Por qué importa la filosofía /MANUEL CRUZ | MERCURIO 177 · TEMAS – ENERO 2016




Los pensadores se sirven de la palabra y de la razón, herramientas constitutivas del ser humano, para ir más allá de los planteamientos que consideramos consabidos
A mi entender, lo que caracteriza a quien se dedica a la filosofía es su permanente preocupación por varios órdenes (o niveles) de problemas. En primer lugar, los problemas relacionados con la propia tradición. Son los profesionales del saber filosófico quienes mayoritariamente —por no decir exclusivamente— leen a Aristóteles, Descartes, Kant, Heidegger o Wittgenstein, y asumen como propias y urgentes las dificultades teóricas planteadas por ellos. Este primer rasgo no permitiría establecer una clara diferencia con quienes se dedican a otras especialidades del conocimiento. También los libros de física nuclear son leídos exclusivamente por los físicos nucleares, los de microbiología por los microbiólogos, los de paleontología por los paleontólogos, los de botánica por los botánicos y así sucesivamente. (Aunque no es el caso que solo los escritores o los profesores de literatura lean a Balzac, Proust, Joyce o García Márquez).
Para avanzar en el capítulo de las diferencias habría que hacer mención a un segundo rasgo, este sí ya mucho más específico del discurso filosófico. Quienes se dedican a esto se reconocen también porque siempre andan preguntándose por el sentido de su propia actividad. De pocos saberes o discursos podríamos predicar esta permanente interrogación. Por no cambiar de ejemplo: los físicos nucleares no están todo el día dando la tabarra con la pregunta “¿qué es la física nuclear?”, los microbiólogos no formulan el interrogante “¿qué es la microbiología?”, como tampoco lo hacen los paleontólogos o los botánicos.
Pero no creo que estos dos rasgos agoten la especificidad de la actividad filosófica propiamente dicha. ¿Por qué esta escrupulosa puntualización (el “propiamente dicha”)? Porque yo creo que lo enunciado hasta aquí vale para caracterizar al historiador de la filosofía, al profesor de la disciplina y tal vez incluso también al crítico de libros de esta materia, pero no al filósofo en cuanto tal. Este, compartiendo los dos rasgos anteriores (de no hacerlo, probablemente nos encontraríamos ante un mero charlatán, un especialista en la inane pirotecnia de las ideas), incorpora un tercero, a saber, la preocupación por determinados aspectos de lo real, de lo que ocurre. La cuestión que ineludiblemente plantea este tercer rasgo es la de a qué particular tratamiento somete el filósofo a esa realidad o esa experiencia que le preocupa.
No resulta fácil entrar en este capítulo sin hacer una referencia a los clásicos. En concreto, a la anécdota, referida por Platón, en la que Tales de Mileto, absorto en la contemplación del cielo estrellado en sus paseos nocturnos, cayó un día en un pozo, provocando con ello las risas de su joven criada tracia, que le acompañaba. La anécdota ha dado pie a una abundantísima literatura, por lo general orientada a la reivindicación de la teoría y a señalar en qué forma el aparente despiste del filósofo encierra de hecho un interés por una realidad más importante, más auténtica, más profunda en fin. A menudo dicha reivindicación ha venido acompañada, a modo casi de corolario, de la crítica a tanto presunto realismo, a tanto supuesto tocar con los pies en el suelo, que acostumbra a ser incapaz de ver más allá de las propias narices, confundiendo la proximidad a la realidad más inmediata con el conocimiento de la misma.
El filósofo se aplica a intentar registrar el auténtico calado de la experiencia, a procurar percibir toda la densidad que esta nos ofrece y que acostumbra a pasar inadvertida por casi todo el mundo Siendo esta una vía argumentativa ciertamente relevante y válida, optaré en lo que sigue por otra, no demasiado alejada de la anterior, pero entiendo que diferente. Frente a la tendencia de tanto clásico a diferenciar entre realidades o niveles de realidad, se trataría de plantear si tiene sentido la sospecha de que el filósofo, enfrentado a la misma realidad a la que se enfrenta el común de los mortales, es capaz de someterla a un tratamiento tal que consiga extraer de ella significados y registros que al resto se le escapan. Con otras palabras, la hipótesis por plausibilizar sería la de que aquello a lo que el filósofo se aplica es a intentar registrar el auténtico calado de la experiencia, a procurar percibir toda la densidad que esta nos ofrece y que acostumbra a pasar inadvertida por casi todo el mundo.
