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La Zaga Oriental 17 / Por Josè Ferrite

   Jaramillo, recuerdos de Buenos Aires.
La conversación con Lucy había sido placentera pero al cabo de un rato se fue apagando como todo a nuestro derredor, hasta que caí en cuenta que el único sonido en el interior del vehículo era el ronroneo del motor diésel y el repique de la lluvia.
Como música de carnavales, sonrió el hombre cerrando los ojos.
Recordaba nítidamente las visitas a Buenos Aires, la primera en diciembre de 1999 y otra a la ciudad de La Plata para las fiestas del Bicentenario, en 2010.
Con “La Milagrera” habían realizado varios espectáculos en Argentina, que en alguna medida compensaba el tiempo improductivo cuando en época otoñal los montevideanos optaban por otras propuestas culturales o deportivas y entonces, los murguistas no teníamos ni para yerba. Sin contar los casos raros como ocurrió en 2011 cuando se conmemoró el aniversario de la Batalla de las Piedras y en los festejos… las murgas ni siquiera fueron invitadas por la Ministra. Quizá porque somos sospechosos de portar identidad mestiza y eso, entre las razas puras y los artistas disciplinados… bueno… fue raro, muy raro.
En la Avenida Belgrano al 2500, como se guían allá, está el sindicato conjugando un contradictorio reciclado que recuerda el nuevo Hotel Carrasco, no tanto por la monumental obra de los arquitectos Dunat y Mallet como por el divorcio de una casona señorial que todavía conservaba las rejas originales y los vitrales, pero que había resignado a la piqueta algunas paredes ocupadas por estructuras de metal y vidrio de dudosa modernidad. Un sindicato con representación en todas las provincias, (en todas partes hay un sinnúmero de funcionarios estatales que reportan al sinnúmero de secretarías del Ministerio), y que funcionaba en una multitud de oficinas distribuidas en tres pisos con aire acondicionado central y wait-fait.
El anfiteatro de ATE* fue en más de una ocasión el lugar del reencuentro con los compatriotas desterrados. Un sindicato de puertas abiertas hacia otras organizaciones sociales o con individuos que deambulaban por las fronteras de una sociedad de excluidos cuando el paro, años ha, había alcanzado a multitudes.
 (*) ATE, Asociación de Trabajadores del Estado. A pie de página.
Al anfiteatro llegaban padres e hijos y la promesa de disfrutar una velada con una arquetípica murga uruguaya, engalanada de vistosos atuendos y maquillajes teatrales como floreaban en el verano montevideano. Eran esos momentos sublimes del arte que permitía comunicar y restañar las raíces de nuestra identidad cultural al regodearse en el otro. Y la alegría se manifestaba desde el asombro de quienes se asomaban por primera vez a la mágica actuación de los murguistas, y en otros, las lágrimas denotaban el tumulto de recuerdos encontrados, en tierra hospitalaria que no dejaba de ser otra tierra. Muchos de los migrantes daban la impresión de estar en un lugar provisorio, sino de paso por la vida, como quién mira desde un ómnibus atravesar una ciudad o un pueblo en cuestión de minutos. Pero en un migrante desorientado los minutos podían transformarse en una cadena de años y años, y en una condena cuando caía en cuenta que consiente o no, había quemado las naves como el artero Cortez y entonces no había vuelta posible ni nada tenía sentido. Porque la “patria peregrina” como dice sentidamente un Ministro, son personas que aun soportando ventiscas echan raíces, si se quiere tiernas como el clavel del aire, y celebran muertes y nacimientos, trabajan y luchan para afincarse en un lugar como solo saben hacerlo los desterrados.
Los migrantes económicos, me decía un viejo establecido al sur, en Monte Grande,  quedan anclados por culpa de los hijos… y por amor a ellos la mayoría desiste de la idea del regreso aunque vivan aferrados a la nostalgia, a veces malsana. No existe la patria peregrina, decía convencido, salvo en el palabrerío monótono propio de los sedentarios.
