Don Cipriano 27 / Por Josè Luis Facello



  
En la cuchilla y pasada tres semanas de estadía con los suyos, Servando se interesó por comentarios de Primo José, concretamente, en la arrocera necesitaban un mecánico que se diera maña con el grupo electrógeno y las bombas centrífugas. El lugar quedaba para el lado del río Cebollatí y la idea empezó a darle vuelta en la cabeza.
   Mientras tanto, se reencontró con viejas rutinas camperas echando una mano a Primo José. Matizaron el esfuerzo con la prosiada, alargando hasta el atardecer la pitanza con tabaco del bravo para sumar, entrada la noche, al padrino en una rueda de caña que se perdía bajo el cielo nochero.
   Llegó el día en que Servando se despidió con un hasta pronto para después encaminar sus pasos por el fierazo camino de la  cuchilla de los Ladrones. El azar quiso que un tractor lo acercara hasta Isla Patrulla y al día siguiente el chofer de un camioncito se apiadara del caminante acercándolo a media legua de la  ciudad de Treinta y Tres. Al tercer día de haber salido de la estancia, se apersonó ante el encargado de la arrocera, un hombre de mediana edad, enjuto como el camino, de ojos celestes y por apellido, Vila.
   Los primeros días de trabajo fueron duros porque el encargado le encomendó alargar cañerías a campo abierto, darse maña y exhibir un esfuerzo de titanes, primero desfondando los tanques y luego soldarlos de cuatro en línea para posteriormente, llevarlos a la cañería y embridarlos, a veces con el agua a la cintura.
   A la noche, recostado en el camastro recuperaba fuerzas y algo de calor en los huesos entumecidos, mateaba con su compañero, el “tala” González. Un individuo puro nervio y siete oficios con tanto recursos e ingenio como sapiencia para indagar el alma humana. Por lo tanto, mentiroso para jugar al truco como despiadado cuentero llegada la ocasión.

   Usted sabe y no le miento, le había dicho González, ¿quién es el cristiano que hecha los bofes para la temporada de la esquila…? 
   Para comprender lo que digo hay que echarle un vistazo a la jornada de los esquiladores. A la madrugada, la gente reunida cerca del fogón o la cocina de campaña a sigún, toma mate o cocido con galleta y si cuadra, hasta manducan un rezago de capón asado. Mientras el encargado revisa las máquinas de esquilar, una o dos según sea el número de la comparsa. Y en cuanto embretan la majada empieza la función hasta la media mañana. Entonces, se para a tomar un resuello y un cocido, y antes que hinche el estómago y se estrangule con la faja,  entre los balidos de los lanares recomienza el trabajo. A las doce, los golpes sobre una pala de acero alemán tañen llamando a almorzar: guiso de capón gordo y poroto negro acompañado de fideos o arroz, los boniatos y la fariña son a discreción, después unos mates para asentar la ingesta y una pitanza para enaltecer las tradiciones y que alguno aprovecha, aunque más no sea, para dormitar al reparo de un árbol. Y de vuelta al galpón hasta las cuatro, que es la hora de tomar un cocido con galleta y para el glotón que nunca falta una fuente con boniatos asados en el rescoldo, y a continuación retomar la tarea que acreciente la montaña de lana, vellón enfardado que crece hasta la cumbrera y las tijeras que sisean sin descanso hasta las seis.
   Para entonces, los ojos del patrón brillan de modo extraño, que algunos atribuyen al placer de los avarientos.
   Y después… el “tala” rememora detalles que como un señuelo atraen el interés de los que escuchan, la ranchada se activa con el humo de otros hervidos y capón asándose en la cruz, la olla regurgita agua caliente sobre las brasas invitando a la mateada. Los peones pican naco y arman para fumar a placer bajo la bóveda barrida de estrellas y manchones blancuzcos. Se come con la paz y el cansancio del final de la jornada como la satisfacción de saber que en unos días podrían contar con la plata bien habida, mientras tanto se juega a la baraja y abona la conversación escasa, tanto que al fin de puro satisfechos o aburrimiento, a las ocho se va todo el mundo al catre.
   ¿Todos?, punzó como una daga en la voz del cuentero, todos menos el cocinero que encara la limpieza de los cacharros con la ayuda de un peoncito, mientras adelanta trabajo del día por venir. Bebe unos tragos de caña como para paliar la faena más esforzada, prolongada e ingrata de los esquiladores…
   ¿Por qué ingrata? interrogó impostando la voz como forma de atenuar una verdad develada, porque no falta el paisano que se queja de la ingesta a espalda del cocinero sin considerar el esfuerzo del otro.
   Así, a la madrugada siguiente, augura el “tala” con la precisión del baqueano, los peones cansados de dar vueltas en el catre sale bien emponchada a evacuar aguas y junto a los árboles cercanos los sorprende el resplandor del fogón y la figura hidalga del cocinero calentando agua para los primeros mates…

