LA ZAGA ORIENTAL / 11 / Por José Ferrite / De las esperas y angustias del peluquero Pachi

¿Cómo lo imaginás?
Con el correr de la mañana la panadería de Lucy fue adquiriendo un clima desusado, personas que llegaban a hora desacostumbrada por ser tarde para algunas cosas y temprana para otras, las once, de modo tal que llamó la curiosidad de dos o tres vecinos que  caminaban por la vereda sombreada paseando sus perros, incluido Pachi el peluquero de Barquisimeto y la Avenida.
En un barrio como ese, alejado del centro de la ciudad, levantaba sospechas la llegada de tanta gente en número inusual, tal vez diez o más personas. El sano comentario que se escuchó,  una vez descartados los preparativos de un festejo o una reunión familiar por causa de alguna desgracia, fue observar que don Tito y Josualdo no eran del vecindario, pero sí habitués a las partidas de barajas los viernes; azuzaba la curiosidad porque ese día era jueves y algunas de las visitas eran desconocidas. Todo resultaba un tanto intrigante.
La mujer de Líber fue inmediatamente reconocida porque vivía a dos cuadras y era una muchacha dedicada a sus cosas, ocupada en el transporte de escolares y en la crianza de sus hijos la conocía todo el barrio; aunque comentan las vecinas que a la Clarisa la devoran los celos cuando su marido se interesase por otra mujer, aunque tan solo fuese con una mirada furtiva. Y curiosamente, esa mañana ella vino a la panadería de la Lucy. En cambio, la agraciada muchacha que acompañaba a Josualdo era un misterio del que solamente se supo el nombre, Silvina.
El rumor que se filtraba a la sombra de los paraísos, era que las visitas estaban allí aguardando la llegada de alguien importante. Los ancianos con sus perros eran una especie de avanzada territorial, predispuestos a reconocer al personaje en cuestión y correr la voz en el vecindario. Todos querían una foto con el fulano o mengana en cuestión y hacían apuestas a que vendría un subsecretario del Ministerio, porque estando por medio don Tito no había la mínima posibilidad, ni soñando, de la visita de un personaje rosadillo.  
Después de las últimas elecciones a intendentes, muchos políticos se habían cocinado en las salsas del no poder. No tenían crédito con los vecinos, ni palabra con los votantes, ni pizca de respeto por la memoria de José Batlle y Ordoñez o Alberto de Herrera o Líber Seregni. Pero aun así y por extraño que parezca, se comentaba que los expresidentes Sanguinetti y Lacalle, se aventuraban pontificando sobre la democracia o dando consejos a los argentinos sobre la materia que fuera desde las páginas de La Nación, el diario de los principales porteños.
Pachi tenía su propia versión del asunto y era de atender, porque la peluquería de martes a domingos se metamorfoseaba en una usina de informaciones de primera mano, con la que Reuters ni CNN podían competir. Para el peluquero, dicho a los que escuchaban a su alrededor, los vecinos seríamos informados de un proyecto polideportivo, que incluiría una cancha de fútbol con pista de atletismo perimetral y dos tribunas importantes para alojar a cinco mil personas según le había dicho un Inspector de Tránsito, además de una cancha combinada de básquet y voleibol. Más un espacio cerrado para otras actividades como los juegos en red y las partidas de ajedrez, había dejado trascender un maestro de educación física durante el recorte de la barba candado.
Los curiosos de los perros atosigaron a Pachi con preguntas y cuando arribaron a cuál sería la entidad, institución o cooperativa beneficiada de tamaño proyecto, la respuesta no se hizo esperar.
Comentan mis clientes, respondería el peluquero, que el Barquisimeto Fútbol Club se va para arriba…
(1 espacio)
_Cómo tardan ¿no? preguntó por preguntar Silvina temiendo caer en un pozo de silencio dada su condición de ajena al grupo.
_ ¿Cuánto pueden tardar? dijo Clarisa mientras ensillaba el mate, con los hombres nunca se sabe deslizó mirando a Líber, entretenido con el mecanismo de la sobadora de la que Lucho limpiaba un cilindro bruñido.
_ Con los hombres nunca se sabe… dijo con ironía la enigmática muchacha.
_ ¿Tú tienes novio? preguntó mientras le daba el mate.
_ Estoy casada, respondió la otra.
