La Saga Oriental / Primer entrega / J.J. Ferrite


J. FACELLO GONZALEZ

Nació en la ciudad
portuaria de Montevideo
en el otoño de 1950.

Metalúrgico de oficio,
después de años cae en
cuenta que deambuló
por la frontera entre el
empleo formal y otras
precariedades propias
de los migrantes.

Desde hace décadas
es vecino de F. Varela,
al sur del gran Buenos Aires,
que para los sureños
es el norte.




Cuarta entrega del autor que persiste en indagar sobre la identidad
e idiosincrasia del país de las cuchillas.
Esta es una novela donde el general Celeste y la realidad
se entrecruzan como para evocar a dos generaciones de trabajadores,
los que nacieron al frío de la Guerra Fría y sus hijos
que lo hicieron al calorcito de la Primavera Democrática.
Las actividades portuarias y una miríada de ministros, empresarios y trabajadores dan el marco a un intrigante rumor que se propala por la prensa especializada: la inminente confrontación, por no decir, guerra portuaria en el Río de la Plata.




“El hombre vive preocupado
por cosas que después no ocurren”

Aristóteles




_ “No se puede ganar cien millones de dólares de manera honesta – dijo Ohls -.
Quizá el que manda cree que tiene las manos limpias,
pero en algún lugar más abajo hay gente a la que han puesto contra la pared,
pequeños negocios que se han quedado en el aire y han tenido que venderse
por unos centavos, personas decentes que han perdido el trabajo,
valores arreglados en la bolsa, apoderados que se compran como granos
de oro viejo, grandes bufetes y personas influyentes que cobran cientos
de miles por impedir que se apruebe una ley que los ciudadanos querían
pero los magnates no porque reduciría sus ingresos.
Las grandes fortunas son el gran poder, y el gran poder acaba usándose mal.
Es el sistema.
Tal vez sea el mejor que podemos tener, pero de todos modos no me entusiasma.
_ Hablas como un rojo – dije sólo para pincharlo”

“El largo adiós”, Raymond Chandler



 Palabras al lector.
La globalización arrastró hasta nuestras playas palabrejas nuevas, como “transporte multimodal”  o “hidrovía Paraguay-Paraná” o “polifuncionalidad” entre otros, aunque los arcaicos conceptos y criterios que esgrimieron el mareante Solís y los primeros adelantados permanecen intactos en la avanzada del capitalismo global. Si el imperio español, británico o estadounidense lo sustentara a sangre y fuego, en esta etapa del capitalismo con impronta financiera se agrega una “inteligencia” fáctica integrada por académicos, especialistas y técnicos en apariencia impolutos. Ellos son quienes recomiendan los programas que emanan de los organismos de las Naciones Unidas conformando una acicalada burocracia planetaria, que en términos generales propenden a la estigmatización de los estados nacionales como de los gobiernos “populistas”, promoviendo con racionalidad sesgada el lobby favorable a las corporaciones empresarias.
“Un elefante suelto en el bazar”, fue la muletilla utiliza en los años noventa por los comunicadores sociales para desacreditar al Estado regulador, por utilizar una calificación que exaspera a los analistas y modernistas. Porque regular implica poner límites, manejar los tiempos coyunturales y los estratégicos, definir lo prioritario de lo secundario para cuando llegue la hora de los pueblos.
Presento a los lectores una novela donde ficción y realidad se interpelan como para evocar a dos generaciones de trabajadores, los que nacieron al frío de la Guerra Fría y sus hijos que lo hicieron al calorcito de la Primavera Democrática.
El lector tendrá la posibilidad de deambular por dos espacios geográficos significantes en la historia compartida antes y después de 1828, como son los puertos de Montevideo y Buenos Aires.
Las actividades portuarias y una miríada de ministros, empresarios y trabajadores dan el marco a un intrigante rumor que se propala en ambas orillas por la prensa especializada: la inminente confrontación, por no decir guerra portuaria en el Río de la Plata.

Finalmente, en los tiempos del chikungunya, pido la indulgencia de los lectores.