Asunto antiguo como las novelas de caballería. ¿Quién no conoció un español o un italiano rememorando cosas de su tierra, ecos de la aldea que ya no existe? Tamaña tristeza  embarga de por vida y cuando algunos tienen la oportunidad de visitar el terruño natal, tardan emocionados en reconocer el irreconocible paisaje de la niñez, saludar abrumados de sentimientos encontrados la silueta extraña de lo que para cada uno era su hermano. Uno portador de la culposa prerrogativa de ser el primogénito… y único heredero de unas parcelas que multiplican el minifundio en el viejo continente, el otro padeciendo la indiferencia o el olvido de los que emprenden un viaje forzado.
Las guerras europeas barrieron, como al despertar de una pesadilla, con los sueños alterados por la realidad y el regreso del pobre a su pobreza. Así fue que una parte de ellos regresó al trabajo y otra sin hallarlo, fue incitada a partir al extranjero o lo que es decir, un largo adiós.
Sentí que ella se movía en el asiento pero no podía asegurarlo. El chofer del ómnibus no dejó un bache sin esquivar y era perdonable, porque una pátina acuosa impedía distinguir nada que no fuera imaginar la ruta paralela a las cunetas inundadas bajo la lluvia.
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El Torcuato Tasso era otra cosa… construcción estoica de puro antigua en la bajada de la calle Defensa frente al Parque Lezama.  
Un parroquiano lenguaraz de los que no faltan en el Bar Británico me comentó que el abarrancado solar fue un lugar emblemático: en el siglo XVIII fue utilizado por la Real Compañía de las Filipinas,  una empresa privilegiada establecida en 1785 por una Real Cédula de Carlos III que otorgaba el monopolio entre las colonias y la metrópolis; el comercio esclavista entre otros…
El sitio cambió de dueños con el paso del tiempo, don Ridgley Horne entre otros, que a la caída de Rosas debió marchar al exilio en Montevideo. Durante años en la casona flameó el pabellón inglés (mientras los Aliados intrigaban con aprontes para la invasión a Paysandú y al Paraguay) y por eso los porteños la llamaban la “Quinta de los Ingleses”.
Posteriormente, el explicador perdió la mirada en la fronda del parque mientras hacia una pausa para beber un sorbo de gin-tonic.
El terrateniente salteño Gregorio de Lezama, dijo retomando la conversación, compró y remodeló el lugar con el concurso y diseño de un paisajista belga, acorde a las modas en boga, allá por 1860.
Por su parte, dijo con fastidio, el alcalde de la ciudad la emprendía en 2013 con nuevas reformas y la manía persecutoria de enrejar todas y cada una de las cosas públicas. El Parque Lezama no fue la excepción a la piqueta neumática por más que los vecinos de San Telmo, La Boca y Barracas se manifestaran en contrario.
Buenos Aires no es la misma que conocí en 1999… pensaba Jaramillo al frescor del aire acondicionado.
El Torcuato Tasso era otra cosa. El frente semejaba el mal remedo de un night club de los años sesenta, con algunos escalones que daban a la estrecha puerta, oscurecida tanto como la entrada por una media luz artificiosa que se perdía en el empedrado de la calle Defensa. El interior del local, un centenario galpón sobreviviente, llamaba a sorpresa con una nutrida distribución de mesitas y sillas como lo permitiese el espacio, el escenario a espaldas del que ingresa y al fondo, el mostrador y la cocina con una legión de mozas, cocineros y ayudantes. Las paredes con estética pop estaban tapizadas de afiches que rememoraban películas emblemáticas como “Gatica” o “La guerra gaucha”, así como el homenaje evocador de luchadores sociales y reconocidos revolucionarios, a mujeres como Evita o Juana Azurduy; sino históricas convocatorias de los resistentes peronistas que jalonaron una época. La iconografía latinoamericanista predominaba en la atmósfera del lugar. La agrupación Oesterheld responsable del emprendimiento, había tomado el nombre de un emblemático escritor y guionista de historietas desaparecido a manos de la dictadura argentina.