   La ciudad exudaba nerviosismo a medida que transcurrían las horas, un ir y venir de gente con la mirada perdida, ensimismada en compromisos futuros como en las horas perdidas, irrecuperables, adelantándose al amanecer el chófer de ómnibus o un botija vendedor de diarios, el policía reiterando la ronda como el peón de la panadería barriendo la cuadra. Cosas de no entender de las costumbres ciudadanas, porque tan solo bastaba observar caminar a la gente por 8 de Octubre en alocadas procesiones, como las hormigas en días tormentosos.
   Cavilaba mirando por la vidriera del bar, sintiéndose como un pescadito en la pecera expuesto a las miradas intrusas, cuando por delante suyo cruzó una elegante mujer que al entrar, vaciló por un instante para decidir sentarse junto a la mesa que él ocupaba. La mujer de mirada nítida observó a su alrededor buscando inútilmente al mozo y cuando cruzaron las miradas, sonrió con un gesto de los labios y acto seguido le pidió fuego.
   Fue el comienzo, caótico como todo en la ciudad, donde  las mínimas frases iniciales dejaban lugar a una conversación más o menos animada, con la dosis de cautela propia de dos desconocidos. Las palabras derivaron a los lugares comunes y así resultó que trabajaban por las inmediaciones, ella empleada administrativa en una casa de repuestos sobre la calle Galicia, él obrero en un taller sito en Guatemala y Rondeau.
   La conversación permitió recorrer pequeños lugares conocidos por todos, recordar eventos que eran públicos hasta reír imaginando el futuro imposible.
Sandy, que así se llamaba la mujer, confesó en un acto de orgullo no exento de debilidad que era madre de un botija de quince años recién cumplidos y separada de su hombre hacía más de tres. Eran dos, decía con melancolía, que a veces zozobraban entre las tensiones de una mujer de cuarenta y un muchacho a quién poco le importaba nada, menos el padre ausente al que remitía a los peores pesares de su adolescencia.
   Lo sobró con la mirada cuando él deslizó que era un hombre sin suerte con las mujeres, pero eso no fue causal de nada y la tibia relación se prolongó en la mesita de los bares tanto como alguna cita a la salida del trabajo para ir a algún cine del centro.
   Después de casi un año de escarceos amorosos se precipitaron, como queriendo recuperar el tiempo perdido, en ruinosos hoteles por hora que mostraban pulcritud en la fachada y la seguridad de no ser molestados por nadie.
   Servando encaró la reforma de la primera construcción, condición necesaria para armar un nido de tres, vestirla de algunas comodidades con la compra de un televisor, adosar una pieza nueva para Gerardo el hijo de Sandy y hacer una cocina bajo techo. En una palabra, lo mínimo y decente para empezar una nueva etapa en familia.

   La buena relación entablada con Sandy y su hijo duró un buen tiempo, el mismo tiempo que él trabajó en el taller, aunque eso fue pura coincidencia y no le agregó ni quitó nada al asunto. Un día como tantos recibieron a los padres de la mujer pero un halo enrarecido sobrevoló la reunión, ellos eran personas mayores y desgastadas por los rigores de la vida, como explicaron, como también explicaron porque dos nietos quedaron a su cargo.
   Servando no se inmutó con el relato de los viejos, porque el caso de ellos se veía cada vez más frecuentemente. Los padres de los niños habían tenido problemas de trabajo, ella estudió y trabajó en una peluquería durante bastante tiempo en un local adyacente a la fábrica de vidrios; él era empleado de una empresa constructora pero el paro de las obras en Punta del Este terminó con su flaco cuerpo en el seguro de paro.
   Buscaron inútilmente una oportunidad, una salida que no encontraban y que a la postre los llevó a emigrar a Canadá. Prometieron, como la mayoría de los emigrantes, trabajar duro, juntar el dinero y regresar a buscar a los gurises.
En tanto no regresaron los viejos perdieron fuerzas, enfermaron, una jubilación no alcanzaba ni con las escazas remesas que enviaban los padres de los niños y fue por eso, que rogaron a Sandy por una ayuda. 
   En la primera semana la paz hogareña se conmovió y él lo atribuyó a que era mucha gente para una casa tan chica. Podría asegurarse que las paredes hablaban, las puertas cuchicheaban y las luces siempre estaban encendidas.
   Me sentí ajeno al asunto, además de ser un problemón de difícil resolución.   
   Servando llegó a la conclusión de que en algunas cuestiones la sola voluntad no alcanza. Se lo dijo en un aparte a Sandy. También le dijo que se quedaran en la casa hasta que se arreglasen las cosas… eso le dijo a su mujer y también que la abandonaba. Fumaba menos pero a menudo se sentía ahogado y sin fuerzas. Ella lo entendió,  agradeció el amparo y le dijo que regresara cuando quisiera.
   Esa vez, Servando caminó hasta el portoncito con el olor del salitre carcomiéndole el pecho y el silbido del viento hamacando la copa de los árboles.

