La Zaga Oriental 23 / Por José Ferrite.

La gran ola de Katsushika Hokusai.
Desde la barranca el hombre posó la mirada en las pequeñas olas que a esa hora reflejaban tenues amarillos como un vaso con media medida de whisky barato.
Amanecer con la carga de estar vivo, pero sumergido en esos estados depresivos capaces de reducir el cuerpo a un despojo que ya no resiste el menor fermento de una idea, de pensamientos residuales convertidos en obsesiones como sus manos morbosamente temblorosas y perturbadoras para él y para quien se detuviese a observarlo.    
Los sauces mecían entre las ramas un susurro frío e intimidante que a él se le antojó el paisaje acompañante a un refugiado perdido en una isla.
El azar quiso como una brisa agradable que llegase a los oídos de Silvina la información fragmentada pero suficiente, obtenida con una promesa o vaya a saber qué, de la amistosa Lucía.  Quienes se apropiasen de esos datos  podrían descifrar las claves de los negocios en el Río de la Plata y con ello la estrategia adecuada a sus intereses, incluyendo el recurso de una guerra, asunto que sopesarían tío y sobrina mientras tomasen mate en la habitación 8.
Guerra y comercio, pilares de los negocios seguros y el dinero fácil como se gana en la explotación legal de un casino o en la venta de armas de modo clandestino.
Los principales, con la seguridad de la media luz hablarían más de lo conveniente a poco de que las chicas iniciaran el milenario ritual de los placeres eróticos.
Josualdo observó cómo detrás del meandro, semejante a la cabeza de un monstruo marino, asomó la proa negra de un buque multipropósito que dejaba a su paso una estela de silencio y la presunción de llevar carga de contrabando en las bodegas. La peor de todas, el tráfico de personas esclavizadas.
Al hombre lo perturbó como todo lo que conlleve cadenas y grilletes.    
Mientras hacía un lance con la boya anaranjada sonrió cuando después de describir una curva perfecta cayó en la proximidad del juncal. Amanecía y en las aguas quietas, tal vez sólo era el deseo de un sujeto obsesivo como él, percibía el ruido sordo cada vez que las tarariras atacaban a sus presas. En cuclillas junto al fuego liberó sus pensamientos y los temores retrocedieron hasta esfumarse en la humareda proveniente de un islote con aroma a guisos y laurel.
Le pareció escuchar un coro rústico, primitivo, y con cierto recelo miró hacia el meandro donde esta vez asomaba una barcaza seguida de otra y otra, hasta contar seis y no menos de cuarenta remeros que sincronizaban el trabajo al ritmo del canto marinero. El aire olía a pescado y cangrejos, las voces irreconocibles de tan extranjeras.
Buscó la botella en el morral que le había regalado Silvina después de una compra compulsiva en “Playas & Mallas”, porqueel frío arreciaba y un trago de Ballantinés lo reconfortaría. Miró la boya derivando mansamente por la orilla del juncal, el claror blaneano era suficiente para recortar el monte encaramado en la otra ribera como una barrera umbrosa que salpicaba al río con una confusa multitud de islotes; el reverso fue admirar el perfecto vuelo flechado de una bandada de patos cruzando el cielo.
Orden y caos, cavilaba el hombre que miraba en el horizonte el cono simétrico con la cima nevada conjugando misterio y sacralidad. Nieves eternas que se encendían con los primeros rayos del sol para guía de los navegantes que trasportaban en las barcazas el pescado vivo a los mercados de la bahía de Edo.
Miró la boya danzante al influjo de la brisa y bebió otro trago de la botella, pensando en Silvina que se las había ingeniado con George y su autorización para ayudar a Lucía en la bacanal de los principales. Era un hecho que faltaba personal y el ofrecimiento de Silvina pasó desapercibido a sólo un gesto de buena onda, cuando en realidad se iniciaba la caza de información en el coto de los principales.
Mientras, él buscaría la oportunidad de forzar alguna puerta sin ser detectado, como en los buenos tiempos, a la búsqueda de algo que sirviese a la estrategia del general.
El hombre era inmortal y cualquier cosa le venía bien, prosear con impronta mesiánica o dormir la siesta recostado sobre el pasto o cabalgar por los caminos rurales, pero resignado a no poder cruzar las tranqueras ni adentrarse en campos privados. ¡Já! La tierra fue catalogada como una vulgar mercancía y sin más vendida por los ministros pusilánimes a millonarios extranjeros.
Recordando el reposo de las embarcaciones varadas entre las dunas malpensó en Silvina recostada en un mar de sábanas, creyendo escuchar el canto de las sirenas que enloquecen a los navegantes. Tomó otro trago porque a su garganta o pulmones, poco le importaba, llegaban los olores putrefactos de la ballena agonizante en Carrasco y de los cardúmenes de lachas que platearon las playas uruguayas con el estigma de los nuevos tiempos.
Miró al juncal sin poder divisar la boya pero sintiendo en cambio el tirón en el extremo de la caña y la brusca curvatura, para dar comienzo al primitivo arte de la pesca cuando la tanza se tensa como las cuerdas de una guitarra y continúa en las vueltas de la manivela, sutiles, despaciosas, con la certeza de que un pez invisible mordió la carnada.