J. Facello González, invierno de 2017.





PRIMERA PARTE


  
Cerro de Montevideo, sábado.
_ ¿Llegamos?, preguntó el más chico.                    
_ ¿Cuánto falta papá?, interrogó el mayor.
_ Tenemos que subir un poco más, dijo desafiando a sus hijos, ya veremos quién llega primero a la fortaleza.
Era un sábado soleado de primavera.
Líber disponía del fin de semana libre, sin trabajar después de tanto y por eso el viernes a la noche comentó su plan, salir de excursión al día siguiente. No contaban con la mujer ocupada en el transporte escolar, por lo que se imponía una salida invocando cierto espíritu aventurero. Maxi y Braian de ocho y diez años, festejaron la idea al enterarse de los detalles; llevarían mochilas,  cantimplora con agua y los binoculares del abuelo que testimoniaban las veladas en el viejo hipódromo de Maroñas. También el paquete con sándwiches que Líber trajo del servicio y la cámara de fotos. Completaban el equipo el termo y el mate que corría por cuenta del hombre joven.
Los paseos al aire libre, esporádicos en esos meses del año cruzados por los vientos marinos se habían convertido en una necesidad vital, considerando que la casa  disponía de espacio suficiente para los cuatro pero adolecía de buena luminosidad, las paredes se enfriaban y denunciaban filtraciones tras las lluvias acentuando el olor a rancia humedad. El matrimonio reconocía que el monto del alquiler era razonable pero el dueño  empecinado en sus argumentos se negaba a poner un peso en la reparación del techo, causa principal del problema.
“Es un daño colateral atribuible al cambio climático”, replicaba el muy cínico.
Ese sábado amaneció entre rosados y celestes clareados que a poco derivó en un día prometedor surcado por la brisa fresca. Llevaron camperas y gorras visera.
La subida al cerro demandó un esfuerzo considerable para los botijas, al punto de dejarlos sin aliento ni voz, en cambio, el padre evocaba en silencio las correrías juveniles que lo llevaron a descubrir tempranamente el país de las cuchillas.
Líber había heredado la tez cetrina de la madre y los ojos aguados del padre semejante a una amalgama de orígenes y paisajes diversos. Ella manifestaba el orgullo de haber nacido en la Picada de Techera y él, montevideano, de haber recorrido las rutas del país en un camioncito Chevrolet modelo 46, transportando ganado. Si eso era parte del influjo en la mente del niño, fueron los cuentos del abuelo piamontés los que impulsaron tempranamente a Líber a cargar una mochila de sueños y emprender un camino sin certezas absolutas.
El cerro delimitaba geografías, hacia el Este la ladera cobijaba a buena parte de la Villa del Cerro, barrio proletario si los había e indivisible de la memoria de los frigoríficos salpicados de luchas y sangre; más allá, los pedregales se desbarrancaban a las aguas extendidas de la bahía. Desde el Oeste las barriadas de los pobres avanzaban sin dar tregua a la ladera, ocupándola sin prisa y sin pausa, como de antiguo habrían hecho las infanterías en los sucesivos intentos del asalto final a la fortaleza. En la cumbre, la pétrea construcción se erguía como un extremo defensivo que se complementaba con el Fuerte de Montevideo para asegurar la protección de las flotas mercantes y de guerra. Asuntos de los siglos XVIII y XIX cuando ingleses y franceses incursionaban por los mares del mundo disputando el predominio comercial a sangre y fuego.
_ ¡Llegué primero!, gritó Braian mientras por un lado se desentendía de la mochila tirándola a tierra y por otro mandaba un mensaje: “ma el cerro es recopado bsos”
_ ¡Segundo!, voceó Maxi con signos de fatiga que buscó mitigar sentándose en una piedra entre muchas, semejantes a mudos guardianes de un lugar portador de arcaicas señales.
_ ¡Aquí estoy!, dijo Líber con la sonrisa generosa y el ánimo recobrado a pleno. Recorrió con la mirada los suburbios agrisados y más allá la campiña y los viveros, y la nueva ruta a Colonia, y la bahía salpicada de buques coreanos y el mar abierto y el cielo saturado de un azul fortísimo. Y él y sus hijos en la cima de un día único y luminoso, derrotando a pura voluntad las rutinas del Ministerio y la esquizofrenia ciudadana.
(2 espacios)
  
