La Zaga Oriental 20 / Por José Ferrite

Un francotirador a la deriva.
   Compró el diario y pidió un café.
Miró la portada y los titulares destacados con la vaga sospecha de que un gran maestro imprentista editaba un colosal mamotreto universal, un periódico con los colores locales de cada país pero simultáneamente prodigando mentiras globales, como el pregón de algunos vendedores ambulantes o los salvadores de almas en las ferias vecinales, sino los impartidores de tardía justicia en las monacales salas del Ministerio. Él como periodista independiente, se sentía un francotirador deambulando entre sus conocidos, mendigando que aceptaran publicar una nota de unas pocas carillas por unos pocos pesos. Le pasó con Sánchez el director de “Calles de Nadie”, un pasquín que daba cuenta cada semana de la crónica roja montevideana. Pero por sobre todas esas cosas circunstanciales, lo motivaba sentirse un periodista sin andar claudicando por la vida, con la ética como herencia de otro tiempo. Él se resistía a transar por mínimo que fuese, ni para comer, se entiende...
Independiente pero no solitario, necesitado y orillero si se quiere, pero apartado lejos bien lejos de los vendedores de ilusiones y la new age de los émulos de Judas.
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Después de transcurridas dos horas mirando el plasma en la “Finca do Café” tuve la desagradable premonición que ellos no vendrían, que Silvina  por el momento no sería más que un deseo postergado. Pagué y me fui. 
Eché a andar sin rumbo por la ciudad, sin otras referencias útiles como no sea tres o cuatro lugares típicos que ambientan las telenovelas argentinas.
¿Dónde buscar a Silvina? Sentí el impulso de gritar desaforado como un rockero sumergido en la sublimada música de Jimi Hendrix, en tanto hallara un dato, un aroma que permitiese ubicarla para rodearla en un abrazo impostergable. Al borde del abatimiento sentía crecer el miedo a extraviarme por calles idénticamente grises, a toparme con perros vagabundos y famélicos y un temor inconsciente a las pilas de basura destilando podredumbres.
En la vidriera de “Frávega” decenas de televisores alertaban a los ciudadanos con la noticia de último momento: “un cartonero había hallado a la niña desaparecida la semana anterior, su cuerpo adolescente y mutilado yacía en un contenedor de residuos”.
No pude evitar la conmoción ante el desamor o la locura desatado sobre la muchachita, inclinado frente a la hilera de televisores y sin pensarlo vomité la vidriera del comercio.
Mal hecho. Dos empleados de seguridad me echaron a empujones, recordándome que éstos desgraciados y los de la Terminal Tres Cruces eran la misma raza de hijos de puta.
Deambulé en zigzag por calles idénticas hasta que entré a un hotel de la calle Tacuarí. Cortésmente el conserje revisó el libro de pasajeros y movió la cabeza, su amante tampoco estaba alojada allí.
Caminó enajenado, el rubro hoteles registraba cientos de ellos en la guía telefónica, suficiente para hacerlo desistir de llamar indagando por Silvina. El portero de un edificio de Córdoba al 500 se percató de su búsqueda con la curiosidad muy de los porteros, y después de cavilar unos minutos le aconsejó hacer la denuncia en la Comisaría 3ra. para luego diagnosticar como un experto.
 _ Las fugas precipitadas y el paradero desconocido como el ajuste de cuentas por amores clandestinos son moneda corriente en esta ciudad. Se nota que usted no es de por acá, dijo mientras con un rociador fumigaba un ficus disciplinado. Ándese con cuidado porque hay amores que matan, advirtió mirando con recelo a uno y otro lado de la calle.
Crucé la avenida con el semáforo en rojo, la náusea que embotaba el entendimiento pero sabiendo que tenía que llegar a la plaza aunque fuese lo último en mi vida. Dando tumbos y con la visión alterada ante un espacio resplandeciente de tonalidades verdes, me precipité en un estado de creciente confusión hasta llegar a perder el equilibrio al punto de caer como quién observa desprevenido una pintura abstracta.
