Don Cipriano/26 / Por José Luis Facello


 
 Al martes siguiente fue a la planta, citado para hacer la prueba de aptitud práctica y el miércoles a la teórica. Hasta el lunes Servando debió aguardar la visita de una licenciada que evaluaría las condiciones socio-ambientales, que sin muchas formalidades ni signos amistosos se retiró después de inspeccionar la pieza y la casona, sin casi preguntar sobre ningún asunto. El jueves solicitó el certificado de buen ciudadano. Y el viernes recibió una carta por correo particular indicándole que se presentase el lunes a trabajar en la planta armadora de Paso Carrasco.

   Hay lluvia para largo.
   Una invitación a quedarse en la cama piensa Servando, mientras arma un cigarrillo. Karina fue una mujer que le llegó al alma, un sentimiento no fácil de explicar con palabras y muy diferente a la borrachera de los amoríos apasionados de la juventud. Para qué evocar la juventud sin remitir a la letra de un tango…
   Mientras duró la luna de miel, medio año que juntos dieron la vuelta del mundo poniendo todo patas para arriba. No sabían cómo encarar la apabullante realidad, quizá cansados de la adversidad desde el momento que las cosas más sencillas se complicaban hasta lo indecible. En esos días insoportables faltaban al trabajo y dedicaban la mayor parte del tiempo a tomar mate y hacer planes recostados en la cama. Hacían el amor desaforadamente, dormitaban y comían si había.
   Pero a la vuelta de las rutinas, recuerda, las jornadas de diez horas en el taller cuando no doce o catorce, y llegar sin fuerzas a la casa y la señora acostada escuchando el radioteatro, sin miras de encontrar una comida decente como no fuera pan y paté, fideos hervidos con aceite, a lo más.
   Aquello no era vida, aunque estuviese con la mujer de sus sueños. Servando pensaba entonces, que no sólo estaba cansado sino confundido porque la realidad, su realidad, se ensañaba tendiéndole trampas al menor descuido. Intentó enmendar la situación, ella le había dicho sin pelos en la lengua que su deseo era ser la señora y no una sirvienta, todavía recuerda como perdió el control y cuando recuperó la conciencia ella tenía un ojo hinchado y se iba a la casa de sus hermanos. Con el mayor de los tres habían terminaron mal, un breve intercambio de insultos y trompadas para terminar con el juramento de ajustar cuentas en otra ocasión.
   Entonces, Servando cavilaba mientras ponía a hervir la olla con unos choclos y cortaba un trozo de carne asada a modo de picada, en situaciones así con los nervios hecho pedazos uno quisiera ser el teniente Galván del precinto 56, para salir a la calle y gritar a voz en cuello que las leyes tienen que ser otras… las conductas otras.

   Lo primero que llamó la atención de Servando fue la luminosidad enrarecida del lugar, al punto que lo asaltó el recuerdo del cielo límpido de la cuchilla que todo lo barría con fecunda claridad, una moderna y gigantesca nave, una de tres, con el techo parabólico inflado como una lona por el viento era atravesado por rectilíneas bandejas porta-cables, cañerías que colgaban de lo alto como babas del diablo y en medio, el sonido siseando del aire comprimido escapando de las herramientas neumáticas, o el chiflido monocorde de las máquinas de pintar cuando no era eclipsado por el estampido y el ruido a cadenas de las soldaduras de punto, que pendientes de sus soportes colgaban semejantes a las reses en el frigorífico.  O quizá era su imaginación y el oculto temor del parecido destino entre hombres y bestias.
Sino, luces incandescentes eran calculadamente dirigidas a los dispositivos de montaje mecánico donde no alcanzaban los alineados tuboluz, luces que inducían a confundir el día con el crepúsculo, hasta falsificar la magia de los atardeceres en el ciclo de la producción continua de la planta armadora de automóviles.

   Servando, acostumbrado a ganarse la vida en talleres y pequeñas fábricas con dueños de corazón ruin, pensamiento impregnado de avaricia y afán por aumentar la ganancia echando mano a cualquier recurso. En las grandes obras donde trabajó, se apreciaba a simple vista otro tipo de organización que combinaba la improvisación y el riesgo con las normativas de la seguridad y los métodos de trabajo confiables, en un contrapunto de difícil resolución. A lo que los compañeros más experimentados respondían, que la mayor inseguridad provenía del atraso en los pagos y los sueldos miserables que pagaban las empresas. De los contratistas preferían no hablar.
   Posó la mirada en la pulcritud del piso, recordando míseros lugares donde el suelo se tornaba irreconocible con la cantidad de materiales dispersos por doquier, grandes piezas inacabadas, escaleras y eslingas, virutas, derrames de aceite y restos de pintura. En la armadora no era así, allí el sentimiento era el de un peón en un tablero de ajedrez y cada movimiento había sido calculado en el departamento de ingeniería. La jerarquía de mando no era ajena a un entramado sutil en que, el predominio sobre el otro y la productividad como meta insatisfecha se daban la mano.
   Paralelo a los ventanales vidriados donde los pájaros se estrellaban contra el paisaje inexistente, los pasillos ordenaban el tránsito de los vehículos especiales y de las personas, guiados por líneas de color fluorescente como para no extraviarse en decenas de secciones operativas, racionalmente subdivididas en centenares de puestos de trabajo, algunos estaban aislados entre paneles, como los operarios soldadores con sus máquinas semi-automáticas o los pulidores que desprendían nubes de polvo irritantes capturadas por las ventoleras ascendentes de los extractores. Ordenamiento productivo, quizá inspirado en “Metrópolis” donde todo convergía como las reses al matadero, a la intrincada línea de producción y ensamble de miles de partes y componentes que a la postre resultaba un automóvil mediano, de marca europea o asiática, diseñado para el mercado regional.
   Cada metro cúbico de la armadora tenía asignado un papel, cada tablero eléctrico o toma de fluidos un lugar exacto, cada fosa o talud, tejido perimetral o puesto de seguridad tenía un porqué. Pero detrás de todas estas manifestaciones físicas se percibía, aún a ojos del lego, la calculada aplicación de métodos y normas internacionales, de datos estadísticos y un sinnúmero de mensajes más o menos sutiles, más o menos grotescos, que proyectaba según los jóvenes expertos y los viejos dueños del mundo, maximizar la ganancia de las empresas.
   Gente instruida y moderna que manifestaba sin sombra de prejuicio: “entre las máquinas y los obreros elegimos lo más barato”.

