Don Cipriano 31 / Por José Luis Facello



  
_ Guelvo al atardecer, dijo Primo José a la india que le alcanzaba el mate junto al palenque.
   Aún no había clareado cuando el anciano enancado en el alazán, al trote enfiló al boliche del turco Mahalalei.
   Saludó al vacío porque en el lugar no había nadie a la vista y decidió esperar parado junto al mostrador, hasta que por una pequeña puerta con cartelito de “reservado” saliera el hijo de Abenquefit secundado por dos desconocidos que vestían a lo pueblero, traje y corbata. El turco se dirigió a los otros señalándolo como el patrón de la estancia “Cuatro Ombúes” y un buen cliente de la casa. Él agradeció con un gesto.
   Un asunto raro.
   Los forasteros pidieron café y una botella de agua con gas, para luego reservarse una conversación a veces interrumpida por conjeturas inentendibles, mientras sus miradas escudriñaban la pantalla de una computadora portátil. Cada tanto lo observaban sin disimulo, con la arrogancia propia de los montevideanos, y una hora después dejaban una nube de tierra al paso de la camioneta 4x4 en dirección a la frontera.
   Muy Raro.
   Cuando Primo José llevó a la boca el vaso de caña blanca e inquirió con la mirada al patrón del boliche sobre la desusada cuestión, porque los sujetos se fueron sin pagar la consumición y eso en tiempos  del finado Abenquefit hubiese producido revuelo con la amenaza del 38 largo que guardaba junto a la balanza… Pero está visto que está todo cambiado.
   El turquito sonriendo tranquilizó al anciano con palabras envolventes de quienes conocen el milenario arte del comercio.
  _ No hay de qué preocuparse don Primo José, los tipos que se fueron son agentes del “Departamento de Investigaciones de Tráficos Peligrosos y Delitos Globales”.
   _ ¡Hum!
   _ Dicen que se perdieron tres contenedores en el puerto y los están rastreando…
   _ ¡Já! Y póngale la firma que los saguesos del satélite ya los tienen rodeados, presupuso el anciano.
   _ Por lo que entendí, cuando inspeccionaron el sótano y el único libro contable a mano los agentes, estarían atrás de la mercadería robada.
   _ Hum…
   _ Según comentario extraoficial y le pido reserva don Primo José sino pobre turco… el agente-jefe, el petiso, dijo que se trataría de un millón…
   _ ¡Un millón de pesos!, dijo el estanciero confundido por el desarrollo de la conversación.
   _ ¡En el nombre de Allah Clemente y Misericordioso!
   ¡Un millón de caravanas, señor Primo José!, han caído en las manos oscuras  de terroristas,  en palabras  del agente-jefe, que ponen en peligro la transparencia de los gobernantes y en segundo lugar, la trazabilidad y el buen comer de millones de consumidores en los mercados libres de cinco continentes.
   Demasiados asuntos turbios a esa hora de la mañana, pensó el anciano, acuciado por acontecimientos carentes de lógica y eso en la cuchilla terminaba por desquiciar a los mejores.
   _ Sirva dos cañas y tómese una conmigo, a la salú… ¡de los tiempos modernos!
   _ ¡Salud! Agradeció ceremonioso el hijo de Abenquefit y cuando parecía que la cosa quedaba allí reducida a una anécdota, se explayó como una correntada fuera de cauce. Lo peor de esta cuestión don Primo José, es que el Estado tendrá que cargar con las pérdidas, pedir un nuevo crédito para la siguiente importación que al final de cuentas, usted sabe, pagaremos los chicos.
   _ Pero que dice, ¿y el seguro? Interrogó el anciano tan cansado como despistado.
   _ Don Primo José, se lo digo como descendiente de los sabios inventores de las matemáticas ¡Nada es  seguro!
   _ ¡Sirva dos cañas!, que pucha y mierda.

   El sol hería el rostro desencajado de Primo José y vistos a la lejanía el alazán  y su emponchado jinete semejaba a una brasa que se encendía a impulsos del viento.
   El hombre se había enredado en sus pensamientos y mientras un ojo e extraviaba por los pliegues rocosos de los cerros esquivando el dañino resplandor, el otro miraba como rastrando una huella o la planta balsámica que aliviase la pena de un lejano amor que nunca dejó en paz su corazón, desde aquel día en que ella anunciara llorosa la inminente partida a Melo a instancia del padre. Lo recuerda como un amor arrobador que fogoneaban al mínimo resguardo en un paisaje de luz desembozada y mujeres habladoras.   
   Algo parecido a lo de Segundo José en cuanto al secreto del amorío, pero mientras la pasión de su hermano era mansa como las aguas de la laguna, el suyo fue un amor tumultuoso y arrebatado como el incendio de los pastizales.
   El pingo rumbeó a las casas sin hacer caso a las riendas con la preciada carga del anciano que le curaba las bicheras o lo cepillaba con esmero, cuando no, lo premiaba con una saca de maíz o afrecho. Otras veces, el patrón caía en esos estados crepusculares indivisibles de los solitarios y entonces el hombre en su condición de tal, le palmeaba la tabla del pescuezo y le prosiaba al ñudo.
   Pero el hombre, sabía que en un amor secreto lejos de emborrascar los sentimientos los enaltece, desde el momento que se deben sortear las costumbres de la campaña sobre el particular: viejas espías y los moralistas de toda calaña en primer lugar. Que la edad, que el apellido, que si son primos hermanos o vaya a saber qué. El amor con mayúscula vale la pena y no los casorios por conveniencia, con fiesta y músicos, con padrino y cuadras de campo como regalo, con cura y bendiciones.
   El corazón manda.
   Don Serafín J. García bien pudo ser el comisario de Santa Clara pero nunca la fidelidad por la Ley y la responsabilidad le ñubló el entendimiento… por eso, cantó las verdades y los amores de los pobres a los cuatro vientos.
   Supo conocer otras mujeres en las fiestas de los puebleros, tanto como en los quilombos de Cerro Largo y Treinta y Tres; y decía haberlos recorrido en compañía de Servando festejando a gurisas guapas, algunas de Porto Alegre con las que pasaron imborrables veladas… como cosas del oficio, se entiende.
   Por eso solía insistir, que cuando ella se fue no fue lo mismo, fue un dolor innombrable porque con su prima Angélica perdía a su gran amor.
   Y también muchas veces reconoció haberla perdido por cobarde… como ahora balbuceaba envuelto de atardecer y una nube de alcohol cañero mientras con rabia espoleaba los ijares de su caballo.

