La Zaga Oriental 18 / por José Ferrite

Pedro de Mendoza esquina Palos, 17 PM.
Los lugares de contacto consignados por el general y depositados en su persona como capitán de exploradores eran dos; uno era la confitería del hall de la estación del ferrocarril Roca y el otro, en la parada del colectivo 53, esquina Pedro de Mendoza y Palos en la ribera norte del riachuelo.
Habían convenido que Amoroso aguardaría en el "Margot" por si  Josualdo y Silvina tomaban parecida iniciativa después del malogrado encuentro por la mañana. El periodista de muy buena gana aceptó el encargo y minado por el ansia sopesó las posibilidades cercanas del encuentro con su amada.
Jaramillo y Lucy fumaron mientras aguardaban al hombre del general junto al poste del 53 a General Paz. El empedrado de la calle jaspeaba las antiguas calles y remitía a las embarcaciones a vapor cuando fueron la última innovación de la tecnología, pero desde hacía unos años los derruidos muelles habían sucumbido a las grandes obras hidráulicas y el hormigón armado delineaba a capricho las orillas del infecto riacho.
El murguero y la muchacha convinieron con la mirada que lo mejor era esperar, Jaramillo tenía plena seguridad de que ese era el lugar del encuentro y trasmitió confianza a su compañera. No lejos, dos ómnibus de turismo aguardaban con los motores apagados el retorno de los paseantes inducidos por las agencias del viajero. El folleto con la opción Caminito-La Boca, proponía visitar la muestra de arte callejero y el salón de arte Proa, fotografiar a la pareja danzando tangos “for export” con los conventillos de fondo y darse unos minutos para beber algo acompañado de un sandwich, para derivar en comentar esto o aquello de vuelta al ómnibus antes de visitar el museo del club Boca Juniors. Cuarenta y cinco minutos exactos de placer comprimido en una excursión con el gozoso aditamento de dejarse llevar y al paso, comprar souvenirs en el turístico enclave de ese barrio mixtongo, de pobres y clase media baja.
En dirección al Río de la Plata, una pareja de enamorados caminaba con el puente de hierro como telón, mientras un anciano enfundado en un deslucido traje leía el diario recostado en la baranda. El tránsito de camiones y la sirena de un remolcador denunciaban la cercanía del puerto.
Encendieron otro cigarrillo mientras se renovaba la fila de gente para subir al 53 o el 29 a Olivos. El tiempo estaba detenido y ellos se sentían observados, un contrasentido por la ida y venida de paseantes distendidos y entusiastas.
El barrio fue asentamiento de inmigrantes italianos a fines del siglo XIX, entre ellos anarquistas y socialistas; hoy evoca el recuerdo de artistas y poetas de toda laya, barrio acorralado por las nuevas urbanizaciones y reducto de obreros como de malandras. Observaron en la orilla opuesta los arcos que remataban los galpones de la cooperativa naval “La Unión”, los contenedores apilados en perfecta geometría y las grúas con el chirrido característico, percibieron en sus caras la brisa fresca del sudeste y Jaramillo comentó algo como para atemperar la espera.
Lucy recordó a Lucho relatando sus aburridas anécdotas en su paso por “Logística Sur y Oriente” y con un sentimiento novedoso, liberador quizá, imaginando que estarían haciendo sus hijos sin ella, porque de eso se trataba, de lejanía y sosiego. La compañía de Jaramillo la sacudía mansamente, como asomando estar al borde de un precipicio a una instancia de libertad que ignoraba hasta entonces, siempre sujeta a los quehaceres diarios. La distancia o el azar la arrojaron a la proximidad de este hombre como el primer acontecimiento excitante del improvisado viaje. Y no exento de contrastes, mientras Lucho era un aprendiz de la escuela realista del pardo Jazmín Pereira, el murguero en cambio era atrevido en el sentido de audaz, de atreverse a no sé qué, dispuesto a enfrentar otra realidad invisible para ella por ser una prisionera de sus rutinas…
Jaramillo cruzó la mirada con los ojos de Lucy, demandantes de algo incierto y todavía impreciso que no dejaba de provocarlo en oleadas de distracciones y que por momentos le hacían temer algún contratiempo en los objetivos de la misión. A la medianía de la vida, la presencia de una mujer treintañera conmueve los sentimientos de un socialnauta como él, que aspiraba sin ser centro de nada a guardar equidistancia en entreveros sentimentales que implicaran anclajes y aun tratándose de relaciones ocasionales, prefería tomarlo como un viaje sin paradas.
