Don Cipriano. Ùltima entrega. Por Josè Luis Facello



  
El cielo mostraba los aprontes  del vendaval, pero en la cuchilla el fenómeno atmosférico se desencadenaba en un único evento combinado de vientos arrachados con la plegaria de las mujeres devotas, que implicaba con impronta fellinesca, escuchar coros sobrenaturales en tanto volaba la techumbre del molino o con el estampido de los truenos desaparecían las aves de corral para angustia de los vecinos más pobres.
   Hubo un día, recordarán en el futuro los niños que fueron testigos, que en Santa Clara todo oscureció.
   Hasta la santa patrona de los clarividentes nos abandonó, se escuchó decir a un borrachín que en la tormentosa penumbra equivocó la puerta del boliche y entró en la agencia de Turismar, donde cortésmente lo anoticiaron que el ómnibus de las 9,20 venía atrasado por el temporal.
   Esa vez, medio pueblo quedó sin techo y cuando el meteoro embistió el galponcito del mecánico las chapas se remontaban como papelitos de caramelos, como ocurrió con un motor Ford, seis cilindros, recién rectificado que quedó empotrado en un campo como a media legua del pueblo, como quien va, según dicen algunos, a las nacientes del río Olimar.
   Mucho antes del canto de los gallos, la “Comisión para Emergencias y Cambio Climático” ya estaba movilizada y para media mañana pusieron manos a la obra entre los vecinos más dispuestos.
   Al amanecer del octavo día la gente no salía del asombro desde el sutil momento en que el cortejo fúnebre y los cerros circundantes quedaron protegidos por un aura inexplicable, silente como la circunstancias de la muerte del estanciero.
   Primo José, el primogénito y nuevo patrón de “Cuatro Ombúes” cargaba sobre la espalda los quehaceres del campo desde un tiempo incalculable, y ahora esto, su anciano padre sorprendido por el irascible incendio forestal.
Rumiaba su dolor cuando cayó en cuenta que las voces humanas se habían apagado una vez que dieron cuenta del asado, los boniatos, la fariña y tres bolsas de galleta, sólo por mencionar los secos. Mitigar el dolor colectivo y abonar al renacimiento de la gran estancia demandó libar dos damajuanas de caña blanca, aportada con respecto por el turco Mahalalei.
   Unos, como el veterinario Buensignore y el comisario prosiaban hasta el hartazgo sobre el papel de los botánicos y veterinarios a la hora de dilucidar los delitos posmodernos, como las organizaciones dedicadas al comercio en el mercado negro de las especies de flora y  fauna nativa arteramente patentadas por corporaciones internacionales, y así, pasaron el resto de la noche clavados a la silla como los pajaritos pegoteados a las ramas con leche de curupí, mientras tomaban té de naranja amarga con gotas de caña.
   Al clarear, una vez finiquitados los saludos de despedida y las bendiciones  se dispusieron a partir el cura y el diácono, aduciendo que tenían misa a las nueve. A disgusto dieron lugar en el sulky a la anciana Casira, a Angélica y su madre, sin distinguirse quién acompañaba a quién, en improvisado coro cantaron:

“Dicen los viejos criollos
y no es mentira,
cuando viene creciente, adiós… tararira…,
van a temblar de miedo los cajetillas,
cuando se oigan los gritos por las cuchillas”

   En Angélica la vida de soltería se manifestaba naturalmente al hablar sin ataduras, como en el aspecto lozano inmune a los dos atados de cigarrillos que consumía cada día. Primo José expresó el agradecimiento y las despidió junto al carruaje, inculpándose silenciosamente por cobardía como lo hizo en los últimos treinta años desde que la moza, su prima Angélica, se fue del pago.
   Por su parte, los montevideanos, el Lindolfo José y señora dormían al pie de un ombú, hechos un ovillo entre las abultadas raíces; desprovistos de toda formalidad solucionaron la falta de almohada doblando en cuatro el saco de él, mientras los zapatos y las medias de ella fueron a parar junto un jarro de caña y un ajado sombrero cloché.
   Guena gente, pensó el anciano, pero estos no manejan el coche antes de un par de días.
   Por su parte, el viejo soldado Torres del Campo se desahogó de tanta soledad del desierto, prosiando mano a mano con el más viejo maestro Josip, semblanteando cada uno con su punto de vista, sobre aquellos años cuando Segundo José era niño. O sobre lo que él se contaba, imaginativo y soñador, y las mentadas audacias de muchacho hasta que se desencadenó la tragedia. Posteriormente la conversación, azuzada por la ingesta de mate y grapa, derivó a los gobiernos de Lorenzo Latorre y Gabriel Terra para coincidir en el total desprecio hacia el presidente de la República y la legión castrense de pusilánimes del setenta. El maestro abundó sobre el particular: pusila-nime significa alma chica. Pero, el viejo soldado retrucó: las bestias no tienen alma.
   Qué viejos se veían los tíos Antonio y Román, encorvados sobre los bastones como antes de la mansera o la hoz observó el patrón con signos de fatiga, no por la desvelada como por la revelación de la finitud contrastada con la cuchilla que permanecía inmutable a los irrelevantes desvelos humanos.
   En el galpón de los forrajes las mujeres habían hecho una rueda en torno al farol mientras fumaban en chala como en los viejos tiempos, prosiando sobre vaya uno a saber qué, pero saberlas reunidas a la Lourdes y su prima, a la Epifanía a los abrazos con la Rosaura y la Josefina, a las risas, donde no faltaron las hijas de don Germán, hablando a los gritos ni Aparecida que parecía, cosa de indios, rejuvenecida… No era poco el asunto y la prudencia aconsejaba retirarse del lugar.
   Recaló en el fogón que los peones habían reavivado en un círculo de camaradería por donde la caña corría en jarro grande, uno rompió el imprevisto silencio que su presencia provocó convidando al patrón con un trago y otro fue más allá, diciendo saber de una laguna escondida que rebosaba de bagres y tarariras después de las lluvias de verano. Como no faltó un viejo albañil que dijo haber escuchado que esa estación era ideal para ver llover pescado. La conmoción que produjo el incendio, el reencuentro con los viajeros, la juventud perdida con su prima Angélica y otras rarezas como la aparición en la estancia de Segundo Epifanio lo llevó a recordar la trenzada de tientos y los consejos del viejo Liberato, como caer en cuenta que se le había terminado el tabaco.
   Un peón hizo un brindis respetuoso por el patrón y el deseo que no faltase el trabajo en la estancia… o en cualquier lado, punzó un mozo tan moreno como lampiño que tenía fama de buen esquilador. Y escaso de modestia, cada vez que primeriaba por la destreza en el trabajo y los kilos en la anotada de la producción. Y lo que tenía de guapo lo tenía de zonzo cuando lo ganado en buena ley lo perdía entre partidas de fulleros y bailarinas con pelucas rubias en los boliches de Río Branco.
   Se escuchó el chirriar de las ruedas de un sulky y un jinete de compañía que  avisaba la vuelta al pueblo del boticario Cordero y ex directora, quienes dijeron lamentar lo sucedido por la dantesca agrisada, con el perdón de la palabra, y despidieron con palabras de renovadas muestras de pesar y acompañamiento.