Dos noches de agosto nos presentamos con “La Milagrera Era” y lo recuerdo como si fuese ayer, cosechamos del público ovaciones y cánticos políticos que nos penetraron hasta los tuétanos movilizando nuestra propia historia compartida.
Regresé del sopor que producen los recuerdos, la pierna de Lucy me había rozado lo suficiente como para desvelarme y dilatar aún más la hora de llegar a Nueva Palmira.
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   Finca do Café, 6,48 A.M.
Silvina miró su reloj y el del tablero electrónico, ambos coincidían: 6.48 de una mañana húmeda. Interrogó con la mirada a Josualdo ante un gentío que se movía alocadamente en todas direcciones, unos hacia la boca del subterráneo o los andenes del ferrocarril, otros hacia las paradas de ómnibus y taxis; nosotros sin poder divisar, inmersos en algo parecido a un mar embravecido, a nuestros compañeros invisibles entre la desenfrenada multitud.
_ Esperemos en la confitería, dijo Josualdo señalando la Finca do Café.
Desde la mesa podían observar las calles y la autopista elevada y más alejada la Plaza Constitución, como también en la dirección opuesta el amplio hall de la estación ferroviaria, los portones y el abanico de vías con destino al sur. Tenían una buena visión de todo en rededor y el cansancio y la paciencia suficientes para esperar la llegada de los otros compañeros según lo convenido: encontrarse entre las ocho y nueve, en la confitería, sin llamar la atención de la policía de civil dispersa entre otros tantos miles de afiebrados pasajeros en dirección al empleo o de regreso a casa. Como había advertido Amoroso en Tres Cruces, también en el hall de la Estación Roca las cámaras de vigilancia paneaban el lugar a diestra y siniestra evocando las pesadillas de Foucault. Optaron por ignorarlas como forma de conjurar la posibilidad de ser descubiertos. Nunca lo mencionaron abiertamente, pero temían que una situación confusa deviniera en cargos por violar la ley anti-terrorista. El perfil de Jaramillo no ayudaba, la tez morena tampoco y el pelo hirsuto daba a la perfección con el arquetipo hollywoodense del  “sospechoso tipo” del mundo árabe.
Silvina se lo comentó a Josualdo y éste desestimó la observación con una sonrisa.   
_ No te preocupes, bastaba que nuestro amigo saludase en voz altisonante y con la matera colgada al hombro para reconocer que era un turista cien por cien uruguayo, respondió a modo tranquilizador.
Pidieron el desayuno de la promo: café con leche y tres medialunas. Y dos aspirinas para Josualdo.
_ Cuarenta pesos argentinos por persona está bien, el cambio nos favorece, dijo ella.
_ ¡Una aspirina, dos pesos! espero que la suerte nos favorezca en esta ciudad que suda extrañeza, dijo el hombre con toda la negatividad que cargaba.
Recordó las escenas de viejos films que era su vida misma: la niñez en el reformatorio; la mujer que amó pero al tiempo se convirtió en implacable fiscal; sonrió al recordar a la “liebre” García y los dos años purgatorios en el penal; el agriado sueldo de un empleado de correo privado y los delirios alcohólicos, que no fue el final porque el destino quiso que  después de tantos años sin verse se topara con Jaramillo. Y abrir una expectativa como si destrabara una vieja reja cuando el dire lo invitó a sumarse a otros murgueros y él, Josualdo, cuarenta y tres años, solitario bebedor empedernido pudo remontar que no todo está perdido. Y ahora esto, en una mesa de bar acompañado por una muchacha tan sorprendente como la vida misma.
Una niña recorrió las mesas vendiendo una rosa roja seguida del hermanito que a su turno ofrecía revistas de “palabras cruzadas”. Alguien fue tentado a comprar, pero Silvina entre otros les dio un billete que se reflejaron en la mirada agradecida de los niños.  
_ ¿A quién puede interesarle las palabras cruzadas? preguntó ella al niño.
_ Son necesarias señora y mejores que la “Guía de la Ciudad”, respondió el chiquilín.
_ No comprendo.
