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Don Cipriano Ante-última entrega / Por Jose Luis Facello




  
El anciano tomó otro libro de la caja. No tiene miras de escampar, dijo observando por la ventana la cuchilla agrisada por la garúa.
   Leo en la página veintiséis.
“Y Montevideo, la ciudad europea, os mostrará con orgullo a Matilde Stewart, a Nazarea Rucker y a Clementina Batlle, es decir, tres tipos, o más bien dicho tres modelos de raza: raza escocesa, raza alemana, raza catalana”
   Continúo en la página veintisiete.
“…la vuelta de Artigas a Montevideo significaba la sustitución de la inteligencia por la fuerza bruta.
Los que habían previsto este regreso a la barbarie no se habían equivocado. Por vez primera, hombres vagabundos, incivilizados, sin organización, se veían reunidos en cuerpo de ejército y contaban con un general. Así, con Artigas dictador, comienza un período que tiene una analogía con el sansculotismo del 93”
   _ ¡Hum!, qué lo tiró…
   Mejor enciendo el farol y de paso me tomo una grapa.
   Voy al doblez de la página treinta y cinco.
“Rosas, una vez a la cabeza del Ejército, suscitó una revolución en Buenos Aires, hizo que lo llamaran al poder, que aceptó con dos condiciones que él impuso ya que tenía en sus manos la fuerza armada del país, y volvió a entrar a Buenos Aires imponiendo la dictadura más absoluta que jamás se haya conocido, o sea, con toda la suma del poder público”
   Sigue lloviendo.
   _ Leo en la hoja cincuenta  y seis.
“Oribe pertenece a las primeras familias del país. Después de 1811, combatió en su defensa y se ha distinguido siempre por su bravura personal. Su espíritu es débil y su inteligencia estrecha, esto explica su alianza con Rosas…”
   _ ¡Hum! Vicho la tapa, “La Nueva Troya”, Alejandro Dumas.
   El anciano saborea el aguardiente con la mirada a la deriva, cavilando sin prisa hasta caer en cuenta de algo que le zumbaba en la mollera.
   _ Pero… este sujeto ¿no será el mismo del novelón “El conde de Montecristo”?
  La mirada derivó como deriva una frágil canoa en las aguas del Río Negro hasta posarse en la orilla de las manos, rústicas por el trabajo campero y curtidas a viento y sol, manos que supieron acariciar a su prima Angélica…
   Lo despabiló el canto del hornero.
   _ Las cosas que se escriben por un puñado de monedas…
   La lluvia amainó hasta desaparecer.
   Ya era hora, lo que abunda a veces daña.

   De viernes a viernes había soplado viento norte generando un bochornoso estado de cosas, con las ovejas reunidas en cerrados grupos circulares, mientras los yeguarizos  y los vacunos desaparecieron entre el monte que parecía más achaparrado que de costumbre por el peso de los pájaros y las víboras apretujadas sobre el ramaje.
   Los ancianos sentados bajo el alero esperaban nuevas lluvias, torrenciales cuando llegaban de Brasil, pero les resultaba extraño que del cielo se desprendiera un fino polvo volcánico, cosa inverosímil teniendo en cuenta que el volcán más cercano a la estancia estaba a cientos de leguas a poniente. Tan al poniente como alcanzar Chile.
   Don Cipriano mientras tomaba mate vichó con un solo ojo el fenómeno grisáceo.
   Primo José olfateó el aire como los perros y predijo que bien pudiera ser que si el cielo quería, lloverían pescados como contaba el finado Liberato; en tanto los mastines topaban las cabezas para lamerse los ojos enceguecidos, sucios por las cenizas.
   _ M’hijo, ensílleme el colorado, ordenó don Cipriano.
   Primo José fue hasta el corral y acollaró con el fiador al colorado  que se dejó conducir de la argolla hasta el galpón e los forrajes. El anciano lo cepilló con esmero porque tanto polvillo lo confundía con un animal de los molinos.
   Después, dobló la bolsa de arpillera y extendió sobre el lomo a manera de jerga. Encimó la vieja carona dominguera repujada con cuatro ombúes esquinados para continuar apoyó y reacomodó a su gusto el recado mientras le hablaba al noble bruto presintiendo nada bueno. Pasó la cincha sujetando flojo, no más, cubrió con el cojinillo y la sobre pelliza. Ajustó la cincha sin fastidiar al colorado y paso a sobrecincha repitiendo la acción.
   Armó un cigarrillo mientras le habló como acostumbraba con los animales, le palmeó el anca y el pescuezo mientras colocó la brida y el freno para luego abotonar las riendas de un trenzado de ocho. Un pedazo de galleta entre los belfos y un bufido selló la satisfacción compartida.
   El anciano se aproximó a su padre, desconfiando le prestó ayuda para calzar el pie en estribo y después a montar, le alcanzó las riendas que con manos temblorosas aferró como pudo don Cipriano. Primo José se ofreció a acompañarlo pero su padre ni lo miró.
   _ M’hijo usté cuide las casas y de la Aparecida, yo doy una vuelta y miro como están las cosas… El anciano aflojó las riendas y trotó hacia el Norte seguido de los perros bravos.
   Desde el alero los otros ancianos lo siguieron con la mirada acongojada, hasta que alcanzó el lomo de la cuchilla Grande y detuvo la cabalgadura enfrentando al viento brasilero que soplaba en el mayor de los silencios.
   Los perros de las casas aullaron bajo el coronilla presagiando infortunios, y recibieron una andanada de talerazos por el lomo de parte de la india.
   Lejos, el imperturbable jinete desafiaba al viento mientras en el cielo crecían los bermejos resplandores del incendio forestal.
  La agrisada ceniza dio paso a una humareda interminable y abrasadora detrás de la cual desapareció el patrón de “Cuatro Ombúes”



Ocaso del octavo día.

