Don Cipriano/28 /Por José Luis Facello


Domingo

   El anciano pita del armado mientras camina despaciosamente, temeroso a los juegos que el destino podría depararle y si no fuera por la presencia propia de fantasmas que su padre y la india encarnan, creería que estaban todos muertos.
   El poncho “apala” endoblado le cubre la espalda endurecida de tanto trabajo campero, en la intimidad él se jactaba del desprecio que le producía la camada de criollos que arriendan los campos al primer extranjero adinerado que se presente para invertir en soja o forestación. Otra pitada y observa el humo expulsado por la boca que es fugazmente absorbido por la ventolera, dándole al horizonte un carácter sobrenatural que lo acompaña y muchas veces hasta lo intimida desde que era un gurí. No lo dice, pero lo preocupan los achaques que han anquilosado a Cipriano, su padre y patrón de “Cuatro Ombúes”.
   Desanda sus pasos y alimenta con unas leñas el fuego crepitante al pie del viejo coronilla. La huesuda mano de su padre le brinda el porongo, pero las falanges cubiertas de un flácido y manchado pellejo quedan suspendidas y asidas a la nada, esas mismas manos que empuñaron las armas para dar apoyo a don José Batlle en los Cerrillos, o posteriormente, en las revueltas cuarteleras del año treinta y tres o contra los opositores a Vargas frontera afuera. Esas mismas manos inquietas que degollaron su primer cordero con la habilidad innata de un gurí ante la mirada aprobatoria del padre y del mentado maestro míster Thomas. Las manos torpes y tiernas que acompañaron el enamoramiento por la juvenil Azucena. Manos varoniles que sellaron con un apretón el compromiso de palabra, aunque la libertad y la vida le fuese en ello. Esas manos del anciano, ahora aprisionadas por los dolores de la artrosis y temblorosas de pura flaquezas.
   Sorbió el brebaje caliente que lo reconfortó como si lo acechase una pena y recordó la vez que con un estruendo de forja un rayo arrasó con la copa del árbol, vaporizando el ramaje como una secreta revelación a los ojos rasgados de Aparecida. Resplandores del infierno que desafiaron a las lluvias y el granizo como jamás nadie recuerde en la cuchilla.
   Aquellos días diluviales encaminaron a las majadas y las reses a agruparse en los altos barrosos, que semejantes al espinazo de las bestias anfibias de los bañados hospedaban a los pájaros y aves de largas patas.
   Fueron aquellas veces, que en el galpón de las guascas, saturado de humo y hollín como de los mugidos de la hacienda que atravesando la neblina se refugiaban en la cumbrera, el viejo Liberato contó de su primera y única vez que vio llover pescado. Lo juró por la Virgen de las piedras.
   Dichos que en las postrimerías de su existencia dio fundamento del porqué de la existencia de cardúmenes de mojarras en los manantiales y ojos de agua que coronaban los cerros más altos, abriendo como un tajo insano discusiones primero y cartas anónimas después, desafíos al clarear y bravuconadas al anochecer entre los vecinos. Asunto al que no escapaban peones ni principales del pueblo, empleados de la OSE como la catequista, para ofuscación de los biólogos lugareños y el desconsuelo del obispo de Melo.
   _ Qué está rumiando m’ijo.
   Primo José pasó el mate al cebador y reacomodó sus pensamientos sobre el asunto que realmente le preocupaba: las aseveraciones del turco Mahalalei, hijo de Abenquefit.
   La cuestión estaría para el lado de la vieja mina abandonada y el conocimiento de tal asunto lo confesó un changador bayano de aspecto cadavérico, que harto de pasar hambre y soportar maltrato, eligió una noche negra como betún para escaparse de la estancia del brasilero.
   _ Nada de sustancia Cipriano… son rumores nomás.
   El viejo estanciero hizo un esfuerzo supremo y cebó un mate temiendo perder el equilibrio de la caldera y derramar el agua caliente o peor, sufrir una quemadura de las que fastidian por largo tiempo y que para mitigarlo, las compresas de palán-palán no siempre traen beneficio como dice la embrujada india. Él sabía y no precisaba girar la cabeza que tanto esfuerzo le demandaba, para saber positivamente que entre las sombras del alero estaba la vieja espiando… ¡Tramando alguna traición propia a la naturaleza de su raza!
   _ Hum… rumores dice.
   La enteca mano cedió el mate y se recogió al amparo de su igual entrelazada bajo el poncho, apenas latentes como se empecinaba su maltrecho corazón.
   Los hijos se habían criado bajo un cielo de rumores y cuyos alcances se perdían en los confines de cada generación, aglutinando como las piedras, más que experiencia, líquenes y nidos de pájaros o lo que es decir, la memoria y el olvido de los hombres de la cuchilla.