Los instrumentos de los que se sirve el filósofo para hacer visible toda (o gran parte de) la riqueza de lo real son sobradamente conocidos. Y no solo en el sentido de que se sepa perfectamente cuáles son, sino también en el de que son instrumentos que cualquiera puede usar. Digámoslo ya: el filósofo se sirve de la palabra y de la razón. La universalidad de tales herramientas —el hecho de que todos los seres humanos las poseen, precisamente porque son constitutivas del ser humano— plantea, sin duda, una cuestión. La de dilucidar por qué, entonces, de entre todos los seres humanos solo los filósofos ponen dichos instrumentos al servicio de la causa de percibir lo que he llamado la densidad de lo real.
De entre las múltiples respuestas que se podrían ofrecer a la cuestión, tal vez valga la pena subrayar dos. La primera propondría la actitud, la disposición, como el detonante o la diferencia específica que hace que el filósofo se interrogue por lo real allá donde otros pasan de largo. Para que esto último no se malinterprete —como si pretendiera dar a entender que el filósofo está hecho de una determinada pasta que le conferiría una superioridad ontológica sobre quienes no hacen problema de su desinterés—, valdría la pena recordar aquí a Heidegger (aunque otros muchos podrían venir en nuestra ayuda): lo que caracteriza a un determinado tipo de existencia, lo que él llama existencia inauténtica, no es tanto que sea feliz en la ignorancia o que acepte el desconocimiento con toda tranquilidad, como que hace suyas sin cuestionárselas las respuestas que están disponibles en el mundo, al alcance de todos.
¿Cómo identificar esta otra actitud? ¿Cómo estar seguros de que nuestro interlocutor vive una existencia inauténtica? Muy sencillo: vive así quien, a cualquier cosa que sea la que se le plantee, al mayor interrogante o la más dramática cuestión con que se pueda enfrentar, responde siempre, inexorablemente, con un ya se sabe…, y a continuación alguno de los tópicos generalizados al respecto. Con otras palabras, lo que en este tipo de personas se echa en falta es precisamente aquello que, al menos en principio, debiera constituir al filósofo: la actitud, la disposición. La actitud y la disposición a dejarse asombrar, a ser interpelado por el mundo y por la propia vida. Sin esa dimensión personal —que también puede manifestarse en forma de avidez intelectual, de curiosidad impenitente— la filosofía no tiene espacio en donde surgir, en donde brotar y en donde, finalmente, ser. Porque, qué duda cabe, el ser de la filosofía es un ser de palabras, de palabras dichas por algún ser humano.
Esta primera respuesta nos lleva a la segunda. Lo que distingue la forma en que el filósofo aborda la experiencia y la forma en que lo hacen otros tiene que ver con el lenguaje. Derramemos ya sobre nuestro discurso (a modo de salsa sobre el plato, ya casi ultimado) aquel argumento que al principio dejamos reservado para más adelante. Es todo el lenguaje del filósofo, toda su manera de ver el mundo, además de su particular terminología, lo que empapa la experiencia con la que se mide. No existen, desde luego, realidades exclusivamente filosóficas, por la misma razón por la que, en sentido propio, no debería haber temas exclusivamente filosóficos. Todos hablamos de lo mismo, en el sentido de que todos nos referimos a lo mismo. Todos hablamos de lo mismo, pero, claro está, no de la misma manera, subrayando los mismos aspectos, destacando idénticas dimensiones. Por eso al filósofo no deberían inquietarle en lo más mínimo las ocasionales coincidencias temáticas con narradores, poetas o artistas en general. Más bien al contrario, incluso se podría aventurar la hipótesis de que tales coincidencias merecen ser valoradas como un indicador positivo de la calidad de la experiencia. Cuando sobre determinado aspecto, pongamos por caso, de la vida humana, reparan tantos, con tan diferentes lenguajes y perspectivas, señal inequívoca de que estamos ante una experiencia relevante. Tal podría ser el principio general para dilucidar acerca del valor de los asuntos en que se ocupa el filósofo.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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