    Parque del Plata, sábado.
Clarisa con doce pequeños pasajeros había partido a las nueve de la puerta  de la escuela con su preciosa carga y Parque del Plata como destino, decidió pasar primero por la casa de su madre para que cuidase de la pequeña Mía, de dos años recién cumplidos.
La joven de figura menuda y engañosa, podía confundir con fragilidad a quién no la tratase personalmente, poseía la mirada vivaz y como un faro atraía la atención del otro aunque en el fragor del tránsito montevideano ella sentía encarnar a una gaviota en medio de la tormenta.
Una jornada de campamento había sido convocada con objetivos pedagógicos, entre otros, promover la sociabilidad entre los infantes, asignar tareas como la juntada de leñitas, piñas y cortezas u ocupar organizadamente las grandes carpas, rezagos del ejército. Realizarían una caminata por las dunas hasta alcanzar la playa y corretearían junto al mar con mil recomendaciones, ayudarían a poner el pan y la limonada en la mesa, guiso de pollo con arroz a la hora del almuerzo para después cada uno lavar el plato y los cubiertos, seguido de una hora para descansar en el catre previamente asignado. La tarde estaría ocupada por los juegos de pelota y el cansancio dejando huellas a la hora del mate cocido con tortas fritas. El atardecer los encontró escuchando junto a las fogatas los relatos en boca de los animadores, muchachos y chicas muy jóvenes que referían a leyendas de vampiros, cuentos de brujas y hamburguesas mágicas. El temor bajo la sombra del pinar había calado en la piel de los botijas y la calma a la hora del regreso fue reestablecida cuando Clarisa contó uno a uno a sus pasajeros, para recién entonces emprender el regreso a la ciudad que empezaba a encender sus luces.
Ella también estaba fatigada aunque satisfecha por el comportamiento y protagonismo de su grupo, pensó en Maxi y Braian y se preguntó cómo lo habrían pasado en compañía del padre. No quería ni imaginarlo, regresarían a la casa con la ropa sucia y los pelos chuzos después de vivir un día como salvajes. Contaba con el domingo, lavaría ropa y esperaba sin contratiempos restablecer el orden como para el lunes recomenzar.
El viernes a más tardar deberían pagar la cuota del vehículo y considerando que apenas habían juntado la mitad del dinero no dudaba que tendría por delante una semana agitada. Mañana, a la hora de la mateada hablaría del asunto con Líber, podía haberlo olvidado visto que estaba en otras cosas… las reuniones en la panadería de Lucy con el pretexto de jugar a las cartas con los amigos no terminaba de cerrarle.
Su hombre no tenía punto medio, carecía de la noción del equilibrio, de la medianía de las cosas, de los sentimientos verdaderos… No eran celos pero sentía que a veces lo perdía, conversar se tornaba un entresijo de palabras y sobrentendidos, donde no faltaba de parte de él supuestas verdades como veladas declaraciones de buena moral, para acto seguido caer en evocaciones inentendibles y silencios rayanos al desprecio.
Nunca le había pegado… ni ella tampoco lo permitiría.
No demoraría mucho en exigirle una respuesta acorde, si había problemas en el trabajo o si recayó en la falopa quería escucharlo de su boca por doloroso que fuera.
Pensá un poco en tus hijos ya que no en mí, le diría de modo persuasivo porque a fin de cuentas lo amaba. Y de paso, recordarle que a más tardar el viernes debían pagar la cuota.
No quería darse manija pero algo le decía que Líber y sus amigos estaban, no sabía… perdiendo el tiempo todos los viernes en los fondos de la panadería de la Lucy. Y la Lucy no era que digamos, digna de confianza…
La carcomía una duda, no era celosa pero mañana sin falta hablaría con Líber.
(2 espacios)

