiz para que el gobierno no se quede con su plata, el resto va aparte. Si habla con los del sindicato se va inmediatamente sin chistar. ¿Entendió?

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