   Sobre la mesa de algarrobo con la dignidad de un guerrero que toca a su fin reposaba el cadáver de don Cipriano. Enfundado en un antiguo traje gris de paño inglés que realzaba el aspecto mineral del estanciero, acentuado por la ceniza impregnada en la piel durante los tres días que duró la búsqueda del hombre y su caballo soterrados bajo una agrisada caliente de un jeme de espesor.
   Una encarnada flor de ceibo caía como una lágrima sobre el pecho resumiendo en cuerpo y alma al patrón de “Cuatro Ombúes”, consumido por la persistente lucha contra el olvido de propios y extraños, asqueado  de las patrañas de los doctores del partido y ofendido de las traiciones del rapaz comercio montevideano.
   Quince sillas estaban ubicadas en derredor del féretro y un cirio encendido encima de la silla del patrón iluminaba veladamente un grabado del general Fructuoso Rivera y una fotografía sepia de don José Batlle y Ordóñez. El mortecino reflejo ensombrecía los rostros adustos de los presentes, que como una guardia de honor congregaba al anciano boticario Cordero y la directora jubilada de la escuela del pueblo; al comisario, nieto de Andújar Mutarelli y el comerciante Mahalalei; al cura de Tupambaé y a un diácono desconocido en representación del obispo de Melo; al veterinario Fortunato Buensignore y al destacado joven socio-gerente de “Pampa  Green & Asoc.”, sucursal Treinta y Tres. Otros asientos estaban ocupados por los más íntimos, la centenaria Casira, Angélica y su madre, Lourdes y su prima Priscila. De Montevideo llegaron Lindolfo José y su esposa Maryland portando el pésame de Terciario Plácido (purgando arresto a espera de juicio).
  A la cabecera del ataúd, Primo José y Aparecida velaban ensimismados en su propia soledad a pesar del aturullamiento que significaba el gentío allí reunido, tanto que, a la entrada de la sala se agolpaban Eustaquio y Josefina entre otros peones y jornaleros, entremedio se veía al viejo soldado Torres del Campo y a los hermanos de Azucena, y un anciano forastero recién llegado que se presentó cuando cuadró la oportunidad como Josip Stude. Maestro jubilado y olvidado luchador que supo trabajar en “Cuatro Ombúes”. Otros habían llegado de lejos, Epifanía conversaba animadamente con la comadre Rosaura y al aire libre hacían lo propio la galleguita Luna María y Segundo Epifanio José.
   Bajo el coronilla resplandecía el fogón donde dos mujeres calentaban agua para el mate o tisanas de naranjo amargo o yerba de la cruz, insustituibles llegada la hora para calmar ataques de nervios y otros dañosos estados depresivos. A un lado, en una olla  de hierro hervían boniatos con cáscara.
   En el galpón de los forrajes, de espaldas al sur y al reparo del viento ardían troncos de tala, de ñangapirí y aromo, dorando a ocho borregos clavados en cruz, formando una medialuna vaporosa salpicada de estrellas y brasas bermejas. Mientras, los dos peones que vigilaban los asadores perdían la mirada vichando los atemorizantes resplandores del incendio.
   Aún sonaba una milonga triste cuando dos muchachones  embebieron cuatro antorchas en una mezcla de brea y querosén, y fue cuando las llamas iluminaron las sombras del crepúsculo que marcharon delante del carretón de la leña que a modo de cureña portaba el cuerpo de don Cipriano. Dos sulkys y una doble fila de quince jinetes montados en alazanes y colorados marcharon a paso de hombre adentrándose en la oscuridad, quizá el preámbulo al mayor y previsible de los misterios que atosiga como contraparte, la vida de la gente.
   La cuchilla se transformó en un mar azabache que olía a resinas y ceniza que en arremolinados giros azuzaba el viento, en dirección al Río Negro la línea de fuegos anticipaba ribetes luciferinos al asunto para mayor congoja de hombres y bestias.
   Cuando llegaron al pequeño camposanto empotrado entre dos cerros divisaron los cipreses semejantes a prehistóricas lanzas, vieron la cúpula agrisada del panteón y las cruces de algunas víctimas de la batalla de Tupambaé. El cortejo fue iluminado por el cruce de tres líneas blancas y una estrella fugaz, que sólo fueron capaces de ver los dos ancianos de la estancia y únicamente Aparecida de interpretar el significado.

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