   Cuando los trillos eran penosamente surcados por las carretas cargando a hombres y mujeres que llevaban sueños y el ansía de encontrar un lugar, el paraíso perdido, donde levantar un rancho preñado de esperanza en tanto urgidos porque sabían que el invierno amenazaría a sus gurises y los animalitos y las semillas que no podían esperar.
   El desierto era inconmensurable de las Misiones al mar, y así como las primeras estancias eran a su vez inmensurables, limitando vagamente por un río bravío, un horizonte de palmeras butiá o el mojón de un fortín incendiado, también se agrandaban con una boda entre principales, o con el crimen de un propietario empecinado en no vender. Y a los sueños, a los sueños reprimidos, al olvido de los sueños se propaló como una peste, el rumor de que los campamentos de carretas inventaban nuevos sitios y que las ruedas echaban  raíces, que alguien vio a una mujer dar a luz entre cojinillos mientras otro mozo cantó al amor esquivo. Relatan los payadores que al convite de una cuadrera entre afamados parejeros y una crecida machaza venida del Brasil, de entre las carretas nació un fuego y un caserío asentado a orillas del río Olimar.
   Eran otros tiempos, cuando chinas agraciadas en el arte del amor a poco de acampar desplegaban cueros y sábanas a modo de toldos, improvisando en torno a las carretas un fogón para orientar como un faro a los noctámbulos, y así los paisanos entre caña y conversación de los pocos versados, aguardaban el turno al más noble y antiguo oficio. Y donde las amadoras se establecían como los gitanos por dos o tres semanas, a su partida quedaban asentados los puestos de frituras y pan con chicharrones, el carro con ferretería y quincallas y por ahí nomás, una cabalgadura con las alforjas cargada para la venta de camisas de paño, ponchos vichará y vestidos de percal. Y para regalar, se conseguía por unos pesos más un pañuelo de seda, una camisa de lino o un poncho inglés usado. Ni decir que cada carreta de las amadoras que se afincaba era un quilombo establecido sigilosamente para rabieta del cura párroco del pueblo más cercano.
   _ Me ha comentado el turco Mahalalei de un desgraciado que se fugó de la “Estancia La Mina”…
   Le pasó el mate a su padre y arrimó unas leñas al fogaje con el ritual de preservar las experiencias fundantes en la era de los humanos.
   En penumbras, los tres ancianos observaban negrecer el cielo aguardando la hora señalada para fijar las miradas en un retazo de cielo demarcado tres cuartas sobre el horizonte, entre la torre de la campana y el otero del Este.
   El anciano mayor agregó agua a la caldera que reservaba en una cantimplora del ejército, regalo de su hijo policía, el Terciario Plácido en una de las misiones al cuartel de Santa Clara. Fue en una noche de luna anaranjada que bien recuerda, cuando Terciario se apersonó en la estancia después de años de ausencia. Alejados de todos, con su gente churrasquearon debajo de un ombú, allí limpiaron las armas de puño y tomaron whisky en jarro hasta mucho antes de clarear cuando remontaron el camino en dos camionetas Ford.
   El dedo índice tocó la inmensidad señalando la aparición del primer brillo, ínfimo y apenas perceptible moviéndose concéntrico al otero; los perros alzaron las orejas y también divisaron como a las liebres atravesando campo abierto, otro brillo que surcó el cielo con una retenida invisible que del campanario en exacta curvatura se precipitó al naciente, y  cuando aún estaban todos, hombres y bestias, sobrecogidos por el inquietante fenómeno nocturno, dos nuevos brillos a diestra y siniestra cruzaron en perfecta escuadra provocando como la primera vez el asombro generalizado al presumir una colisión astral, justo a tres cuartas de entremedio la torre y el cerro… a plomo con el rancho de don Germán.
   La imponente negritud auguraba nuevos enigmas cuando los brillos en su derrotero tocaban la hora de guardarse en las casas. Pero la paciente observación del mapa estelar confundía a los ancianos cuando dudaban de haber visto la estela de una estrella fugaz, o el anillo neblinoso de la luna, o el sol mustio de algunos atardeceres. Y por supuesto los eclipses, aunque desde un tiempo a esta parte fueron sorprendidos por finísimas rayas lumínicas que desaparecían en lo que se tarda en pestañear, y no hacían otra cosa que despertar nuevas especulaciones en aquellos añosos y críticos espectadores del firmamento.
   _ Las luces malas… dijo la mujer por todo conjuro al fenómeno descono-cido, perturbador.
   Conocedores del comportamiento mortífero de una centella o el rumoroso murmurar de las nubes previo a los temporales, conocedores de las fosforescencias allende al cerro chato que sabían evitar los animales cerriles como las gentes huir al sonido de los cantos salamanqueros que se filtran por la boca de la mina abandonada, los últimos moradores de “Cuatro Ombúes” quedaban desconcertados ante la aparición fugaz de las rayas de luz.
