Don Cipriano/30 / Por José Luis Facello



  
Primo José había dormido pero mal descansado, el espíritu de la cuchilla se manifestaba con trinos de pájaros y la vida reverdeciendo monte adentro, cerno donde unos pocos hombres sabios se atrevían a incursionar sin prejuicios ni atávicos temores. Un casal de sabiás alborotó las casas en un contrapunto mañanero que no hizo sino despertar a los gallos y para entonces, los perros ladrar a todas voces disonantes.
   Cuando el hombre encendió el primer cigarrillo al resguardo  del alero el cielo clareaba con tonos esperanzados, y antes de la primer pitada Aparecida saludaba con el rostro radiante y bien dispuesta a cebar mate. El hijo del patrón no vio al peón y tampoco al rosillo en el corral de los nocheros.
   La mujer leyendo los pensamientos del niño lo anotició que el otro había ido al almacén por yerba y sal.
   Las primeras horas pasaron densas acorde a la sinfonía que como antiguos órganos evocaban las voces del viento. Las majadas, de vellón blanco contabilizado en rico patrimonio, deambulaban dando al rebaño el aspecto de una mancha movediza derramándose hasta la sombra verdosa del otero. La vieja tranquera abría el paso comunicando el casco de la estancia con la ruta inaugurada de negro bitumen, restaurando la bucólica soledad de la campaña ante el cruce indiferente de los camiones graneleros.
   Waldemar, a poco de casarse con Margarita había construido la casa cerca del apeadero del ferrocarril y a no más media legua de la ruta, con la nueva entrada al campo plantaron la idea de un proyecto innovador y a espalda de la ancestral casa. Pero a la medianía de la edad, el hombre trampeado en un juego que creía dominar cedió, a instancia de su mujer, el campo en arrendamiento como posteriormente aceptar a regañadientes la mudanza a Melo, la capital departamental. La hija adolescente continuaría los estudios alimentando sueños que mereciesen ser soñados, lo que implicaba sin ella saberlo, romper con certezas y costumbres ancestrales. La niña adoraba a John Lennon, la madre adoraba a la niña, mientras el padre con el nuevo status rentista echaría prominente barriga acicalando el espíritu conservador de los suyos.
   Don Cipriano eufórico por la heroica gesta de Maracaná acordó arrendar el cuartel de su hermano, manteniendo la tranquera abierta y partiendo del pragmático principio, de que el capital giraría entre la familia y con el seminal sentido patriótico de que la tierra ni se vende ni se divide…
   Y recordaba como si fuese imperioso recitar la estrofa del Martín Fierro:

   “Si hemos de salvar o no
   de eso naides responde.
   Derecho ande el sol se esconde
   tierra adentro hay que tirar;
   algún día hemos de llegar…
   después sabremos a dónde.”
  
   No pudo en cambio el estanciero, retener bajo su administración los campos del Justo y de la Casira, porque optaron y no los juzgó por ello, ceder a las jugosas ofertas de una sociedad anónima dueña de una cadena de shoppings en la costa marítima. A poco de establecerse en la cuchilla y una vez pasada la temporada de lluvia, abrieron nuevos caminos de acceso a los establecimientos, acrecentando si cabía, la perdida unidad que el antiguo trazado de los cuarteles implicaba.

