INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou:/ Semanario Voces


PERO… ¿HUBO ALGUNA VEZ 2.000 HECTÁREAS CHARRÚAS?
El tema trascendió porque el “Consejo de la Nación Charrúa” (“CONACHA”) se topó con Daniel Vidart.
“CONACHA”, una pequeña organización de personas que alegan ser descendientes de charrúas, invocando un convenio internacional que no fue ratificado por Uruguay, le reclama al Estado uruguayo 2.000 hectáreas de tierra y el control de los cementerios indígenas, como indemnización por el despojo y el genocidio que sufrieron sus supuestos antepasados.
Vidart ha salido al cruce de esa pretensión. Desde su reconocida posición de antropólogo, sostiene que ni genética ni culturalmente puede decirse que existan charrúas en el territorio uruguayo. Pero agregó algo más, para lo que no se necesita ser antropólogo. Dijo que el reclamo de las 2000 hectáreas era una “viveza criolla”.
No tengo la erudición necesaria ni la pretensión de terciar en la disputa antropológica. Pero el reclamo “charrúadescendiente” me parece oportunísimo para ejemplificar algo que viene planteándose sistemáticamente en nuestros debates públicos, en especial por quienes se sienten o se autodenominan “de izquierda”.
Hubo un tiempo, no hace mucho, en que ser “de izquierda” significaba propugnar una nueva forma de organización social, en la que las instituciones establecieran reglas justas, igualitarias y más humanas para todas las personas. Desde luego, la definición de qué son “reglas justas, igualitarias y más humanas”, y de cómo podría llegarse a ellas, ameritaba infinidad de visiones distintas y unas peleas monumentales, a veces resueltas con cosas mucho más contundentes que los argumentos teóricos. Pero algo era claro: la revolución, el socialismo, el comunismo y hasta la sociedad sin Estado, fueran lo que fueran, serían patrimonio de toda la humanidad, sin distinción de género, raza, etapa etaria, identidad o inclinación sexual.
Pues, bien, de un tiempo a esta parte, esa utopía, discutible pero universal, fue sustituida por un mosaico de reivindicaciones particulares, propias de categorías de personas clasificadas por su sexo, raza, edad o identidad sexual.
Así, poco a poco, nos hemos ido llenando de estatutos diferenciales. Primero fueron las feministas, con las cuotas parlamentarias; luego los “afrodescendientes”, con cuotas de cargos públicos; más tarde los transexuales, que obtuvieron llamados específicos para cargos en el MIDES; ahora son los “charrúadescendientes”, que aspiran a 2.000 hectáreas de tierra. ¿No percibimos que algo anda mal con esta acumulación de reivindicaciones particulares?
¿QUÉ ES UN DERECHO?
Todas esas aspiraciones e intereses particulares son reclamadas y se presentan en público como si fueran “derechos”. Por eso, tal vez sea hora de preguntarnos seriamente qué es un “derecho”.