_ Yo tampoco señora, pero nos han enseñado que las calles no llevan a ningún lado.
_ Nosotros ahora vivimos en este lugar señora, intervino la niña sentando pertenencia.
_ Siempre nos encontrará en la estación sin importar la hora, dijo el botija, porque ahora es nuestra casa. Después nos dio un apretón de mano a cada uno seguido de un choque de puños y la sonrisa a flor de labios.
Al observarlos cuando salían, Josualdo descubrió al amparo de las escaleras a decenas de personas bajo colchas de cartones y nilón, pobres sin techo negados hasta del sueño milagroso de los durmientes de Éfeso, porque de un momento a otro serían intimados por la Policía Metrópolis a dejar despejado el lugar.
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   Noche tormentosa.
El fastidio de Jaramillo era mayúsculo, la lancha que unía Nueva Palmira  con Tigre perdió el rumbo en la noche, el timón giró al azar tan confundido estaba el timonel y entonces la embarcación encalló contra la arena embancada entre los pajonales. El patrón apagó el motor y redujo las luces a la espera de la ayuda requerida por radio. Tenía muy presente una situación similar cuando otra embarcación quedó varada y comenzó a hacer agua en la sala de máquinas, aquella vez el pánico hizo presa de los pasajeros que se precipitaron al agua sin salvavidas y algunos de ellos murieron ahogados en un metro escaso de profundidad. Pero era sabido, que en el río los vendavales y la noche carcomían los nervios de las personas como las termitas a los cascos viejos arrumbados en los astilleros. Bastaba un grito destemplado en medio de la oscuridad para que la situación difícil en cuestión de segundos deviniera en caos.
Debieron esperar dos largas horas para que los ayudaran a zafar de esa posición y otra hora en la revisación médica de rigor al llegar al puerto del Tigre, considerando las posibles demandas a raíz del accidente fluvial por la consabida perspicacia para regatear de las empresas de seguros. Dos ancianos con el calzado mojado acusaron signos de hipotermia y unos recién casados en luna de miel mostraron su fastidio porque no alcanzarían a tomar el ómnibus de las diez y treinta con destino a Bariloche.
Cuando llegaron a la Finca do Café pasadas las once, pidieron tres desayunos y dieron a la camarera las señas de Josualdo y Silvina. Amoroso tembló de solo pensar en la amada abandonada a su suerte y Jaramillo sometido a la ansiedad de las últimas horas enmudecía al caer en cuenta de las cosas no previstas, mientras, Lucy se entretenía mirando en derredor hasta que capturó su atención las noticias del plasma.
Habían encontrado a un fiscal muerto en el piso trece de la torre Le Parc y las primeras hipótesis  rondaban entre la posibilidad del suicidio o el asesinato. Un traductor criminalista esbozó frente a la cámara la teoría del asesino invisible, y para establecer un paralelismo que diera cierto fundamento científico citó la novela policial de las noruegas Reiss y Andersen.
Jaramillo permanecía ausente.
_ Ahora que lo decís, dijo la moza, estuvieron dos hasta hace un rato nomás. Una pareja diferente, con equipaje de mano… lo llamativo es que no parecían ser padre e hija, una linda muchacha y un viejo… excéntrico, con el termo y mate como vos, ¿uruguayos?
_ Son ellos, reaccionó Jaramillo y por lo bajo renegó de su perra suerte.
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   Hotel Dos Mundos.
Un canillita les dio algunas explicaciones básicas para llegar a la  Costanera Sur en tanto procedió a venderles la tarjeta magnética SUBE y la Guía de Calles. El hombre joven miró a Silvina y a Josualdo de modo pendular una y otra vez, con la calidez humana que los atribulados peatones carecen, para señalar con el índice la parada del colectivo 4 a Costanera.
_ Cuídense, a veces perderse en la ciudad es un modo de resignarse al destino.
_ Gracias amigo, dijeron a modo de conjuro sopesando el enigma cada uno por su lado.  
_ La bella y la bestia, dijo por lo bajo mientras los veía alejándose.