   A media tarde los cuervos planeaban en círculos cuando a una, los perros escudriñando el paraje encresparon el pelo con las orejas paradas.
   Don Cipriano, a puro reflejo echó su diestra lerda a la cintura buscando el revólver que no tenía desde la vez que se le escapó un tiro y despuntó la bota salvando los dedos por milagro. De entonces, el arma quedaba a resguardo bajo la almohada.
   Un ronroneo incipiente, mezcla de gato faldero y avioneta fumigadora se hace escuchar detrás de los cerros, cuando Primo José con el ceño fruncido del calculador inició el armado de tres cigarrillos mientras la mujer se retiraba encaminándose a la cocina donde guardaba la escopeta doble caño.
   Por un instante, los ancianos temiendo el advenimiento de algún mal como las langostas, recorrieron el horizonte con sus gastadas miradas, cuando una bandada de teros se elevó en caótico vuelo dando voces de alerta mientras los perros en decidida vanguardia dispersaron en todas direcciones a la majada que daba paso al jinete en motocicleta. Por entonces, los dos hombres ignoraban el sonido característico de una Kawasaky, Vulca 500 cc, que se aproximaba zigzagueante entre la jauría embravecida.
   _ ¡Hum! ¿Me puede decir que está ocurriendo? dijo el padre.
   La curiosidad fue en aumento y las previsiones inútiles cuando el individuo de pantalón vaquero, zapatones  y campera de cuero vacuno se quitó el casco, un resabio quizá de las armaduras medievales. El joven, porque se trataba de un hombre joven de pelo largo y ensortijado, saludó con formalidad desusada.
   _ Buenos días señores, dijo. Disculpen el alboroto, salí a campo abierto hace un rato largo… y la verdad, estaba desorientado. Como todo en mi vida, dijo innecesariamente.
   Me presento, me llamo Segundo Epifanio José…
   Si pensaba dar un golpe de efecto, muy de los puebleros, lo había logrado porque los ancianos no salían del desconcierto.
   Lo que pasó en el espíritu de los tres, durante una conversación que se prolongó hasta el crepúsculo nadie lo sabe, ni siquiera Aparecida que con el humo de su cigarro envolvió en una nube protectora, pensamiento y palabras de los hombres murmurantes bajo el alero.
   Segundo Epifanio José no habló en demasía de su persona pero sí no ahorró palabras para relatar lo que sabía por boca de sus padres.
   Cuando transcurrido el tiempo, Segundo Epifanio José fue descubriendo la existencia de finos hilos que retenían cosas nebulosas desde la infancia, fue que se aventuró a querer averiguar y conocer a sus ancestros de la cuchilla.
  