Un desconocido me ayudó a sentarme en un banco de la Plaza San Martín, entre el follaje escuché la voz cantarina de una muchacha preguntando si me sentía bien, mientras contaba las pulsaciones de su maltrecho corazón con rigor profesional.
_ No te asustes porque estás a salvo, algo flaco para mi gusto, dijo la enfermera en clave humana en tanto le regaló una botella de agua que guardaba en la mochila.
_ Gracias, alcancé a balbucear por lo bajo.
_ Se me hace tarde, dijo ella sonriendo a modo de despedida, en la próxima me gustaría escuchar tu voz.
_ Sos un ángel, atiné a decir reconfortado.
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Hotel Bauen.
Pidieron una coca con ferne y un whisky con hielo.
Ella acusaba a media tarde cambios notables que podían atribuirse al corte del cabello, corto, teñido de siena salvo un mechón irascible y rojo como el rasgo distintivo de una mutación invisible a la vista de los demás; un acto de rebeldía por ahora indefinible, sin palabras para describirlo pero con la magnitud de una descarga eléctrica sobre la playa.
Ella le sonrió enigmática con el sabor amargo de la espuma del ferne en los labios pintados. Detalle que al hombre sentado frente suyo reconfortó como si hubiese encontrado entre las hojas de un libro una partitura olvidada, porque Lucy insinuaba un provocador cambio gestual que la favorecía, impregnado de la inocencia del que enfrenta lo nuevo. A él le gustó pero no se lo dijo, desvió la atención al whisky escapando a otros pensamientos que remitió el contacto de los dedos con la fría transpiración del vaso. Confundido como un montañista en apuros desde el momento de la partida de Tres Cruces, una serie de pequeños acontecimientos parecía interponerse de modo molesto con las cosas más sencillas.
Sin mirarla supo que… la búsqueda desatada por Lucy presentaba a una mujer diferente con el brillo en los ojos de las soñadoras, radical transformación para una joven madre que tres días antes besaba a su pareja y los hijos para sumarse a una aventura que prometía nada. Solo la incertidumbre y el deambular de los espías sintiéndose espiados despertaban en ella tanto curiosidad como temor.
Ella le trasmitió a Jara su percepción de la situación, él miró en derredor y espantó las advertencias del periodista perdido al no ver cámaras de vigilancia en el salón.
Probablemente, continuó sus cavilaciones, fue la confianza de Lucy en el general Celeste lo que motivó el audaz giro de una vida como la de cualquier mortal. Al parecer todo empezó cuando las dudas dieron paso al descreimiento y de allí como en un juego, se empeñó en tratar de descifrar los mensajes insidiosos de la Jessica Buendía, y por otro lado, entender lo que para Lucho y otros compañeros era desempleo a secas sin asociar la falta de trabajo a la sorda competencia desatada en los puertos rioplatenses.
Porqué según el Massachusetts Institute of Technology, sentenciaba la Buendía, los puertos generaban como una represa hidroeléctrica la tensión suficiente para mantener en vilo al mundo entero. Y de eso los chinos algo sabían y andaban en lo que andaban…
Lucy no pensó ni por un momento dejar pasar la posibilidad de husmear en que andaban los porteños cuando el general propuso su plan. Ni tampoco desaprovechar un viaje que prometía cosas nuevas y en eso Buenos Aires, le había confesado Silvina, no te da tregua un minuto porque encontrarás lo que te guste y cantidad de otras cosas desconocidas con las que te tentarás como con  los sabores de los helados.