¡Crónica! ¡Nación! Voceó al paso apurado de los que llegaban tarde.
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Tomaron un cuarto doble en el Hotel Dos Mundos, con baño y aire acondicionado. Desayuno incluido, frugal. La limpieza era raleada como las palabras “castellanas” de la mucama nigeriana que les tocó en suerte. Ventana a la placita Roberto Arlt.
Pagaron siete días de estadía por una habitación doble, tío y sobrina en camas separadas. Silvina dijo que estaban de paseo y shopping, montevideanos, para así satisfacer la mirada inquisidora del conserje. Josualdo sonrió ante los reflejos mentirosos de la muchacha. El hombre de gastado saco gris les entregó la llave de la habitación 409 y no prestó más atención, a pasajeros que como tantos suelen exhibir diferencias que los distinguen.
Habían caminado hasta la media tarde de un día caluroso y húmedo como acostumbra diciembre en Buenos Aires y considerando el viaje de la noche, a esa hora el cansancio los redujo a dos seres demandantes de un poco de sosiego. Josualdo se quejó del dolor en las rodillas. La ducha no solo fue reparadora para la muchacha sino que remitió a arcanos recuerdos como vivir en un mundo feliz. Para el hombre la lluvia tibia restablecía al cuerpo la calidad de humano que le retacearon en la fría prisión.
_ Recorrer una ciudad extraña, dijo Silvina, tiene algo del asombro de quién enfrenta a las casas asoladas por las inundaciones o los bombardeos, nada es reconocible, la fachada trastocada de los edificios atrapa las miradas para desazón de las personas que deambulan aparentemente sin ton ni son, buscando no saber qué.
_ En cambio, la ducha y un buen colchón, deslizó Josualdo, sirven para mitigar los sinsabores de los forasteros y más de los pelotudos, que vaya a saber uno por qué motivo nos desencontramos en la Finca do Café.
Silvina sonrió distendida aunque confesó sin tapujos extrañar a su amante.
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El hombre reconoció sentirse sorprendido ante la escala monumental de los “Bulk Carrier” en reparación, moribundos sobre los carritos del syncrolift como las ballenas varadas en la playa, acosados por un enjambre de obreros, mangueras y andamios y luces por doquier con el fin de reacondicionar las joyas más preciadas del comercio ultramarino: los barcos mercantes.
Caminaron por unas callecitas sin nombre bordeando las rejas perimetrales de la zona portuaria hasta llegar al obrador de los belgas. En el portón, un joven con uniforme de la Prefectura Naval dio la información básica que suele brindarse a personas que pasean, pero intuición o vaya a saber qué, a poco se presentó como hijo de una familia de trabajadores. Por cosas, dijo el uniformado, del destino o de la reforma portuaria de los noventa, él no encontró otra oportunidad de empleo que ingresar al servicio de la prefectura.
Las dragas belgas son parte de esa historia de vergüenza nacional cuando los gobernantes negaron a las empresas del país lo que facilitaron a las empresas extranjeras, concluyó como un íntimo descargo por razones de conciencia.
Las pintadas en los muros acusando a los sindicalistas vendidos, actualizaban históricas denuncias.
Josualdo alcanzó a percibir en el aire los olores de la bahía de Montevideo y acusó otro dolor en el costado, una puntada de nostalgia en su primer día en tierras extranjeras.
Asunto que pudorosamente comentó a Silvina recostada en la cama con las piernas elevadas y gráciles como mástiles, bellas y portando el misterio que encerraba el tatuaje de una pantera y una rosa en el muslo izquierdo.
La mujer lo invitó mientras fumaba un Marlboro a jugar con imaginar una situación fruto de la nostalgia. Ella dijo recordar a las amigas de la niñez y los gritos destemplados mientras jugaban al vóley, y las caras borrosas y más borrosas por los inasibles recuerdos que se perdían en el anestésico olvido. La nostalgia de lo perdido, aseveró.
Josualdo escuchó en silencio mientras cebaba mate, sin decidirse a jugar o no.