Según su padre, Epifanio José por palabras de su madre, fue que Segundo José antes de partir a la frontera se había juramentado al oído de su abuela, María Martina, que aquel sería el último cargamento. Pero sabemos, una rara pasada del destino quiso que así fuese. Rara porque su abuela supo en el transcurrir de pocos días que lejos del soñado casamiento ya era viuda y futura madre. Estaba embarazada y sola porque tanto como hoy, la censura social es tan cruel como hipócrita con las madres solteras. Y eso la llevó a huir y buscar refugio en Montevideo, creía que allá le darían un respiro y la oportunidad de encontrar una respuesta que no fuera una tajante negativa.
    El joven cayó en un silencio que los ancianos no se atrevieron a interrumpir, menos cuando encendió su pipa jamaiquina, recuerdo de estudiante en la escuela agraria, acotó ante la mirada intrigada de los ancianos.
   La joven peregrina fue tocada por una estrella como para dar con una familia, en principio generosa, que le ofreció empleo en la casa.
   Tres empleadas asumían las tareas del chalet, una mucama, una cocinera y una enfermera, ésta última atendía al anciano postrado hasta su hora final.
(Ella lo cuidaba con esmero, como su sillón los gerentes de una empresa internacional, sabía que no encontraría otro empleo y paga como aquella).
   En esa casa la abuela María Martina ofició de cocinera, favorecida por el berretín de la patrona que gustaba té con leche y tostadas a la mañana y tarde, hervidos magros por almuerzo y frutas de estación o natilla al anochecer. Así, entre el sonar de las cacerolas y el chorro de agua de la canilla, el vientre se combó semana tras semana hasta anunciar el tiempo del nacimiento. El niño, Epifanio José, nació un domingo en el Sanatorio de Obreras y Empleadas, en 18 de Julio y Beisso.
   El humo de la pipa invadió la melena rizada del muchacho imprimiéndole el cariz ambiguo propio de esos vagamundos, de aspecto mitad santo mitad pichicome, que suelen deambular mansamente por las calles olvidadas de los barrios.
  _ Pero… de modo involuntario el joven abrió un compás de espera, llevando inquietud a los ancianos que se habían recogido con el mutismo previo a las historias donde el amor y la tragedia disputan el corazón de los humanos.
   _ Los patrones adujeron en voz baja que debían afrontar una situación imprevista, impensable para una familia de bien, y como ellas comprenderían dijeron a sus empleadas, algunas cosas cambiarían por el bien de todas. Así, decidieron que la enfermera se hiciese cargo de hacer las compras diarias, exceptuando lo que traían los repartidores, la leche y el hielo por caso, y la mucama aprovechase mejor el tiempo oficiando de cocinera. Con la abuela, decía mi padre, fueron muy francos, como no tenían empleo para ella le pidieron comprensión y paciencia porque, dijeron, cuando las cosas mejoren la tendremos en cuenta, si Dios quiere. No lo dijeron, pero en los cálculos del ajuste contaban el ahorro de un sueldo y los dos platos de comida al día.
   Posteriormente, la abuela por entonces una joven madre, deambuló de un trabajito en otro, de una pieza alquilada a otro lugar cuando se atrasaba en el pago más de dos meses. Cuando por fin alguien la recomendó, pudo ingresar en la SADIL y allí ganó en buena ley un puesto de trabajo, el pago quincenal con recibo de sueldo. También como tantos otros, padeció no el polvillo que sobrevolaba en el galpón de la esquila como la nube enfermiza que generan las máquinas industriales.
   Una compañera de hilandería le ofreció un lugar para ella y su hijito en la casilla que compartía con su hermano, asentada sobre una margen de la Cañada de las Canteras. Los tres trabajaban en la textil, los tres compartían techo y comida. Al calor y frío de la barriada pobre soñaron con un mundo mejor.
  Aquellos tiempos fueron un infierno, recordaba mi padre con ojos de gurí chico. Chapoteaban barro y no era el campo, donde brillaban otros barrios de la ciudad ellos se alumbraban con velas y por si eso fuera poco, la casilla se helaba en julio y parecía un horno durante el verano. Me contaba que en la inundación del ’59 la cañada embravecida escapó del cauce y los Bañados de Carrasco desbordaron los límites conocidos asolando los barrios bajos, como una metáfora de lo que vendría…
   Mi abuela murió joven sin conocer el mar.
   Aparecida surgió entre la noche y cubrió la espalda del muchacho con una frazada, de modo sigiloso arrimó una brazada de leña al fogón y se retiró con los ojos amansados, tanta era la paz atribuida a la llegada de ese vástago de “Cuatro Ombúes” acompañado por una bandada de pájaros azules, que vislumbró entresueños.
   _ En cambio Rosalía, mi madre, es montevideana neta como mi padre, pero sin la memoria heredada de las cuchillas… Las manos de ella burilan mates con rara exquisitez que luego mercadea en las ferias de artesanos o la playa.
   Mi padre fue mozo en La Pasiva de la Plaza Independencia durante años… mientras yo crecía en un caserón de la calle Dante donde los inquilinos respiraban la resignación y la esperanza en dosis por partes iguales.
   Pero a veces la tristeza toma por asalto la mirada de la gente a pesar de que en la ciudad uno esté sumido en esa nerviosa multitud, confesó el muchacho con la cabeza gacha, pero sin alcanzar a comprender por qué nos sentimos solos en el mundo.
   En el cielo renegrido bogaba la luna con rumbo previsible apenas desafiada por una estrella fugaz insinuando el caos en medio de la aparente serenidad cósmica. Como en otras ocasiones parecidas, sólo la anciana supo leer las buenas nuevas…
   _ Gueno m’hijo, hay que aceptar el destino… usté no está solo, tiene madre… y también un padre.
   Y cuente con este aguelo viejo.
   Primo José se retiró con paso silente y regresar a poco.
   _ Pa’ la soledad del pariente métale un trago a la botella y vaya sabiendo que amén de su bisagüelo, cuente con su tío abuelo.
   _ Por la descendencia de “Cuatro Ombúes”, balbució con ojos enrojecidos don Cipriano.  

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