Época de tornados. Por J.J. Ferrite


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El cambio climático es un hecho más allá de las teorías que tienden a relativizar o magnificar los efectos, dije mientras buscaba un atisbo de sol entre el cielo encapotado.
_ No hablarías tan tranquilo si fueses vecino de Dolores, replicó “Copetín” mientras pelaba un maní salado.
El fenómeno meteorológico se había ensañado hacía unos días, no más, arrasando con una tercera parte de la ciudad que, en la vista aérea, mostraba una realidad trastocada, enajenada, identificable con las desgracias del centro sur estadounidense pero casi incomprensible para un paisano de estas latitudes.
_ No reconocer la realidad es todo un tema, dije añorando la tibieza del sol otoñal mientras me frotaba las manos.
_ Le pasa a ustedes, dijo mi amigo, que viven en una gran ciudad de espaldas a sí misma.
_ A eso los historiadores revisionistas lo denominaron “centralismo porteño”, por aquello de la posición dominante de Buenos Aires sobre las provincias. Y que a postre, dije bebiendo un trago, resultó para nos con los efectos devastadores propio de los tornados.
_ ¡Mozo! Otra cerveza por favor, dijo “Copetín” a modo de maniobra evasiva al curso de la charla.
   Lo mío son la venta de repuestos de automóviles, venir a Buenos Aires y caminar por Warnes  me sobrecoge como un botija pobre frente a la vidriera de una juguetería.

_ ¿Le ocurre algo a tu viejo? preguntó Barbara.
   El viejo vivía con nosotros hacía tres años, pero de ahí a saber que pasaba por su cabeza era todo un asunto. Por eso las palabras de mi mujer podían estar cargadas con más de un propósito o intención.
_ ¿Pasó algo? pregunté sondeando a Barbara porque la relación era formalmente buena con mi viejo, pero a cierta edad cuando se llega al filo de la vida activa en todos ellos es común que se produzca un clic existencial.
_ No voy a dejar el vino por la ingesta de fármacos permitidos, dijo el viejo y lo dijo con la sustancialidad de un manifiesto artístico o político.
Las vísperas de dejar de trabajar, lo sumía en el desconcierto como al ciego que pierde pie a tres pasos de la orilla.
_ Nuestros políticos no refrendan manifiesto alguno, le había replicado Barbara conociendo el ideario clasista del viejo. Una sutil provocación…
_ Los políticos van y vienen, tercié en aquella oportunidad, lo permanente es la utopía y no hay sueños sin manifiestos…
_ Desde que murió el general Seregni sólo sueño con traidores… dijo en tanto descorchaba la botella de un Malbec de los económicos.

La mujer de edad indefinida y buen vestir, el pelo blanco, la nariz aguileña y la mirada de águila habló sin tapujos como acostumbran los funcionarios del FMI.
Habló del riesgo que corren las finanzas públicas “por el riesgo que la gente (como mi viejo) viva más de lo esperado” requiriendo del Estado “mayor gasto de los fondos públicos para atender a los jubilados”.
Las oscuras palabras de la directora gerente del FMI, Cristina Lagarde, preanuncia un cálculo de emergencia que algunos políticos admiten entre bambalinas, como llevar la edad de jubilarse a los setenta años o setenta y cinco ¿por qué no? Y en paralelo, conducir  los ingresos por jubilaciones y pensiones, inflación mediante, a una meseta que roce el umbral de los desamparados.
Menem lo hizo.
_ Pero esto no es el asunto principal, dice mi viejo trabajador metálurgico desde los dieciocho, la mitad de mi generación (en el mejor de los casos) no logrará reunir los treinta años de aportes necesarios para jubilarse. En este sentido, la década menemista dejó un saldo grande, no solo de parados como de trabajadores con salarios “en negro”, sin aporte jubilatorio ni nada.
En el casco de los trabajadores portuarios rezaba la inscripción: “desaparecido social”, escuché decir a mi viejo alguna vez.
Y eso no es todo.
Aún en el contexto de crecimiento económico y demanda de trabajadores, los mayores de cincuenta años quedan con pocas chances de conseguir un empleo “en blanco” y esto es moneda corriente cuando todavía faltan quince años para alcanzar los sesenta y cinco.
_ Así no hay salida, porfía mi viejo. Y menos con estos liberales en el gobierno secundados por un grupete de sindicalistas que niegan su razón de ser.

El calorcito de otoño se dejaba sentir en las mesitas a la que los fumadores apelan diseminados por la vereda.
“Copetín” trazó el panegírico de los repuestos originales y usados que ofrecían los comercios de la calle Warnes. Estaba satisfecho con los precios después del habitual regateo.
En eso estábamos, cuando los bocinazos fueron creciendo del murmullo urbano lógico a la vorágine salvaje que la protesta de los taximetristas provocaba. Ómnibus parados, peatones aturdidos, motociclistas avanzando por las veredas.
_ Caos porteño, dije con reminiscencias de don Astor Piazzolla.
_ ¿Y ahora que pasa? preguntó mi amigo.
_ Protestan contra el desembarco de UBER.
_ ¡Qué lo parió! Se meten en todos lados...
_ Qué querés que te diga... es época  de tornados.

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