En los días de reclusión jugar con la imaginación podía conducir a una tragedia,    algunos botijas no lo soportaron y con un nudo corredizo pusieron fin a su condena.
Él dijo imaginar al viajero que conoce a una mujer en país extranjero y convierten en amantes, pero el hombre, prisionero de su pasado e inseguro como un indocumentado enloquece de sólo pensar en la novia que abandonó apenas jurar un pronto regreso.
Ella sonrió mientras recibía el mate.
Después dijo imaginar a una muchacha impetuosa que pretendía rendir el mundo a sus pies, mundo desconocido en el horizonte de la niña que creció en un cansino pueblo chico, aguardando la juventud para volar y abrazarse a una ocupación de su agrado. Frente a la ciudad soñada quedó desilusionada a poco y prisionera por años en una oficina olvidable. Algo indujo a la muchacha imaginaria a abrazar el sueño de regresar al mundo de la niñez, pero al despertar cayó en cuenta sin comprenderlo que se había trastocado la dimensión del tiempo y la niña era para entonces una mujer adulta con síntomas de soledad. Cuando cumplió sesenta años, devorada por la nostalgia comprendió que estaba resignada a los caprichos de los nuevos tiempos. Años después llegaron terribles noticias, que las oficinas de la calle Suipacha habían sido trasladadas al parque industrial de Campana; que su entrañable pueblo resultó  desplazado sin más trámite del mapa canario, así como tronchado el bulevar arbolado por imponentes máquinas para construir la nueva Ruta 5. Ahora, al ojear el álbum de fotos, ella y los suyos eran personas casi desconocidas si no fuese por la permanencia de los pocos datos manuscritos al dorso.
Josualdo movió la cabeza como si tratase de despejar una idea maligna.
   Entre saltar un arroyito de límpidas aguas o navegar cinco mares de nostalgia, qué significado puede tener para el que nada tiene, desterrado y con unos pocos pesos en los bolsillos, ignorante del nombre de los pájaros y el trino que los distingue, extraviando en la memoria el sonido dulce del idioma materno.
   Imposibilidad de hablar con la espontaneidad de las cosas propias, decir y contradecir al decir: truco, quiero, retruco, vale cuatro. O dormir acosado por la maldición de adoptar una lengua exótica, que la mayoría de las veces malogra la intención de comunicarse y siempre termina por corroer los sueños. Y después, impregnado de nostalgia como del humo de la estufa, regresar un día cualquiera hasta percibir que uno es extranjero en la tierra que lo vio nacer…
Ella habló de otras muchachas que rompiendo moldes arcaicos desafiaron las costumbres para arremeter con dignidad el ensueño del progreso en oscuros talleres, uniformadas para la producción a destajo, el horario extenuante2, el jefe acosador y la paga raleada. O encerradas en iluminados salones desnudarse con el fingido arte de agradar por una promesa falsa y algo de dinero. Y a la disímil hora de la nostalgia unas y otras añorarían una posibilidad, una sola oportunidad que justificase el desafío acometido leyendo la borra del café o vigilar el teléfono enmudecido aguardando una voz salvadora.
Silvina, recostada en la cama expulsaba al fumar las volutas de humo como en las naves artificiosas de Fellini, mientras pensaba los calculados pasos en su imaginario debut en “La Milagrera Era”, dispuesta a enfrentar la mirada experimentada y examinadora del director Jaramillo Flores… con el mismo desparpajo que a los cosos de la facultad.
_ Nuestro capitán, dijo sin ton ni son retornando a los contornos de la pieza.
Josualdo tosió y fue por un vaso de agua y una aspirina, sentado en la cama como un vulgar espectador descubrió la abismal distancia que lo separaba de la muchacha, visualizó apesadumbrado el interregno entre el desenfado bullicioso de las noches de carnaval y los despojos malolientes del día siguiente al paro de los basureros.
_ Que tengas un buen descanso, deseó el hombre recostándose de cara a la pared.
_ Buenos sueños, deseó la muchacha alimentando el imaginario erótico al invocar a sus amores, Marchese y Amoroso, desde el momento que apagó la luz.

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