Ella disimuló el extravío mental del director de la “Milagrera”, el hombre en tránsito por la ingesta de alcohol seguramente pensaría un plan sensato mientras permaneciesen en esta ciudad peligrosa, confiaba en él porque los artistas son de hábitos nocturnos y entrenados para encontrar entre las voces del gentío el camino de la creación. Dice una leyenda que Buenos Aires es una ciudad impiadosa con los incautos, provincianos o extranjeros igual daba, arrastrándolos hasta los bordes de la locura cuando hombres y mujeres se paralizaban en el laberinto de nomenclaturas inútiles y semáforos que no funcionan.
La memoria visual sólo premiaba a los más aptos: los niños y los analfabetos.
Ella sabía, aunque él no expresase de modo tácito el malhumor y el fastidio que le provocaba ignorar la suerte de su viejo amigo y la muchacha universitaria; desencuentro que de imprevisto implicó dividir fuerzas, más aun desde que Amoroso recibió la orden de merodear mañana, tarde y noche la Finca do Café y sus alrededores.
Después supimos que deambulaba como un loco, provocando al público en alta voz, deteniéndose por largo rato en las esquinas con los ojos cerrados, a la espera que ella, la esposa de Marchese apareciese de la nada para restablecer el alborozo de los jóvenes amantes.
A sugerencia de Pepe Botazo habían mudado del hostel en San Telmo al Hotel Bauen, allí había dicho planteando un enigma, tendrán la oportunidad de conocer la cara oculta de Buenos Aires. Es un hotel gestionado por los trabajadores desde que años atrás los dueños dejaron de pagar los impuestos, las deudas y los sueldos para optar por escapar y abandonar todo, aduciendo imposibilidades achacables a la crisis del 2001 como si hablasen de un escape radioactivo.
Pero casi seguramente, pura especulación de viejo había precisado Pepe, los tipos se fugaron con las divisas que ahora duermen en las cuentas secretas de algún banco en Suiza.
¡Ah los europeos!  
Ella se descalzó a las siete en punto haciendo pausados movimientos con los pies, imperceptible para las escasas personas diseminadas por el salón. Penumbra placentera que afuera contrastaba con la sucia brisa para agobio de los peatones que apuraban el paso por la Avenida Callao. La tormenta acechaba desde las azoteas de los edificios, verticalmente grises, hieráticos.
El hombre extravió la mirada en la muchedumbre sintiéndose una víctima de intrincados cálculos matemáticos que no había elegido, detestaba el álgebra y recordó fugazmente a la señora Schicht  frente a la mesa examinadora del liceo como a un domador de circo. Sonrió, la señora Schicht tenía la gracia de un paquidermo envuelto en un tapado de piel sintética.
Observó las manos de Lucy, regordetas, que doblaban y desdoblan una servilleta de papel como midiendo el tiempo de algo impreciso entre el placer y el hastío, recordándole a los jugadores de ajedrez enfrascados en partidas interminables, de miradas introspectivas como si en cada movimiento les fuese la vida. Perturbado, sin lograr entender las variables de que alguien o algo urdían en su contra, en un tablero desconocido que el general había descrito minuciosamente con la impronta de los paisanos de la campaña, para advertirnos no sólo de las riquezas como de los peligros que desatan las aguas de mares y ríos por la avaricia de los principales.
Pidió otro whisky. Ella lo mismo.
_ Cosas… ¿no?, descubrí el amargor del ferne, dijo sonriente.
El capitán soslayó el comentario de la mujer, para finalmente… bordeando el desvarío de los amadores discontinuos caer al fin de cuenta de que espiaba a Lucy lascivamente con pensamientos emborrascados.
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La conversación en el conventillo con Nicolás y el compañero Peimer repiqueteaba una y otra vez en su cabeza. Peimer era un individuo de mediana estatura y macizo como un peleador callejero, vestido con ropa de trabajo y la barba de tres días no hacía presuponer a primera vista, una impresión favorable por su aspecto desaliñado y tosco.
Era la imagen del judío pobre de los tantos que conocí en el Barrio Sur.