_ ¡Ah! atinó a decir Clarisa confundida por la familiaridad que la otra demostraba al tratar a Josualdo y Jaramillo, que a su modesto entender eran simpáticos pero un par de redomados vagos, al fin de cuentas, murgueros consumados y contumaces tomadores de cerveza que nada tenían en común con la muchacha que se mostraba sin rebusques, empezando por llevar la alianza de casamiento.
Esta botija podía encajar en una murga pero ni cerca en la panadería de la Lucy. ¿Qué edad tendría? No más de veintipocos... y además bonita.
¿Cómo lo imaginas?
_ ¿A quién? repreguntó Clarisa tomada por sorpresa, tan distraída estaba.
_ Al general Celeste ¿quién otro va a ser?
Clarisa no contestó porque en su trabajo por las calles hacer preguntas no se estilaba, menos responder a riesgo de distraerse en medio de un tráfico endemoniado que cada día cobraba las víctimas propiciatorias del caos modernista.
Qué clase de pregunta es esa, imaginar a alguien…
Que podemos saber del general Celeste, poco y nada, cara afilada y nariz aguileña como en un retrato de Blanes, estatura media y piernas chuecas como todo jinete acostumbrado desde niño a las andanzas camperas. Como guerrero no me lo figuro, tal es la repugnancia que la violencia me provoca. A la ancianidad lo imagino con la mirada dulce y comprensiva, rodeado de niños pobres en la chacra de Curupayty, encorvado sobre sí mismo, regalándoles guayabas maduras y monedas de medio céntimo. Sino, discutiendo por cualquier cosa como acostumbran los viejos, retrucándose mutuamente con el negro Ansina, su inseparable amigo. O tratando de persuadir a su mujer guaraní, sobre la conveniencia de hervir el agua para el mate y la consabida respuesta, en los trópicos ella y los suyos toman tereré…  con el agua fría.  
_ ¿Cómo podemos ser tan inocentes para imaginar siquiera al mayor general patriota condenado al destierro de por vida? respondió tardíamente Clarisa. Tamaña crueldad, que ni los griegos…
La estudiante la observó con calidez y habló con voz modulada.
_ Otro día, si querés te cuento historias de la crueldad de los principales.
Clarisa la miró con curiosidad y por primera vez con simpatía. 
Lo que no dijo Silvina, repentinamente asaltada por los ensayos de Todorov, era como en las creencias de los antiguos mexicanos la fatal repetición del pasado negaba la posibilidad del futuro, y daban cuenta en las profecías sobre la inmutabilidad del presente.
(1 espacio)
_ ¿Qué esperás vos de él? retrucó Clarisa que consideraba a la otra, mire por donde se mire, fuera de lugar.
_ Espero todo del general Celeste, me fascinan los hombres diferentes, dijo mirando con desenfado a Líber y Lucho que seguían parlamentando sobre las utilidades de las máquinas como de la mente perversa del funcionario que ideó el monotributo.
_ Te entiendo dijo Clarisa, desviando la mirada en dirección a los dos hombres,  algunos son bien diferentes.
La otra interrogó con la mirada sin comprender.
_ Te comento entre nosotras, dicen en la peluquería de Pachi que uno de ellos es cornudo.
_ ¿Y tú qué esperas del general? dijo Silvina encontrando una salida al chisme en gestación.
_ No espero nada.
_ Me dijo Josualdo que tu pareja y el general se conocieron en la mesa de los principales, que se hicieron amigos. ¿Por qué no esperar nada?
_ No creo que salga nada bueno alrededor de los principales, por lo pronto a Líber el ministro lo trasladó al aeropuerto en un santiamén como quién cambia un florero de lugar; yo digo que tuvo suerte porque lo designaron a un cargo administrativo interesante y aceptablemente bien remunerado.  
Sopesó el efecto del alarde mentiroso pero la otra no se inmutó.
_ En este país, todos algo esperamos del general Celeste.
_ Dijiste que te gusta enamorarte pero nada dijiste sobre los hombres. ¿Por qué no me decís vos que vas a la facultad, que esperás del general Celeste? retrucó Clarisa con tono ponzoñoso, a sabiendas del entrevero con el periodista.
_ No importa demasiado lo que yo espere… sino lo que esperamos nosotros.