Pero la medianía de la vida también le imponía con sabor ambiguo el convencimiento que todo viaje toca a si fin, aunque el derrotero permanezca inmutable. A fin de cuentas ¿era el director o la murga lo trascedente?
Percibió en Lucy el dejo hermoso de la maternidad, el don de la espera adquirido durante los embarazos y la cadencia de las negras al caminar. Percibió en ella la fortaleza a la hora de acometer las dificultades del día a día, como también haber sido la primera en jugarse por el general ofreciéndose como voluntaria. Y el magnetismo que se desprendía de sus ojos verduzcos como el que poseen algunas piedras que pulen las mareas.
El capitán reprimió sus desvaríos encaminando los pensamientos hacia la boca del riachuelo atravesado por los grandes puentes, al sur hacia Avellaneda, La Plata. Tiró la colilla del cigarrillo y le pareció divisar entre brumas las balizas del antepuerto, imaginó con inquietud el río salvaje y con un destello de nostalgia creyó ver la costa oriental y el faro de la Colonia del Sacramento…
Vino a su memoria un sobrio y entrañable profesor de Historia con sus clases preñadas de preguntas desafiantes. El histórico bastión lusitano afirmando sus reales a la entrada y salida de los caudalosos ríos norteños, cuando a la Banda Oriental le fue amputado el nombre por el de Provincia Cisplatina.
¿Estaremos frente a los ríos que sangran, al decir de Eduardo?
Sin saber cómo y porqué la entrometida visión lo perturbó fugazmente.
El capitán despejó fantasmas con la mano y abocó a lo suyo mirando el reloj como una acción presente y premonitoria, encendió dos cigarrillos, se sintió mirado por ella y creyó entrever el desenfado creciente en la mirada de Lucy.
Una aguardentosa voz los sobresaltó y apenas si tuvieron tiempo de reaccionar al imprevisto.
_ “El viento sopla del río”, dijo el anciano de raído traje gris con la “Crónica” bajo el brazo y la mirada perdida en el horizonte.
_ E… e… tartamudeó Jaramillo por toda respuesta.
_ “Y no trae nada bueno” respondió inmutable la muchacha.
_ Nicolás, en los muelles todos me conocen por Pepe Botazo, dijo con franqueza al tiempo de extender la mano.
_ E… Flores, Jaramillo Flores un gusto conocerlo, saludó.
_ Soy Lucy, dijo la mujer por toda presentación.
_ Acompáñenme, dijo el hombre que los había estado observado desde hacía largo rato.
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   Washington Salinas, taxista.
A poco de cruzar el río, las instrucciones del general Celeste resultaron un salto a las especulaciones por la falta de comunicación, prohibido marcialmente el uso del teléfono celular en tierras extranjeras los voluntariosos espías comenzaron a pensar en términos geométricos, en los vértices de un triángulo conformado por la Finca do Café, la Isla Demarchi y el Hostel Dos Mundos, inscripto si cabe en un círculo de posibilidades cruzadas girando como una ruleta desafiante a los cálculos de Josualdo y Silvina.
¿Qué hacer sino seguir lo que la intuición sugiriera?
Al salir del hotel caminaron hasta llegar a la avenida Corrientes, dudaron que hacer entre el ir y venir de la gente hasta optar por parar un taxi y dejarse llevar al azar.
El conductor era un hombre grueso que pasaba los ciento treinta kilos, la mirada afable de quién está acostumbrado a tratar con desconocidos durante la jornada de doce horas y la voz límpida de un soprano. Tentarse en asociar un taxista al gran Pavarotti podía resultar atrevido pero la semejanza era asombrosa.
_ Buenos días, dijo el hombre al volante.
_ Buenos días, respondió Josualdo.
_ Ustedes dirán a dónde vamos, dijo observándolos por el espejo retrovisor.
_ Hasta la Estación Retiro, indicó la muchacha mientras observaba el plástico con los datos reglamentarios: Washington Salinas; matrícula AIV-157; DNI 92.2001.8383; turno: diurno; unidad con expendedora de tickets.
_ ¿Cómo está el Uruguay? preguntó Washington.
Josualdo se sintió desnudo con su equipo de mate en bandolera y la calcomanía de la radio CX-30 pero la pregunta era contundente y correspondía responder.
_ En verano está lindo el paisito, ¿usted es de allá o me equivoco?
_ No se equivoca, salí de San Carlos en el ´74… Casi toda una vida si no fuera porque aprendí a canturrear como en los carnavales de antaño.
_ ¡No me diga! Ella y yo, mintió, integramos la murga “La Milagrera Era”… no sé si la escuchó.