La sorpresa mayor fue cuando Peimer se presentó como hijo de la provincia de Jujuy y con la tonada áspera y la rapidez de una niña jugando a la payana, expuso elementos de razonamiento desconocidos para nosotros que nos permitió comprender que los temas portuarios vienen de larga data y así como los “días negros” de las Bolsas dejan desgracias y millonarios a su paso, también bueno es recordar los “años justicialistas” que dignificaron al pueblo argentino.
Peimer ex obrero de mina Aguilar, ex delegado de astilleros y ex dirigente del sindicato fue expeditivo al momento de situarnos en el tema.
   Hizo una somera descripción que sobrevoló desde el concepto de industria de la marina mercante a la lucha de clases, de la concentración en las empresas navieras que dominaban el negocio marítimo al napalm financiero que arrasó, es un decir dijo mientras introducía unas hojas de coca en la boca, con las industrias del país en los endiablados años noventa.
Enséñales Pepe, había dicho Peimer, algo que resume el dolor de los abandonados a su suerte. Jaramillo recordó las manos temblorosas del anciano al depositar sobre la mesa con el respeto que se tiene por un objeto de culto, un gastado casco industrial con la leyenda pintada a mano: “DESAPARECIDO SOCIAL-DEFENDAMOS NUESTROS PUERTOS”  
Ella de modo desembozado recorrió con la curiosidad obsesiva de los estudiantes de medicina la pierna de Jaramillo cediendo al pie descalzo la sutil caricia de las manos, manos regordetas con las que aferraba el vaso largo sin despertar del contradictorio regocijo que todo lo prohibido e iniciático provoca.
Las luces del salón se encendieron cuando bruscamente la Avenida Callao viró al tinte borroso y sobrecogedor  de ciudad gótica. Las veredas de pronto solitarias magnificaron de modo intimidante el cielo encapotado y los destellos reflejados a diestra y siniestra.
Jaramillo miró la nada atravesada por las luces de los automóviles como el presagio de un fracaso anunciado, los pies de Lucy reposaban como un gato sobre sus rodillas con el inexplicable equilibrio de los andinistas aferrados a que lo mejor está por venir. Él creyó ver en el mechón rojo una señal de alarma pero los ojos de la muchacha disiparon las brumas del pecado por la simbiosis aleatoria del whisky y el roce tibio de sus pies y la furia de los elementos y las vísperas del caos…  
El murguista buceó en un brevísimo sueño impregnado de realismo mágico, para inmediatamente al despertar atribuirlo al influjo de Carpentier y otros malditos escritores latinoamericanos.
Cayó nuevamente en el sopor y se vio intruso en la mente de un viajero escapando de sus perseguidores, volvían los reconocibles fantasmas de la niñez con una jauría mordiéndole los talones. Huir al futuro no era lo suyo porque no creía en lo que para otros nuestro tiempo sería la angustia del pasado… se despabiló con la mirada desorbitada clavada en la chapa ovalada del 256 de la avenida.
Pidió la cuenta y una botella de whisky J&B para la habitación.
Hizo un cálculo simple, dio como un hecho que Amoroso prisionero del afiebrado amor y el desencuentro dormiría en el hall de la estación o en cualquier parte… como el pichicome que era.
Se dejó conducir, a media luz el capitán cayó en cuenta del error pero ya era tarde, el reloj del salón marcaba las tres. Retrospectivo por la ingesta de alcohol y la pasión por las mujeres bellas reivindicó cosas de otros… y de todos, tarareando no sabía que, o sí:
“Bue nas noches au dito rio/
con sati sfacción lograda/
ya se marchan los Pa ti tos/
a ale grar otra barri ada”.
Re ti rada, dijo al mozo que lo observaba con el hastío del trabajo nocturno, Patos Ca breros, mil nueve cin cuentaitrés.  
Con Lucy tomándolo del brazo caminaron cuál los amantes hacia el ascensor, borrachos al cuarto piso, libidinosos, imaginando el cuartito azul del tano Corsini.

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