   Ellos, que eran dueños de un entrenado y fino oído percibían a tiempo el cascabeleo de las serpientes o el balido de las ovejas ciegas despeñadas en las canteras abandonadas, ellos eran capaces de interpretar el aviso según el ladrido de los perros y por el chirriar de los horcones calcular la fuerza de los furiosos vendavales. Como se deleitaban al paso del caballo con el trino imitador de las calandrias o inquietan con el chistido insidioso de las lechuzas.
Cosas de mujeres solas, dirán los puebleros sobreentendidos.
   Pero tamaño acopio de saber no impedía que fueran sobresaltados durante el sueño, porque de otra naturaleza era la resonancia de los planeos nocturnos de las avionetas buscando las pistas invisibles aledañas al río Negro, que era otra forma de alimentar nuevos misterios… y no pocos comentarios sobre, lo que se sospechaba, eran cargas malignas provenientes del Paraguay.
   Atribuido por algunos paisanos al viento brasilero o a la luna nueva por otros, el asunto era que la cuchilla parecía desplegar enrevesadas artes cuando los caminos de la campaña no conducían a ninguna parte, o los trillos de las vacas se cerraban en desconcertantes espirales que hacía extraviar a la hacienda hasta morir de sed. Algunos pájaros cantaban hasta que el sol del desierto los secaba aferrados a los alambrados y entonces eran pasto de las hormigas y las avispas carnívoras en un ciclo muy humano…
   _ Le cuento Cipriano que en el almacén del turco, alguien llegado de Melo dijo saber de qué se trata.
   El hijo tardó unos minutos en el silencioso armado de tres cigarrillos.
   _ Dice saber… ¿del fugado de la mina? o de las señales celestiales…
   La brisa sopló avivando el fogón y por un instante resultó una caricia para el rostro curtido de los ancianos.
   _ Le cuento por el final.
   Primo José empezó dando un rodeo, mientras invocaba el espíritu del maestro Josip, para prosiarle con el debido respeto a su anciano padre, medio ido y atormentado por las dolencias que lo aquejaban y la confusión propia de la centenaria edad. Extraviado en la memoria y en el mero existir creía ver constelaciones sobre los pastos en que se posaba el rocío, cuando no escuchar coros luciferinos en el galpón de las guascas, lugar ruinoso y tapiado desde el funesto día de la muerte de su esposa.
   Sorbió despaciosamente, rumiando cada palabra que pudiera abarcar la distancia inmedible que media entre un humilde poroto del país a un puñado de arvejas apretujadas en una lata. Le razonó a su padre de como una arcaica batería de plomo pervivía impávida a las nuevas tecnologías, aún en los automóviles japoneses más exóticos, pero cómo decir que la electrónica es asunto bien diferente plasmada en miniaturas de materiales raros y del tamaño de un vulgar piojo de las gallinas. Pero allí y eso es lo misterioso, almacenan parvas de información que a una señal emitida a los satélites, ¿me sigue Cipriano?, la señal rebota a cualquier punto de la cuchilla o cualquier lugar imaginable o no…
   Los blanquísimos párpados de su padre se cerraron dentro de las cuencas violáceas haciendo el esfuerzo por imaginar el futuro que se desencadenaba a dos varas de su cabeza, la maldita cabeza que por momentos lo abandonaba. Y por allí, alcanzó a escuchar en voz de su hijo, afirmar que pasaba la cosa del segundo asunto.
   _ Otro parroquiano, dijo Primo José, gustaba de la caipiriña y juraba que el camión que manejaba, un teléfono portátil de veinte mugrosos dólares o el chip adosado a la oreja derecha de un vacuno, tenían en común algo que ver con esas lunas automáticas de las que muchos hablaban por hablar… También había dicho que giraban en órbitas enloquecidas un puñado de satélites de comunicación para nutrir un montón de cosas de aquí abajo y bueno, de ahí viene el origen de las chispas de luz…
   Cuando el sol pega, había escuchado decir al bebedor de caipiriña, en los paneles bañados de plata fina, por un microsegundo tajea la negrura del espacio… apenas para que los pobres humanos adviertan, sin son capaces, un destello.
   Don Cipriano levantó un párpado y adelantó el agarrotado brazo.
   _ Atráigame el mate m’hijo, ordenó con bucólico fastidio.
   Primo José, el que después de sus primeros fracasos amorosos supo cultivar un pensar propio, se le ocurrió imaginar la Tierra como una pelota azul achatada en los polos, capaz de albergar millones de seres de diversa naturaleza y reino, a la que la internet envolvía como una sutil tela de araña donde se hacían los negocios globales o ideaban las guerras no tan sutiles.
   Concluyó en que las misteriosas rayas blancas eran las señales y códigos secretos de los bancos… los mastines hambrientos que caerían una vez más sobre los desprevenidos productores de la campaña.
   _ De la creación y progreso humano, muchos paisanos no somos más que unas molestas moscas… rezongó emborrascando el rostro.

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