El laberinto catalán /JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN / CTXT


Algunas de las medidas planteadas por el 155 son claramente inconstitucionales porque atentan contra derechos fundamentales y principios democráticos



Un laberinto, según la etimología griega y latina, es un lugar formado por calles y encrucijadas, intencionadamente complejo para confundir a quien se adentre en él. En los laberintos se entra, algunas veces, por equivocación; y en otras, por el simple afán de desafiar los obstáculos y emprender la aventura de buscar una salida.
En el actual laberinto catalán deambulan personas cargadas con las historias del pasado y otras más conscientes del presente que estamos viviendo. Lo racional es buscar la salida, pero algunos, desorientados y tensos, prefieren permanecer atrapados en sus intrincadas sendas y no son capaces de buscar el hueco que les lleva a la realidad exterior.
A estas alturas creo que nadie debería desconocer, y mucho menos los políticos, la singularidad de la cuestión catalana. Todos los historiadores y viajeros que desde hace siglos se han acercado, con curiosidad, al conocimiento de nuestro país han destacado de muy especial manera la realidad de Cataluña. Para no perdernos en innumerables citas, me gustaría destacar los estudios sobre los antecedentes sociales y políticos de la Guerra Civil en España, del historiador inglés Gerald Brenan, que dedicó una especial atención a la cuestión catalana, y del historiador francés Pierre Villar, que dedicó uno de sus trabajos a encontrar el Encaje de Cataluña en la España moderna.
En estos momentos, creo que no tiene mucho sentido mirar hacia atrás y enredarnos en reproches mutuos sobre lo que pudo haber sido el Estatut de julio de 2006, votado por el Congreso de los Diputados y por el Parlament de Cataluña y refrendado en las urnas, que  el Tribunal Constitucional, por impulso del Partido Popular, se encargó, según frase de un conocido político, de “cepillarlo”, convirtiendo su sentencia en un agravio que todavía esgrimen los sectores independentistas.
Los políticos catalanes, en mi opinión, debieron meditar seriamente antes de lanzarse hacia el vacío de una independencia unilateral, amparada en un referendo inconstitucional, sabiendo cuáles eran las circunstancias del presente y el panorama internacional, político y económico, en el que estamos inmersos. No es posible seguir esos derroteros sin tener en cuenta que España está integrada en una comunidad de naciones con vocación de superar las nacionalidades del pasado, con una política económica basada en la libre circulación de capitales y servicios, y con una moneda única que acaba de sufrir una fuerte sacudida ante la aprobación mayoritaria del Brexit por los ciudadanos del Reino Unido.
Creo que todavía hay tiempo para reconsiderar el presente y seguir buscando una salida negociada, para la que ambas partes cuentan, a pesar de las posturas oficialistas, con la gran mayoría de la opinión pública europea e internacional. Como es lógico, los socios comunitarios no podían apoyar una ruptura del texto constitucional sin poner en grave riesgo los pilares que difícilmente sostienen, en estos momentos, la Unión Europea; pero han dirigido mensajes inequívocos sobre la necesidad de resolver el conflicto con arreglo a los parámetros propios de países con una democracia avanzada y una cultura y civilización basada en el diálogo y no en una confrontación de consecuencias imprevisibles.
El Gobierno central se aferra al artículo 2 de la Constitución, que proclama la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles; como es lógico, pretende mantener su integridad territorial. Creo que reaccionó de forma torpe, con resabios autoritarios del pasado, frente a un referéndum cuyos resultados se agotaban en sí mismos, empleando, ante la perplejidad, el rechazo y el asombro de la comunidad internacional, la violencia policial para cerrar colegios electorales, romper urnas y reprimir violentamente a personas que pretendían ejercer su derecho a votar.
Algunos políticos catalanes no supieron administrar el caudal de comprensión que les suministraba la desproporcionada reacción del gobierno central y aprovecharla para seguir pidiendo diálogo o abrirse a otras oportunidades. Han optado equivocadamente por seguir adelante, aún a riesgo de darse con la cabeza contra el muro que se opone a sus deseos independentistas. El Gobierno del Partido Popular, con el apoyo de Ciudadanos y --no sé cómo calificarlo-- la complicidad del PSOE, ha decidido utilizar el remedio extremo que contempla nuestra Constitución en el artículo 155, para aquellos casos en que las decisiones autonómicas no solamente son contrarias a Constitución sino que atentan gravemente contra el interés general de España.
En mi opinión, una vez tomada esta complicada decisión, se debe hacer una lectura reposada de lo que significa su aplicación excepcional y de las consecuencias que podría acarrear. El Tribunal Constitucional, en una sentencia de febrero de 1981, advirtió de que el poder de vigilancia no puede colocar a las Comunidades Autónomas en una situación de dependencia jerárquica respecto de la Administración del Estado, pues tal situación no resulta compatible con el principio de autonomía y con la esfera presencial que de este se deriva. El artículo 155, en contra de lo que se ha dicho, no tiene una redacción ambigua sino incompleta, que hubiera sido necesario desarrollar mediante la correspondiente ley orgánica.