   El invierno hizo sentir su crudeza extendiendo un poncho blanco por el barrio y la quinta de los portugueses. Las ventoleras del sur y las garúas del verano como un voraz esmeril se comen los revoques y el galvanizado del alambrado. Los días de junio parecen detenidos en su propia oscuridad neblinosa.
   Tenía visita.
   Primo José le alcanzó la botella de caña que había traído expresamente para él después de una escapada por negocios a Hulha Negra, desde que los estancieros y frigoríficos brasileros estaban interesados en poner plata en “la cisplatina”.
   El hermano mayor preguntó a Servando, al querido “fierrito”, que le estaba pasando al verlo así, postrado en la cama.
   Qué le iba a contar, respondió Servando mientras le alcanzaba el vaso, que cada dos por tres un frío en la riñonada lo tumbaba en la cama y ahí se quedaba hasta que el calor de las frazadas le restablecía el ánimo.
   El hermano mayor lo observó en silencio mientras armaba un cigarrillo como en los viejos tiempos. Ambos pensaron del otro que se lo veía más viejo, el pelo cano, y una cicatriz disimulada con el pañuelo que acompañaba a Primo José desde muy joven.
   Una vez más se lo contó como desafiando al silencio.
   Cuando él intuyó el inminente peligro, ladeó el cuerpo sin poder evitar el chicotazo de una rama de tala y que como la crecida del río tenía a todos los vecinos en alerta. El caballo no se asustó y no lo volteó por poco que sino… morían ahogados, pero Dios no lo quiso así y gracias al gateado Primo José llegó de vuelta a la casas.
   Después, fumaron recordando los tiempos de holganza que pasaron juntos troteando por el lomo de las cuchillas, o revivir las salidas de pesca, cuando pasaban a monte hasta diez días con sus noches, a orillas del río Negro sin importar el castigo del sol o la lluvia.  
   Sino, recordaban con cierta algarabía, encerrados a galpón en los días de lluvia para aprender de trenzados junto al viejo Liberato y escuchar la memoria anónima de quienes afirmaban haber visto llover pescados.
   Primo José aprovechó una pausa y sirvió hasta el borde el vaso de caña y encaró a su hermano menor diciéndole por qué no volvía a la estancia a recuperar la salud o hasta cuando a él le pareciera… Su padrino que está por cumplir cien años, vería con buenos ojos la visita de uno de sus hijos.
   No pasó mucho tiempo para encarar un puchero con una gallina colorada que era un primor, y otro tiempo hasta el almuerzo que aprovecharon para tomar caña, pitar y prosiar; o callados escuchando a don Serafín Jota García  recitando tantas verdades a los cuatro vientos…

   Servando aprovechó dos cosas, uno el dolor que no le daba tregua desde hacía varios días hasta convertirse en un silbido alojado en medio del pecho y dos, el horizonte anunciaba un día despejado así que no lo pensó dos veces y encaminó sus pasos al Hospital de Clínicas.
   La atención al público  por consultorios estaba transitoriamente suspendida, le dijo un hombre calvo y obeso, le indicaron ir por la Guardia porque con un poco de suerte podrían atenderlo. Pero llegado el momento, le dijeron amablemente que lo suyo no era una urgencia así que le dieron una receta con medicina para calmar el dolor hasta tanto consultase al especialista. Sepa comprender, le advirtieron, que no es un asunto nuestro más bien de la política… desde hace una semana estamos en emergencia hospitalaria por la guerra. El médico residente no le dio tiempo a preguntar viéndole la cara de no entender. La guerra de Malvinas, señor.
   Servando lo miró sin entender.
   Es por razones humanitarias, certificó el otro.
   Servando lo miró y se fue, pero sin comprender las razones del otro.

   Para estar en junio no debería haber florecido el aromo de los vecinos, pero está visto que está cambiando todo. Tomó las pastillas azules y se felicitó por salir afuera de la casa aunque más no fuera a conversar con las gallinas. La vecina regresó de las compras chapoteando barro, con la bicicleta de tiro; al pasar lo saluda y promete llevarle caldo y arroz con leche. Los de la radio pasaron temas de Los Olimareños y del inolvidable Antonio Tormo.
   ¡Qué cantores! dijo consciente de su soledad y al sesgo cruzó el recuerdo de Sandy y su hijo.
   El cielo mudó del azulado al griseo y el noreste es una línea blanquesina que se mueve amenazante, una leve brisa irrumpe rozando la copa del molle y desprende gotas como cuentas de vidrio.
   Servando volvió a recostarse, la angustia que ocupa su pecho le quita las ganas de todo, hasta de ojear las revistas.
   La ventana es un cuadrado opacado por la neblina y en la quietud de la casa solo se escucha el ladrido del perro, por la puerta entreabierta se cuela una nube densa y fría que lo hace alucinar con su hermano, el Segundo José,  pero no alcanza a manotear el revólver que tiene en la mesita cuando advierte un borbotón de sangre que lo ahoga y ver… entonces recién ver refucilar aquellos ojos rojos. 

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