Don Cipriano / 25 Por José Luis Facello





 Aquella mañana que Servando observaba el asado y los chorizos asándose, mientras sus compañeros de trabajo jugaban a las barajas y otro extendía una lona a modo de reparo del  sol, él armaba un cigarrillo cuando cayó en cuenta que esa lomada barrida por el viento marino que agitaba polvareda en remolinos, le resultaba un saludable revulsivo a la imposición de las rutinas ciudadanas: el reloj, las últimas noticias, el semáforo. Como si las convenciones sociales sirvieran para llenar el vacío de la palabra vacía o la angustia acompañante de los solitarios. Respetaba, pero la iglesia y los rituales le parecían otra forma de distancia para la fraternidad humana, no sabría explicarlo si llegaba la ocasión, pero los dogmas de la razón que fuese se le hacían restrictivos al mero entendimiento de las cosas.
   Pero en su tierra por pequeña que fuese, se sentía impelido a materializar sueños a sabiendas que de lograrlo, nuevos sueños justificarían sus desvelos. Comprendió que había llegado el momento de plantar una base, un mínimo refugio a tanto deambular por la vida como una satisfacción a su espíritu sedentario. Capaz que era una señal de la edad…
   Cuando lo dijo en voz alta en la rueda de mate, no faltó el montevideano que lo observó con curiosidad, acostumbrados como estaban  a mirar el monótono horizonte del mar como si ese estado contemplativo alcanzase para atrapar un sueño. Le pareció ver en ello un fulgor de la nostalgia mal curada, muy propia de los inmigrantes ultramarinos y sus descendientes. No lo dijo, pero sintió que los paisanos al trote sobre el horizonte de las cuchillas desmadejaban sueños a su paso.

   Aquel domingo a las seis de la mañana ya habían cargado la cachila de Cacho Méndez con todo lo necesario para pasar el día con los compañeros de trabajo. Parecía una mudanza de pobre, donde a la parrilla, la caldera y la damajuana de vino, un previsor aburguesado cargó un colchón para la hora de la siesta y otro una sombrilla para no asolearse cuando el sol caía a plomo.
   Ese año bisiesto sumaron a Walter Stefanovich, dueño de un viejo Volkswagen y humilde bebedor de vino.
   Con el rocío sobre el pasto ponían manos a la obra y para cuando el sol comenzaba a declinar al poniente, daban vuelta la jornada iniciando la comilona de asado, vino y cerveza y a los postres, barajas. Cuando el sol se ponía comenzaba el lento retorno, como un acto inconsciente que conjurara la vuelta al infierno, entre vapores etílicos unos evocaban amoríos de películas y otros rememoraban tiempos mejores…
   La construcción progreso como toda cosa humana, entre gestos solidarios y discusiones infantiles en las que no faltaron los puñetazos delimitando la conducta ajustada a la lealtad.
   A las paredes siguieron los revoques empezando por la orientada al sur y el contrapiso,  el pozo forrado a espejo y el brocal por donde se observaba el ojo brillante, a diez y seis metros de la segunda napa de agua buena y salobre. Cuando no, hubo que reclavar el techo que había sido aflojado por los temporales o perder tiempo cortando las pajas y cardos invasores que avanzaban por las rajaduras del piso.
   A veces y sin saber por qué, guardaba en el bolso tres paquetes de tabaco Puerto Rico y una botella de caña, y marchaba al terreno sin compañía para estar el fin de semana recostado sobre el pasto y llegada la noche, preguntarse cuál sería la estrella de su madre muerta.
   Aguadas reminiscencias de la niñez lo motivaron a buscar a sus hermanos, los rastreó a partir de algunos datos sueltos por Río Grande pero sin resultado. Desistía de su empeño cuando un camionero jubilado vecino de la sexta, le dijo que los había visto hacía unos años trabajando en Porto Alegre. En la sexta, dijo el anciano a modo de despedida, vamos quedando sólo los viejos…