El retrato del general está presente en el despacho de un comisario, en una oficina gubernamental, en la biblioteca de las universidades tanto como en la salita de reunión de las maestras, está en el hall de los museos o las paredes de los comités partidarios, en la sala de espera de las cárceles y hospitales, en los calcos adheridos a los termos y los espejos de los ómnibus. Todos lo reverenciamos en extremo y algunos con extremado cinismo.
_ No entiendo. ¿Qué decís?
Todos especulamos con una frase sustanciosa del general, una acción ejemplar o ingeniosa, esperanzadora, capaz de justificar nuestra cómoda estancia en la vida. Entonces, sin importar valía de pobre o rico, muchos apelamos a él como se invoca a un santo sanador o a una vieja casamentera.
_ No deja de ser curioso lo que decís, nos jactamos de nuestro ADN liberal, del fervor republicano y bla, bla, bla, en tanto en las situaciones difíciles nos encomendamos al general Celeste o a Jesucristo, como hicieron mis padres confiando con devoción en Seregni, el general rebelde.
_ No es porque vaya a la facultad, pero el quehacer diario de un transportista o un ama de casa o una médica o un chacarero arrumba las grandes polémicas, porque es la vida misma la que se impone a los periodistas de moda que con irresponsable palabrerío te hunden como las drogas en el no-mundo de los deseos, no cualquiera, en el obsesivo deseo de comprar y comprar, de querer tener más y más...
_ No sé si entendí bien, dijo a regañadientes Clarisa, trabajamos al límite de nuestras fuerzas sin demasiado tiempo para disquisiciones sobre trabajar para vivir o muriendo por consumir.
Si esto encarna algún grado de corrupción entendido como podredumbre no lo sé, pero pienso preguntárselo al general ni bien llegue, porque estoy harta de los que hablan en nombre mío machacando que vivimos en el mejor de los mundos…
_ ¡Alguien viene! vocearon los vecinos que sin disimulo alguno se detuvieron con sus perros a la puerta de la casa de Lucy, entre ellos Pachi el peluquero.
(2 espacios)

   La peluquería.
Durante casi setenta años la cortina de la peluquería se levantó de martes a sábados y los domingos hasta mediodía como que el sol alumbra, exceptuando la licencia durante la semana de carnaval y la semana de turismo, santa para los creyentes. Si se quiere un vestigio de leyes emblemáticas de más de un siglo que delimitaban el papel del Estado y de la iglesia católica en la sociedad uruguaya.
Don Patxi, el viejo, impuso a la antigua usanza el corte de pelo en los días habilitados aunque hacia el final cuando la jubilación auguraba el tiempo de la paz y el descanso lo tomó por asalto la paranoia; él era uno de aquellos inmigrantes bien dispuesto no sólo a trabajar sino a morir en el lugar de trabajo como la exaltación a una vida regida por la vocación y el oficio de las navajas. Cierto cansancio que le producía el cambio de época, cotidianos, como el desagradable sabor de la yerba mate o los robos a mano armada en pleno mediodía, fueron sedimentando la idea fija de que llegada la hora del retiro el reposo como estado natural era una quimera. Y el fantasma de las dos explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki que revoloteaban en su memoria como pájaros de mal agüero, lo indujeron en los últimos años de actividad a que los sábados prestara sólo atención a los clientes que exclusivamente requerían el arte del afeitado y pelusa.
Enemigo acérrimo de los doctores y sin advertir el peligroso camino a la locura, se dio a explorar hasta la fijación algunos preceptos al releer preso de la ansiedad los fascículos coleccionables de la Biblia y en un plazo indefinido como tardío empezó a concebir la idea de la venganza universal y abstracta. Por lo pronto, excusándose por la falta de turnos, había dejado de atender a dos clientes, Pereira padre y su hijo Jazmín por su condición de negros.
(1 espacio)
Considerando el aggiornamento impostergable del negocio, sin importarle la mirada severa con que su padre desde la silla de ruedas justipreciaba las cosas y el más leve movimiento que lo rodeaba, Pachi el joven, comenzó por aplicar el enduido a las paredes hasta acabar con la pintura del local, y se dio por satisfecho una semana después cuando el herrero consideró que la cortina metálica quedó restaurada a nuevo.