   La panadería de Lucy.
   No habíamos conocido la guerra más allá de la televisión.
   Y de alguna manera eso podría explicar porque somos como somos.
Pero cuando advertimos que de modo subrepticio los trabajadores quedaban sin empleo, los bancos secuestraban las cuentas de sus clientes o largas filas de personas se consumían a la espera de un turno para tramitar el pasaporte y soñar con migrar, fue tomando cuerpo entre las gentes simples la magnitud del desastre.
La crisis develó que no éramos lo que creíamos ser y reconocernos demandó noches en vela y días interminables, a mate cocido y pan, como para albergar tanto la desazón como un hilo de esperanza.
Los orientales no conocíamos los desastres de la guerra, pero sí el desempleo, la garroteada y el malcomer, la pérdida de los campos hipotecados. Y para mayor desgracia colectiva: los que se iban a Montevideo o al extranjero dejaban un vacío inhóspito que se adueña de las casas, que toma por asalto los sueños y que a los ancianos hace extraviar la mirada.
Los que migraban, detrás del poco o mucho convencimiento de hacer las valijas tenían una única certeza que era embarcarse sin brújula hacia un mundo promisorio, quizá por eso, muchos sucumbirían ya no a las dificultades económicas como a la nostalgia, que es la peor de las compañías en el devenir del tiempo.
Los que recuerdan afirman que la crisis dejó apenas dos banqueros presos y un mar de dudas… como también caer en cuenta que habíamos sido estafados una vez más.
(1 esp.)
La panadería de Lucy apareció literalmente de la noche a la mañana.
Sin embargo, la mayoría de los vecinos en la cuadra conocían a Lucy y a Lucho desde hacía más de veinte o treinta años y a los dos hijos de la pareja desde la cuna. Algún viejo podría dar mayores precisiones al respecto porque la casa perteneció a los padres de Lucy, hasta que en mala hora uno de ellos falleció atropellado por un automóvil al cruzar la avenida Gral. Flores, y el otro, alcanzado por el infortunio murió poco tiempo después consumido por una aguda melancolía.
Por entonces, Lucy había trabajado como pedicura a domicilio, un trabajo ideal de medio día para conocer gente y devolver la sonrisa a los ancianos, decía. Ahora con treinta abriles, la muchacha se las ingeniaba para llevar adelante, junto a su pareja, lo que se dice una familia tipo y aunque no entendía tal tipificación en el diario vivir la dejó de lado como tantas otras cosas.
Lucho por su parte ganaba su jornal en una playa de contenedores. De aspecto mestizo, mediana estatura y ancho de espaldas daba cuenta de la herencia gringa en los ojos claros y los silencios defensivos de los viejos inmigrantes. Parco al expresarse se inscribía entre los jóvenes con el dominio de seiscientas palabras por todo vocabulario, debiendo apelar a la confrontación a mano limpia cuando querían enredarlo con el palabrerío propio de los políticos.
Ese año, la empresa de logística aduciendo un amesetamiento importante del comercio exterior optó por enviar a la mayoría del personal al “seguro de paro”. Lucho entre otros quedó parado. El primer mes fue bueno, en tanto recuperaron con Lucy el hábito mañanero de prosear mientras tomaban mate y los niños disfrutar del padre a la vuelta de la escuela, asunto desacostumbrado porque los encuentros se daban muy tarde cuando al anochecer  Lucho regresaba del trabajo. Al paso de los días, él y su mujer tomaron conciencia que “Logística Sur & Oriente” continuaba con la actividad declinante y así otro grupo quedó sin trabajo incluyendo puestos administrativos, certificando en los hechos que no habría reactivación, cuanto menos, por unos meses… El segundo mes los encontró indagando sobre una oportunidad de empleo, telefonearon a amigos y conocidos, uno de ellos edil y otro, funcionario de baja jerarquía en la Intendencia. Sobre el particular, el teléfono de la casa y los celulares enmudecieron. Nada.
El padre de Lucho aportó lo suyo mientras ojeaba diarios viejos, vaticinando que la crisis del Norte la pagarían una vez más los puertos del Sur. Así funcionaba el sistema…
No lo comprendieron entonces y se sucedieron los días de espera.
Exploraron otras vías para conseguir un empleo, ella llamando a teléfonos de las Páginas Amarillas, él recorriendo obras en construcción, ambos enviando el currículum-vitae a Man Power y otras agencias de empleo. Nada.
Nada se pierde esperando una oportunidad pensaban, hasta que habló Javier.
Javier, de once años le dijo a la madre poco antes de salir hacia la escuela que los championes no daban para más. Sentía mucha vergüenza delante de sus compañeros y preguntó con la inocencia de su edad, qué esperaban para comprarle unos nuevos.
Esa mañana Lucy lloró en la cocina y no precisamente por el picado de las cebollas.
Esa noche Lucho llegó a la casa poseído de una idea fija, pero sin saber cómo empezar la charla con su mujer. En el camino había pensado en regalarle algo pero…
Antes que sea tarde, dijo de un tirón, hagamos la nuestra. Ella no lo entendió entonces y menos después. Compré por unos pesos una máquina usada.
Al día siguiente comenzó a acondicionar el garaje de su suegro, caído en desuso por qué él era el único que le daba un sentido, la razón de ser, pero a la muerte del viejo quedó convertido en un santuario donde arrumbar las cosas viejas.
Y otro día después, con el primer amasijo leudando comenzó a producir, a modo de prueba, la “panadería de Lucy”.
Transcurridas unas semanas el garaje extendió un alero hacia el fondo, adecuándolo para guardar una o dos bolsas de harina y otros enseres de trabajo.
Típico micro emprendimiento de la economía en negro, un salvavidas para los náufragos, sobrevalorado hasta convertirse en el paradigma preferido de los licenciados de la “red de auxilio en las economías emergentes” Sujetos amigables, pero ligeros estafadores de ilusiones que con dialecto técnico y desalmado explicitaban a los marginados, una y otra vez, las oportunidades que conlleva la globalización.  
Estadístico, diría su padre con amargor, nueve de cada diez emprendimientos sin la ayuda del Estado caían por su propio peso.
Una vez a la semana, en la pulida mesa de tablas, Lucho y sus amigos se reunían a jugar a las cartas y beber en vaso cerveza o vino clarete.
Encuentro fraternal y al alcance de los que no se rinden, argumentarían con igual dosis de tozudez y expectativa de zafar a la malaria.

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