Es cierto que autoriza al Gobierno a adoptar las medidas necesarias para obligar a una Comunidad Autónoma al cumplimiento forzoso de las obligaciones que les imponen la Constitución u otras leyes, con el objetivo de proteger el interés general, pero a renglón seguido establece que para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las autonomías.
Antes de que se debata en el Senado, hemos conocido el alcance de las medidas adoptadas; al parecer --nadie lo ha desmentido--, abarcan la sustitución del Govern de la Generalitat; la tutela, a todas luces incongruente, de un Parlament que encarna la soberanía del pueblo catalán, y, en un crescendo desaforado, incluso el control de los medios de comunicación pública para someterlos a una censura previa y a un dirigismo político, gravemente atentatorios contra los derechos constitucionales.
En principio nada habría que oponer al control del Gobierno autonómico, ante una hipotética desobediencia a las instrucciones recibidas, según establece el texto constitucional, pero avanzar un paso más nos sitúa en un panorama en el que las decisiones que se adopten, apoyadas en la Constitución, pueden resultar paradójicamente inconstitucionales.
La destitución del president de la Generalitat choca frontalmente con las facultades que le corresponden en exclusiva al Parlament que, según el Estatut, es la sede donde se expresa preferentemente el pluralismo y se hace público el debate político. El mismo texto estatutario establece que el presidente o presidenta de la Generalitat es elegido por el Parlamento de entre sus miembros. Cercenar la autonomía y soberanía de un parlamento es una cuestión que afecta a los más elementales principios de una democracia. Creo que, antes de acordar el cese del president, el Gobierno central debería meditarlo seriamente, y para ello tiene el espacio que le proporciona el debate previo en el Senado.
La ocupación, dirección, tutela y consignas a los medios audiovisuales de carácter público chocan con el texto del Estatut que, en su artículo 82, establece que el Consejo Audiovisual de Cataluña es la autoridad reguladora independiente en el ámbito de la comunicación audiovisual pública y privada. El Consejo actúa con plena independencia del Gobierno de la Generalitat en el ejercicio de sus funciones. La medida incurre además en inconstitucionalidad al contravenir radicalmente el derecho a la libertad de información veraz por cualquier medio de difusión.
Por otro lado, la utilización abusiva del derecho penal, que siempre ha sido la última razón para intervenir en los conflictos sociales, tampoco contribuye a distender la tensión y a abrir espacios para el diálogo y la discusión sobre propuestas concretas. Exigir responsabilidades penales a los miembros de la Mesa o a los parlamentarios invade un espacio sagrado de todo parlamento, el de la inviolabilidad y la inmunidad parlamentaria. Generalizarla y llevarla hasta extremos tan distorsionadores como la sedición o la rebelión me parece un despropósito jurídico que difícilmente gozaría del apoyo de la mayoría de los especialistas en derecho penal, tanto españoles como extranjeros.
EL ARTÍCULO 2 ES UNA AMALGAMA CONTRADICTORIA DE PRINCIPIOS POLÍTICOS CONSTITUCIONALES. POR UN LADO SE ASUMEN LOS POSTULADOS CENTRALISTAS Y FÉRREAMENTE UNIFICADORES, CONSOLIDADOS DURANTE LA DICTADURA, Y POR OTRO SE HACE UN RECONOCIMIENTO A LA EXISTENCIA DE NACIONALIDADES Y REGIONES.
Hay que buscar imperiosamente la salida del laberinto. En principio sólo se puede encontrar si las dos partes en conflicto se alejan de los que por un lado propagan el mantra de que España nos roba, y, por otro, a los que de manera desaforada y sin la más mínima racionalidad, gritan “a por ellos”. El resto debemos buscar una posibilidad de diálogo, para establecer las bases de una relación futura, teniendo en cuenta los precedentes canadienses. Sus expertos constitucionalistas advirtieron de que una declaración unilateral de independencia enfrentaría muchas dificultades para obtener el reconocimiento internacional y que, por otro lado, sería contraria a su texto constitucional. Pienso sin embargo que con la mesura y el afán de entendimiento que debe predominar en una sociedad democrática avanzada, se podrían discutir las bases para fijar una nueva asociación económica y política de Cataluña en España.
Todavía estamos a tiempo de formular alternativas que ensanchen el círculo de hierro de una Constitución que incorpora en su artículo 2 una amalgama contradictoria de principios políticos constitucionales. Por un lado se asumen los postulados centralistas y férreamente unificadores, consolidados durante los años de dictadura, y por otro, de forma contradictoria, se hace un reconocimiento a la existencia de nacionalidades y regiones.
La Historia y la responsabilidad política nos obligan a relajar las tensiones para sentar las bases de una relación fructífera y duradera, dentro del marco de una España constitucionalmente renovada y actualizada.
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José Antonio Martín Pallín. Abogado. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
AUTOR
José Antonio Martín Pallín
Es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).

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