   Mucho embrollo para el cuerpo de un cristiano, pensaba Servando mientras miraba por la ventana de la pieza al lote de las gallinas reunidas para escarbar en el pozo de la basura, pero aun así lo terminaban aceptando buenamente o por la imposición lisa y llana; aunque también hubo días de sueños y luchas obreras. Y así, como quién no quiso la cosa, Servando trabajó cuatro años en la armadora.
   Pero más allá de esas cuestiones que hacen al opresivo mundo de las empresas, el viernes siguiente a la decisión de Servando de retirarse de la empresa por propia voluntad, los compañeros de sección organizaron la despedida. Recuerda que dieron algunas vueltas hasta que dieron con un boliche de mala muerte, el “Nuevo Bar el Corsario”. Un Montevideo, que según los más viejos, estaba decadente y mugroso.
   A la hora de los brindis por la amistad, y la unidad de la clase trabajadora, interpuso el pelado Wilson Espinoza que estaba bastante chispeado.
   Le preguntaron a Servando al claror del whisky barato.
   ¿Y no te preguntaron nada?
   Le preguntaron ¿cuál es el motivo de su renuncia a la empresa?
   ¿Y vos Servando que les respondiste?
   Él se dispuso a contestar pero pensó, si esos cosos nunca le preguntaron nada y cuál era su parecer de las cosas, no se sintió obligado a responder de modo fehaciente. Así contaba con ojos enturbiados, que la cosa se puso incómoda para la licenciada porque él enmudeció, lo que se dice mudo, y ella lo quedó mirando con la cara lavada esperando una respuesta.
   Él dijo que no se amilanó, que la miró al entrecejo y le dijo con respeto, usted pregunta porqué él se quiere ir de la empresa si él es una persona que conoce su oficio y no es faltador…
   Como sus compañeros de trabajo, la mujer lo miraba aguardando la respuesta requerida mientras tamborileaba con el lápiz sobre el escritorio y él le dijo que le iba a contestar, le dijo que se iba a otra empresa que le pagaban más y entonces, ella hurgó por cuanto más porque, no lo aseguraba, pero podría conseguir un aumento si hablaba con su jefe, siempre y cuando dijo la muy ladina, él se comprometiese a no decir nada a nadie de lo conversado.
   Él la miró y se le aparecieron todas las caras de sus compañeros que durante cuatro años trabajaron y fueron despedidos de la armadora. Desfilaron las caras amoratadas de los accidentados, las caras enflaquecidas de los que ingresaban después de tanto buscar, las caras que resumían la bronca las dudas mientras duró la huelga.
   Cómo quién olfatea la catinga de los zorrillos con cara de asco él le dijo, licenciada para este servidor su oferta llega demasiado tarde.
   Pidieron otra vuelta de cervezas y brindaron
   Por la amistad que supo granjearse el compañero Servando, dijo Dogomar Silva, un ajustador mecánico.
   Y por la unidad de la clase trabajadora, interpeló consustanciado consigo mismo el pelado Espinoza.

   Los primeros tiempos fueron los mejores, recuerda Servando sin atinar distinguir el principio de un pensamiento o echar base a una reflexión por entonces indefinida. Mientras recoge las revistas de historietas desparramadas sobre la frazada, aguza el oído atento a que no hierva el agua de la caldera. El lugar donde cocina en invierno o los días ventosos es chico, apenas un recodo que se salvó de la maceta y el cortafierro cuando demolió una pared de la primera construcción para llevar el agua adentro tanto como sacar un caño de desagote campo afuera.
   El hombre sonríe con satisfacción, había progresado, eran otros los días cuando la letrina estaba a media cuadra de la casa. Ahora el baño está adosado a la pared, con un lluvero para el agua fría y un calentador a alcohol para los días invernales.
   Pero desde siempre, costumbres del campo, cuando calienta el sol prefiere cocinar afuera de la casa, bajo el poncho azul del cielo y el ramaje del parral; buscando estar al reparo del viento salobre matando al tiempo, aunque sepa que llegada la hora el tiempo acabará con él.

   En una de las tantas veces que el trabajo se hace perdiz, Servando fue a dar al seguro de paro. El primer día durmió. Al segundo y sin más emprendió viaje a la estancia con la intención de anoticiarse personalmente de don Cipriano, su padrino, y su hermano de quienes estaba escaso de novedades en los últimos tiempos. Tiempo inmensurable de los viajeros, él sin saberlo formaba parte de los que emigraban a la ciudad y ahora, sin saber porque le urgía realizar el camino inverso.

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