_ ¿Así que artistas? preguntó el hombre cuando cruzaba la avenida Santa Fe.
_ ¿Qué otra cosa podríamos ser? respondió ella con un fugaz arrepentimiento.
El taxista los observó a uno y otro por el espejo, se detuvo en el semáforo de Esmeralda y sonrió malignamente, al cruzar Avenida del Libertador se detuvo junto al cordón de la vereda.
_  Llegamos, cortó el ticket del reloj y dijo, son cuarenta y dos pesos.
_ Silvina le entregó un billete de cien y pidió que cobrara cincuenta.
_ Gracias, rara vez me equivoco con los pasajeros dijo y extendió una tarjeta con una luna carnavalera, la leyenda “Murga Va de Vuelta” y un número de teléfono.
_ Hasta la próxima, dijo Josualdo.
_ Buenos Aires por lo general empeora a los extranjeros, bienvenidos al infierno y cuídense.
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El tren eléctrico “made in China” exudaba modernidad y remitía a un salto espacio-temporal que es el sueño obsesivo de los amantes a la ciencia ficción, pero a la sola aproximación al futuro muchos fugan en un rapto de frustración por materializarse en vulgar realismo del presente.
El viaje de estación Retiro hacia afuera, a media mañana, era tranquilo y remitía a los momentos mágicos de los trenes de antaño. En sentido contrario, el cruce de las formaciones en las estaciones permitía lo que la velocidad repelía, observar y ser observado por la multitud apiñada y enajenada en sus cosas, la música al oído, la tiranía de los horarios, las tareas pendientes…
Corría un tren cada doce minutos. Silvina observó la cara marcada por el escepticismo en Josualdo cuando comentó que tener ferrocarriles es posible y un dato a consignar en el informe al general; porque el tren es un medio de transporte económico y no contaminante, dijo sorprendido de la espontánea asociación, movilizador de personas y de cargas, insoslayable a la hora de cualquier análisis sobre el asunto. Él no pensaba en trenes ni cosa parecida, seguro que lo había escuchado en algún lado porque saber sobre el particular, poco y nada.
Ella sonrió sin dejar de sorprenderse, era la primera vez que sentía el peso de la misión como una responsabilidad intransferible y entonces mirando los suburbios, divagó con Greta Garbo encarnando a una mujer y espía, no a cualquiera, a la legendaria Margaretha más conocida por Mata-Hari. 
Miró detenidamente a Josualdo cebando mate, en qué pensaría el viejo que hacía caso omiso a las instrucciones del general, quizá rumiando el sentido del viaje como un acto de lealtad con su amigo Jaramillo más que por las indagaciones sobre un asunto que poco le importaba. Él era de los que se consideraban solitarios crónicos y como tal un sujeto que se aventuraba a vivir en la periferia de la sociedad, en los bordes de lugares vedados a otros por el miedo.
Josualdo me convidó un amargo con la liturgia de desmenuzar hechos recordables, muy oriental, pero su mirada buceaba en otros mundos, quizá un viaje retrospectivo como constatación de la existencia sobre la tierra y ese imprevisto inventario que sacude a los veteranos en los años fronterizos, cuando los proyectos quedan en agua de borraja y cada amanecer asoma como una nube tóxica.
La visión concreta de Marchese como la dispersa en Amoroso, aunque igualmente apasionadas la llevó a compadecer al hombre frente a ella, un circunstancial compañero de pieza, ni amigo ni enemigo, enflaquecido y con el fuego interior que no alcanzaba para mitigar los trastornos que apareja el sentimiento de pertenencia al país de las cuchillas. Josualdo en calzoncillos exhibía las piernas manchadas como el óxido de los puentes ferroviarios, el pecho jaqueado por los accesos de tos pero con la concentración necesaria, vital, para cebar mate y tararear en voz baja urticantes estribillos en plena gestación.
Por las noches nos divertíamos ensayando a dúo, con intervalos para contar anécdotas sobre los solitarios arrumbados en una pieza de pensión, o como las chetas de la facu sueñan con conocer en el Conrad de Punta del Este a un jeque árabe.
En eso estaba, mirando por la ventana lo que admite la velocidad cuando la mujer sentada a su lado le preguntó a dónde íbamos. Después de dar un pequeño rodeo con palabras de ocasión, advertir sobre los nubarrones en el horizonte o el retraso del tren de las diez y cuarto, pasó a preguntar respetuosamente si éramos turistas y con visible ansiedad saber si teníamos dólares para vender.
Antes de apearse en la estación Carupá nos sugirió que en el Tigre no comiéramos ranas por nada del mundo, como tampoco desaprovechar el paseo para embarcar en la lancha que llevaba con música de sauces a la Casona de Finisterre. No lo olvidaran en su vida…
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El conventillo.