   Aunque los llamaron, para mi gusto, demasiado pronto d’este mundo, recuerdo cada palabra y cada gesto de mis hermanos… el Segundo José y el Servando, qu’en paz descansen.
   Con los más chicos fue distinto porque la muerte de nuestra madre los dejó con el alma al descampado, el manto de silencio derivó en actitudes hurañas que en poco tiempo más terminó con la unidad familiar. No hubo peleas, no podía humanamente haberlas pero llevó a que uno a uno, la Epifanía, la Lourdes y el Terciario Plácido marchasen, consientes o no, en busca de otros horizontes sin saber demasiado el por qué.
   Y endispués el tiempo fue tejiendo un entramado de ausencias y leyendas olvidables. Las andanzas de la Epifanía, la guerrillera, que me cuesta creer que las cosas que le achacaban fueran ciertas… Y el destierro voluntario de la Lourdes que se fue nomás atrás de vaya a saber que quimera; cuentan los parientes que tengo sobrina en España pero por lo que entiendo no parece que he de conocer. Y el Terciario Plácido… El hermano que recuerdo de gurí era pícaro y jodón con sus hermanas y derrochaba guapeza a la hora de defenderlas de otros gurises atrevidos. El Terciario que desconocí con ropa de civil la noche que pasó por la estancia, sigiloso como las comadrejas con su partida de malevos… En cambio, de Segundo José me quedó impregnado vagamente como el perfume de algunas flores silvestres y una actitud liberal que nunca me animé a emular en el devenir de mis días. De Servando, mi hermano del corazón, recuerdo las charlas y  pitanzas de cigarros armados con tabaco fiero, y la herencia humilde de dos cajas de libros que insistió en dejarme en mi última, que yo no sabía, visita en el suburbio montevideano.

   Llovió toda la noche en la cuchilla y ni miras de parar, lluvia musical sobre el alero con el repique de los chorros que muerden la tierra o en las goteras que marcan los silencios.
   Cipriano ha preferido el calor de las cobijas y Aparecida ha ido hasta la cachimba sin ninguna necesidad, está visto que es india y realimenta el espíritu con las mojaduras.
   Desvío la mirada de la ventana para buscar en las cajas de libros como quien busca una carta o un anillo perdido, armo un cigarrillo en el mientras tanto.
Ojeo las páginas que tienen una duebladura en la esquina.
   Leo.

“Todo eso que se habla en los Viajes al Mar del Sur, todas esas cosas no eran más que la trivial rutina cotidiana para nuestros heroicos hombres de Nantucket. Es más, aquellas historias que suelen ocupar tres o más capítulos en las memorias de Vancouver, eran las mismas que se han juzgado indignas de ser asentadas en el diario de a bordo de un ballenero. ¡Ah, la gente, la gente!
Mientras la caza de ballenas no dobló el Cabo de Hornos, ningún comercio, casi ninguna relación que no fuera colonial unía a Europa con la larga línea de las opulentas provincias españolas de la costa del Pacífico. Fueron los balleneros los primeros en abrir una brecha en la celosa política que la corona española mantenía con esas colonias; y si el espacio lo permitiera, podría demostrarse claramente que gracias a los balleneros se logró al fin la liberación del Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, y se estableció la eterna democracia en esos países”
   ¡Hum!
   Leo en la tapa, “Moby Dick”, Herman Melville.
   
   Sigue lloviendo… tomo otro libro.
   Leo.
“…la Banda Oriental después de haber sido regida durante nueve años por el feroz y cruel Artigas, que atacó Buenos Aires, invadió Entre Ríos, sublevó Santa Fe, armó a los indios del Gran Chaco y desoló las misiones del Uruguay con actos de inaudita barbarie, esta provincia otrora tan floreciente, fue invadida por los portugueses y unida al Brasil bajo el nombre de Provincia Cisplatina”
   ¡Hum!
   Ojeo con desconfianza la tapa y leo.
   “Viaje a Buenos Ayres y a porto Alegre, por la Banda-Oriental, las misiones de Uruguay y la provincia de Río-Grande-Do-Sul (de 1830 a 1834)”, Arséne Isabelle.

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