   Los patrones eran gente fina como estancieros sureños y el ingeniero en particular, una especie rara de soñador.
   Servando halló el aviso del diario pidiendo operarios metalúrgicos de varias especialidades, se entiende, soldadores, plegadores, pintores entre otras. Se presentó en la dirección indicada, Guatemala y Rondeau, explicitando que entendía bastante de motores a explosión, fue un aceptable ajustador de banco y medio entendido a la hora de interpretar un plano. Esto lo habilitó para dar una prueba práctica y cuando a mitad de jornada el capataz lo llevó ante el jefe de la oficina técnica, intuyó que había dado el primer paso. En la oficina un murmullo mecánico se desprendía del equipo de aire acondicionado y escuchaba el sutil rozamiento de los tecnígrafos sobre el papel. Las respuestas confirmaron el grado de conocimiento del aindiado postulante.
   El lunes siguiente comenzó a trabajar.
   El primer mes pasó volando, entre el cumplimiento de las tareas encomendadas y el acostumbramiento al movimiento del taller, al ritmo productivo y el temperamento de los encargados que andaban a marcha de milico entreverados con una centena de obreros. Después, un día cualquiera, sondeó a un delegado para preguntarle como venía la mano.
   El tipo era un moreno con el don de gentes, entrador, práctico a la hora de hacerse entender. Un costado de su vida daba cuenta de ser un exatleta que representó a la celeste en los Juegos Panamericanos de Lima, asunto que lo enorgullecía de modo noble.
   Le preguntó cuál era su preocupación, a lo que Servando respondió que le parecía raro que no hubiese peloteras con la patronal y que pagaran sin retacear los premios a la asistencia y la producción, el delegado lo escuchaba, y han construido más baños y ducheros que es cosa buena…
   Mire Servando que nada es regalado y nos ha costado más de un dolor de cabeza estas conquistas por modestas que sean y que no a todos conforma.
Después la conversación derivó rápidamente, porque en la producción no se puede perder tiempo, de las revoluciones al arte de lo posible y que los patrones eran social cristianos, gente emparentada con los dueños de la editorial Tor, los libros de hojas rústicas, abundó el delegado.
   Sabía, además de haber leído Los Miserables, pero calló.
   Antes de separarse e ir cada uno a lo suyo, el delegado lo convocó a un mayor compromiso con la causa proletaria. Estaba clavado, pensó Servando, que el moreno es socialista o comunista, sonrieron enigmáticamente y así quedaron…
   El ingeniero y su equipo habían ganado un concurso establecido por el BID que ponía énfasis en el diseño de un automóvil utilitario, pero que se adecuase al  mercado regional latinoamericano. En una palabra, nada de soluciones industriales propias del mundo desarrollado y daba como ejemplo la propuesta de una pieza moldeada a inyección y otra resultado de la soldadura de sus partes. La “indio” con motor y partes Bedford resultó una especie de Frankenstein mecánico, que conquistó dos triunfos incuestionables: fue el proyecto ganador en el concurso del BID y se abrió paso en el mercado de automóviles en Uruguay, una plaza dominada por los importados americanos y europeos.
   En ese taller Servando y sus compañeros ganaron el pan diario con su trabajo, en un lugar donde se guardaba respeto por el otro, fuese peón o capataz, oficinista o metalúrgico.
   Pero un día, de esos que no deberían figurar en el almanaque, sobrevoló un mal presagio a la industriosa barriada que  con el paso de las horas se transformó en un paro de actividades, en repudio del asesinato, en el astillero aledaño, del delegado obrero.
   Era otra cuenta del rosario de la violencia que habían desatado de modo artero quienes desde el poder invertían la secuencia del victimario para con la víctima.
  Y otro día no tan lejano, la empresa mermó primero y paró después la producción aduciendo la falta de apoyo a la industria, frente a la presión de las compañías extranjeras y los importadores locales. El estado de indefinición a su favor concluyó con el cierre del taller. En este caso, como en tantos de esos tiempos convulsionados, las víctimas más débiles se incorporaron a la fila de los parados o marcharon al extranjero, estigmatizados arteramente como vagos, oportunistas sino ejemplos exitosos.

   Entonces, tuvo tiempo para hojear algunos libros de Tor que guardaba en una caja, arrumbados estaban Moby Dick de Melville, La Ilíada del griego Homero, de Poe Manuscrito hallado en una botella, y los ávidos recuerdos de lecturas reconfortantes, seguida fatalmente por la certeza de que no hay resuello ni felicidad en la vida de los pobres.
   A poco y hurgando en otra caja, Servando se encontró con Selecciones de Reader Digest, las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía y las novelitas sentimentales de Corín Tellado que hacían las delicias de las gurisas de la estancia.

   Deambuló con pasos cortos bajo el ramaje retorcido de la vid, con el termo y el mate a su placer, observando el frondoso paraíso de los vecinos donde emboscados, los sabías atacaban sus frutos maduros y último alimento disponible a esa altura del invierno.
   Volvieron a la memoria de Servando el caserón de la calle Dante, el botija Oscar y el italiano Buonanotte, y los duros meses en que el trabajo escaseaba y el paliativo era hacer changas en la reparación de barcos, asunto que no iba más allá de cinco o seis días, extendido a lo más a diez jornales. Recordó lo acertado que fue, con la dosis de azar incluida, telefonear al ingeniero Pratolini que había resultado una buena persona que conoció en una fábrica de chacinados, estuvo a sus órdenes instalando una caldera y al final habían quedado en buenos términos. Todavía guardaba la tarjeta del ingeniero y su teléfono particular.
   En aquel momento fue importante porque a su llamado el ingeniero no perdió tiempo en contactarlo con una empresa armadora de automóviles. El primer encuentro con el gerente de producción fue formal como breve, la segunda entrevista fue con Jaime Mann de Relaciones Laborales. El hombrecillo de aspecto cuidado, de tez muy blanca y acicalada barba roja daba la imagen de lo que en apariencia era, licenciado en sicología laboral.
   La entrevista con el licenciado devino en indisimulado interrogatorio: nombres de los padres, nacionalidad, experiencia de trabajo en equipo, motivo o razón porqué dejó el empleo anterior, y el anterior, y el anterior, conocía indagó en voz baja las máquinas con control numérico, posee aptitud de liderazgo, cree en dios, sabe cálculo trigonométrico, lee los diarios, sabe qué es el control de calidad y escala de tolerancias, programa de televisión preferido, gusto por el alcohol, tiene algún hobby, sabe qué es la OIT y el toyotismo, está afiliado al sindicato, qué es el progreso para usted, tiene algún conocido comunista.

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