_ Pasen, dijo el anciano abriendo una de las puertas.
La entrada al conventillo alteraba la noción de espacio cuando al cruzar la puerta de entrada y bajar cinco o seis escalones se abría ante la mirada un patio largo de forzada perspectiva que remataba en una palmera centenaria y albergue de cientos de pájaros. Piso de portland, los piletones y letrinas en la penumbra y un retazo luminoso de cielo asediado por la techumbre de chapas y los voladizos balcones de madera. Los palafitos del primigenio asentamiento de los italianos había quedado parcialmente soterrado por la construcción de las calles Del Crucero y General Araoz de Lamadrid, y por una compleja red de desagües que años ha, ilustraba Botazo mientras subíamos por una ruinosa escalera, atemperaba los dañinos vientos del sudeste y los desbordes del Riachuelo. El lugar estaba poblado de voces, de niños invisibles, de marineros extranjeros que maldecían en la penumbra, de la mujer que silenciaba el maltrato de su hombre con una deslucida queja.
Otra puerta se abrió para dar paso a la pieza en alquiler y Botazo reiteró, pasen y siéntanse como en su casa.
El interior semejaba una caja de grandes dimensiones, cielorraso y piso y paredes construidos con tablas de diez pulgadas, desgastadas por el tiempo y con un canto labrado. Nuestro asombro no pasó desapercibido por el anciano que aprovechó para rememorar la vieja industria que transformaba las maderas nobles en obras navales, y la aplicación de esa técnica a la construcción de viviendas. Créase o no, dijo mientras preparaba mate, hace más de un siglo eran transportadas de las carpinterías a cualquier lugar por extraño que parezca, una isla en Berisso o los bajíos de Dock Sud.
Clavado con chinches lucía en la pared un almanaque con la panorámica de un astillero, a la par una lámina evocando a Evita junto a Perón y más allá, dos pequeñas fotografías, una de Nicolás junto a Néstor Kirchner.
_ ¿Qué tal estuvo el viaje? preguntó Pepe Botazo.
_ Con contratiempos, encallamos un par de horas en el río, respondió el capitán.
_ ¡Ah! ¿Y por dónde cruzaron?
_ Nos embarcamos en Nueva Palmira con destino al Delta del Tigre.
_ ¡Ah! Nueva Palmira… un ardid de los grandes contrabandistas… dijo con ironía el anciano.
_ En esas fotos se lo ve buen mozo, dijo Lucy en tono adulador mientras desviaba la conversación a algo más ameno que los encallamientos o historias de ahogados. El anciano aceptó el reto, quitó las chinches y leyó en el reverso.
_ Néstor K. con compañeros de la agrupación Volveremos. ¡Cómo pasa el tiempo! Villa Dominico, año 2002.
En ésta dijo señalando otra, el comandante Chávez y el presidente Kirchner con los trabajadores de “Astilleros Río Santiago”, lo tengo bien presente a noviembre del 2005.
Los espías guardaron silencio por no saber, pero Nicolás interpretó el silencio para hablar de segundas partes.
_ Fue el año, dijo el anciano, que el todopoderoso presidente norteamericano aprendió a callar.
Tras la ventana un fresno coposo filtraba los destellos apagados del sol, el capitán se mantenía expectante a los fines de la misión y algo dijo sondeando una definición al encuentro. Nicolás admitió con cierto grado de justificación que él era un simple contacto, por razones de seguridad se entiende debían esperar, pero fue explícito al responder.
_ Cada año los puertos dejan un tendal de víctimas amén de los acaecidos en los accidentes de trabajo, ustedes saben, la prefectura hace lo suyo mientras las aseguradoras de riesgos esgrimen un combo de argumentos para no pagar. En otros casos, descubren cadáveres en contenedores a la deriva o suicidas colgados a las grúas o ahogados que saca el río a los escombros de la reserva ecológica. Muertos sin motivo aparente ni huellas de los asesinos, que a lo más son noticia por dos o tres días. Con el paso del tiempo y sin rastro de los culpables se termina por olvidar todo...
La hora del ocaso parecía inmutable en el recuadro de la ventana, tanto como el disgusto para el capitán por el curso de la conversación. Lucy denotaba signos de cansancio cuando en eso irrumpió en el aire un fragmento de “Pájaro de Fuego” en el teléfono de Pepe Botazo, suficiente para remitir al murguero a las inquietas y sudorosas manos de Gergiev.  
_ Si, llegaron y te estamos esperando.

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