Aristóteles afirmaba que “lo justo” era dar a cada cual lo que le corresponde, tratando igual a lo que es igual y desigual a lo que es desigual. Esa máxima aristotélica suele ser invocada como fundamento de las “actuales” reivindicaciones de quienes se consideran discriminados. Así, se suele creer que lo de “tratar desigualmente a lo desigual” es un sublime argumento para justificar las cuotas parlamentarias feministas, o los empleos públicos afrodescendientes, o la reforma agraria en versión “charrúadescendiente”. Bueno, en realidad lo es, porque la noción de “justicia” y de los derechos que manejaba Aristóteles hace como 2.500 años era profundamente discriminadora. Estaba convencido - era usual en su época- de que la justicia consistía en tratar como iguales entre sí a todos los esclavos, y como iguales entre sí a todas las mujeres libres, y como iguales entre sí a todos los hombres libres. Lo que al pobre Aristóteles no se le pasaba por la cabeza era que se debiera tratar a un esclavo igual que a una mujer libre, ni a una mujer libre igual que a un hombre libre. Para él, los derechos, y por ende la justicia, eran una cuestión estatutaria. A cada categoría de personas le correspondía un estatuto y unos derechos diferentes. Eso era la justicia para Aristóteles y sus contemporáneos. Y ese fue el criterio durante muchos siglos. Las categorías podían cambiar. En la Edad Media, por ejemplo, había un estatuto para los nobles, otro para los sacerdotes y otro para los que trabajaban la tierra. Lo que no cambiaba era la existencia de categorías de personas y de un estatuto de derechos para cada categoría. (ojalá esto sirviera, al menos, para ahorrarnos la consabida cita de Aristóteles cada vez que se quieren justificar las cuotas parlamentarias, o el feminicido, o la reserva de cargos públicos según la raza)
La noción moderna de los derechos, la que empezó a esbozarse en los ordenamientos jurídicos luego de la Revolución Francesa, parte, por el contrario, de una idea que a Aristóteles le habría parecido no solo revolucionaria sino desquiciada: la de que todos debemos ser tratados por las leyes como si fuéramos iguales. Eso, que hoy parece meramente formal y alejado de la justicia material, significó, sin embargo, crear la base esencial de lo que hoy entendemos como “justicia”: la idea de que los seres humanos no debemos ser diferenciados en nuestros derechos por nuestro sexo, ni por nuestra condición económica, ni por nuestra raza, ni por nuestra edad, ni por nuestras creencias filosóficas o religiosas, ni por nuestras inclinaciones eróticas, entre otras cosas.
¿Se entiende lo que está ocurriendo?
Cuando alegremente se pretende restablecer estatutos jurídicos diferenciados para esas categorías, no se está innovando. Se está retrocediendo. Se está restableciendo –con otra intención, pero seguramente con los mismos resultados- una concepción arcaica para la que el derecho cumple una función discriminadora en lugar de una igualadora.
¿Eso significa que con proclamar “la igualdad ante la ley” está todo resuelto?
No, claro que no. Significa que la igualdad sustancial no puede construirse al precio de destruir la igualdad formal, que tanto costó conquistar. En todo caso, la igualdad sustancial es un plus que deberá sumarse –perfeccionándola- a la igualdad formal.
Pongo un ejemplo: el PIT-CNT, con las mejores intenciones, ha creado programas para la inserción laboral de los menores infractores. Les consigue buenos empleos para darles la oportunidad de reeducarse y adquirir hábitos de trabajo. ¿Se ha pensado en el mensaje que esos programas transmiten a los miles de jóvenes que, pese a vivir en condiciones de miseria, no han delinquido? Es muy claro: “si cometés un delito, te consiguen un buen trabajo; en cambio, si te portás bien, tenés que buscártelo por la tuya”.
Es un ejemplo claro de por qué las políticas sociales, en este caso las educativas y las de inserción laboral, deberían ser universales, dirigidas igualitariamente a todos los jóvenes. Porque de lo contrario, pretendiendo combatir una discriminación, se crea otra, tan o más injusta y peligrosa.
INSUFICIENCIA DE LOS DERECHOS
Quizá necesitamos menos derechos. Constato que los realmente esenciales -vida, libertad, igualdad, educación, atención médica, trabajo- son aquellos que pueden ser reclamados por todas las personas.
Cuando empezamos a enunciar como derechos las pretensiones de ciertas categorías, definidas por sexo, raza, inclinación erótica, etc., entramos en terreno peligroso. Ya no pensamos en todas las personas, pensamos en categorías de personas. Y la igualdad desaparece.
Por otra parte –y éste es un concepto fundamental- el lenguaje de los derechos es inadecuado para enunciar todas las necesidades sociales.
¿Cómo definir, en términos de derechos, qué modelo de educación necesitamos? ¿Cómo traducir en “derechos” un modelo económico, o las políticas internacionales que convienen al país?
Volviendo al caso inicial de los pretendidos charrúas. ¿Debemos pensar en ellos como personas, como uruguayos, tal vez como uruguayos pobres, o debemos pensar en ellos como charrúas?
Algo anda mal en una sociedad en la que, para invocar derechos, hay que proclamarse transexual, mujer discriminada, menor infractor, “afrodescendiente”, o charrúa.

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