Desde que murió su madre, ser hijo único lo convirtió en parte indiscutible de la ambición paterna, en una parte inseparable de los bienes muebles de la peluquería. En algún período de crisis, llegó a sentirse como un robot programado en el arte del corte de pelo, rapado y barba, hasta pensar en terminar con todo… si no hubiese despertado a tiempo.
Su padre nunca le perdonó haber mutado el apelativo de Francisco, que al viejo remitía a Patxi Andión, canta-autor irreverente de los sesenta, un ninguneado por los cultos y las vanguardias que con voz aguardentosa azuzaba a los segregados como a los conformistas de la España franquista.
Para el padre, Pachi sonaba a un apodo insustancial como todo lo moderno.
Tampoco perdonó la soltería de su hijo que prefirió divagar entre vagos disfrazados de pacifistas para enredarse en el enfermizo mundo de la literatura, secta devota a los libros raros destinados a ser víctimas de un legado persecutorio, que salvados de la hoguera sobreviven en las mesas de usados de las Librerías Pocho. Aquellos extraños títulos lo acosaron como lo acosaban los síntomas de la diabetes: “La naranja mecánica”, “La gallina degollada”, “Las palmeras salvajes” entre otros esperpentos que ya no recordaba.
¿Qué hemos ganado? recriminaba el viejo desde la silla a cada anochecer, sino abrevar en las miserias de un mundo envilecido que se ríe de los nuestros. La pregunta con la ácida desesperanza latente con el paso del tiempo carcomía los pensamientos del viejo Patxi, víctima en los primeros tiempos de sus paisanos ni bien arribar al puerto montevideano cuando comprendió que los sueños en estas tierras, a poco, no diferían de la explotación en el viejo mundo. A salvo de las hambrunas y las guerras recurrentes y los desterrados por millones, mal se podía considerar un paraíso el mundo atrasado de los criollos. Y así habría de continuar con el estigma de los inmigrantes pobres sino fuese porque un día tomó la navaja, descartó cortarse las venas en un acto desesperado para a continuación ofrecerse a cortar el pelo y la barba a los transeúntes en la vereda de un terreno baldío, camino al hipódromo y los studs. Ese fue el comienzo de la profesión que lo acompañaría hasta el final y legara a su hijo.    
Pachi el joven, dividía sus horas entre el trabajo en la peluquería y jugar al ajedrez, sino estudiar el desarrollo de las partidas de otros socios que ocupaban una o dos mesas del saloncito del Barquisimeto F. C. Le gustaba asumir el secreto papel del analista y tenía tiempo para ello. En la casa se comportaba como un solitario, escuchaba a “Pink Floyd” y “La vela puerca”, aunque asistiese a su padre cuando éste lo solicitaba y la compleja situación dejara entrever que en el futuro cercano necesitarían de una cuidadora durante el día. Todavía no se había decidido, algo inexplicable lo demoraba a un día de estos poner un aviso en la cartelera del club.
La peluquería, sin él advertirlo al principio cuando era el imberbe ayudante de Patxi, era el terreno fecundo para el estudio del comportamiento humano. Los clientes conformaban sin saberlo la materia fértil para el estudio y el descubrimiento. Posteriormente, cuando su propio saber se acrecentó, observaba las reacciones de la mente y el alma en condiciones tan diversas como en los angustiados o los eufóricos. Así y después de mucho tiempo creyó descubrir la medianía de los estados del ánimo de los individuos, como la conformación posible del sentido común de una sociedad. Era consciente de que carecía de una base teórica pero mantenía viva la disposición de iniciar los estudios universitarios cuando dispusiese a las anchas de su tiempo.
Mientras mantenía la tradición del afeitado y asentaba en el cuero el filo de su navaja preferida, una Waldorf comprada en la feria de Villa Biarritz, lo obsesionaba pensar si no había llegado el día de cortar cabezas.
Por décadas, la doble moral de los ministros habían desquiciado la sociedad y no sólo ellos, también los traficantes de futbolistas en línea con la corruptela de la FIFA, como el negociado con la falopa entre otras interminables plagas bíblicas denunciadas por su padre.
Lo único que lo inmovilizaba misteriosamente a comportarse como un carnicero era el visceral desacuerdo con Patxi y el consejo del entrometido don Tito, un amigo.
_ Pachi, antes de cortar cabezas deberías pensar con la cabeza. Soñar con hacer justicia por mano propia es indigno de un jugador de ajedrez.

Comentarios

Entradas populares