   Al amanecer, Segundo Epifanio José le cebó mate que diligentemente había preparado Aparecida y sin rodeos lo puso a Primo José al tanto del proyecto. Y largó el entripado de una vez, como técnico agrario que era.
   El anciano creyó no comprender del todo y lo atribuyó al mal dormir.
   Es, continuó el mozo, una fábrica de producción continua de forraje para vacas lecheras. No hay secretos, una bandeja recibe la semilla del grano elegido y por un minuto se pulveriza agua cada dos o tres horas, le cuento, al cabo de un mes brotan hasta alcanzar diez centímetros y está lista la primera cosecha, que incluye además de los brotes, las raíces, las cáscaras y el líquido con el fundamento de la germinación.
   Con parsimonia campera encendió la pipa jamaiquina y entre el humo vichó la reacción del pariente.
   Y prosiguió, cinco pisos de bandejas hasta llegar a unas quinientas, a temperatura ambiente y bajo galpón, se entiende…
   Cosecha y empieza la siembra en un ciclo de producción hasta el infinito… sin importar las secas o heladas de la cuchilla.
   El patrón disimuló la sorpresa del atrevido proyecto, nada dijo pero pensó que en otro lado capaz que andaba bien pero en el país de las cuchillas… Armó dos cigarros y tarde comprendió el cambio de situación, pero volvió a disimular guardando uno detrás de la oreja y sin saber cómo ganar tiempo para un mejor entendimiento del asunto.
   Guardó silencio pensando en el galpón que no tenían y menos capital en tanto rindieran cuenta los acopiadores de lana a la espera del momento favorable para exportar. El dinero está en las arcas de los bancos pero esa gente no lo utiliza para fomentar la producción.
   Pero su sobrino era persistente como los vendedores de seguros y lo sorprendió por segunda vez.
   Dueño de una tranquilidad pasmosa cebó mate y propuso reparar el derruido galpón de las guascas, cosa que al anciano sobresaltó y a tiempo comprendió el cambio de situación.
   Cipriano desde el cielo sabría perdonarlo. Y Azucena, su madre, seguramente sonreiría como en los tiempos felices.
   Preso de mil emociones contradictorias sólo atinó a aprobar el plan del muchacho con voz entrecortada.

   Aparecida, ajena a la conversación, sonrió satisfecha porque ella ya sabía…

   Luna María le dijo a su madre que había decidido quedarse en “Cuatro Ombúes” porque intuía que estaba embarazada de Segundo Epifanio José en la única noche de amor verdadero que tuvo en la vida.

  Lourdes creyó morir. Presa de los nervios se despidieron con Epifanía prometiendo a los gritos volver para el alumbramiento, mientras Segundo la llevaba a la velocidad que lleva el diablo rumbo a Tupambaé para alcanzar el ómnibus a Montevideo de las tres menos cuarto y llegar al Aeropuerto  de Carrasco antes de las nueve y media.

   Lindolfo José y Maryland ajenos a todo dormían bajo el ombú.

   Los perros bravos, uno a uno en un orden fatal, murieron junto a la tumba de don Cipriano.




Agradecimientos:

A mi madre, que nos trasmitió el amor por la gente de la cuchilla.

Al blog Cotarro Oriental y a Daniel, por la fraternidad.

A los lectores diseminados por la galaxia, por la tolerancia.

¡Salute! brindo por ustedes.

Gracias a todos.

J. Facello González

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