Para Josualdo el tiempo se había detenido…
Después ella surgió fuera del agua salpicando brillos multicolores como las piedras preciosas, y desafiante al cruel ardid de su enemigo se mostró al hombre por un instante  con la rebeldía última, propia de ella, la tararira.
Él la admiró con reverente silencio y bebió un trago largo por ese momento irreconciliable entre la vida y la muerte. El recogimiento fue interrumpido por el rumor creciente que el hombre lo atribuyó al viento, pero al mirar hacia el meandro la vio a ella, la fantasmal ola, gigantesca, encrespada y vomitando espumas salobres, arrastrando todo a su paso como ocurrió en Nueva Orleans, pero ahora, frente a su pobre humanidad paralizada.
Quiso escapar a la Muerte personalizada en una masa líquida como un veneno letal, e hizo un desesperado esfuerzo manoteando a diestra y siniestra, hasta caer de la cama arrastrando las sábanas y tras ella la botella y la revista con la ilustración de “La gran ola de Kanagawa”.
El silencio impregnó un halo de misterio y el mareo confusión, la pieza apenas iluminada le permitió ver una tararira tiesa sobre unas hojas de diario y oler a pescado y magnolias que la brisa empujaba por la ventana.
Silvina y Lucía dormían ajenas a todo abrazadas a la sola desnudez, que para él, Josualdo, semejaban los tesoros aparecidos en la playa después de los naufragios. Rebuscó entre las sábanas caídas hasta encontrar su botella de whisky, brindó por Finisterre y bebió hasta el último trago, después reconciliado con la vida se recostó mirando a la pared.
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   La fiesta.
Cómo hacen los principales para moderar las tensiones y el estrés sino es recluirse en lugares como un monasterio o un sanatorio enclavado en las montañas o en una espartana estancia pampeana. La cura del silencio y la introspección, mirar el espejo al levantarse sin afeites ni cremas ni rouge.
La mayoría de ellos llegaban con la ilusión de renacimiento después de acusar en su pobre humanidad las llagas y la peste levantina. Obsesionados por escapar al mito de Scylla y Charybdis, los demonios encarnados en riscos afilados y remolinos insalvables que asolaban a los navegantes, los principales persistían en escapar al día de mañana.
Al ocaso, en el exótico lugar prosperaba la conversación distendida entre iguales, en su mayoría reconocibles principales o hijos de principales, aguardando el momento especial para dar testimonio de vidas tan exitosas como angustiadas. Pero para entonces, comenzaba a flaquear la precaria paz grupal achacable a la sensación perturbadora que resulta de escuchar a los otros, como si lo único reconocible y placentero fuesen las palabras en primera persona que conformaban las órdenes y discursos, imprescindibles para los líderes corporativos.
Lo demás en esos apartados lugares era la mediación de la magia y los chamanes, de doctores clínicos y sicólogos egresados de la Universidad Católica o la interposición de las manos de sanadores y pastores carismáticos, a veces, con el apoyo tecnológico para el pronto diagnóstico que simboliza en estos tiempos más que la excelencia, una cosa o poder casi paranormal. Y una cuenta de seis cifras que sólo los muy adinerados pueden pagar.
Participar de estos eventos sanitarios incluía relacionarse en grupos de autoayuda como disponer de terapia personalizada, comer frugalmente y levantarse al primer canto del gallo. El clima cuasi místico coadyuvaba a un sentimiento de superioridad, de ser alguien, sujeto u objeto funcional al sistema, igual daba. Con las luces ambiguas del crepúsculo una niña leía con voz angelical fragmentos seleccionados de “El retorno de los brujos” o de “1984”, develando lo insoslayable del caos en sus vidas.
Aunque a la vista de los principales la vida en las calles fluya de modo libre y previsible, como comer una hamburguesa al paso, o presenciar un asesinato al detenerse la limusina con luz roja, u otros eventos cotidianos rubricados por la felicidad o la desgracia pero a la que tampoco ellos escapan como vulgares ciudadanos.
Lo otro es conjurar el estrés pactando el trato efímero y la copa de champagne y el dinero cash que dispone un principal que se precie de tal, acompañándose de una criatura desconocida, sea una mujer, un hombre o un infante.
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Aquella noche la Casona de Finisterre aprontó sus mejores galas para despedir a tan encumbradas visitas.
Al finalizar el cónclave algunos optaron por permanecer en el balcón estañado por los reflejos de la luna llena, otros prefirieron caminar por el claro del jardín eludiendo el abrazo boscoso de las magnolias y los ceibos, y los más audaces recorrer el sendero que descendía al embarcadero junto al majestuoso río. La seguridad emanaba del lugar, no tanto por el solitario paisaje, como por el vigía encaramado al techo de la casona provisto de binoculares infrarrojos, o los tipos armados de fusiles y radios que desplazándose en un silente gomón escudriñaban con mirada asesina la casona y el monte costero.
El paso de un convoy barcacero provocó comentarios insustanciales hasta que la campana llamó a la hora de la cena fría, al café y los licores. Algunos de los principales fumaron puros o marihuana, Pedro Prado Perdiel exhibió sin modestia la pipa de raíz de brezo mientras refería anécdotas que lo emparentaban al ciudadano Kane. Otros con ansias contenidas optaban por la cocaína. Dos de ellos manifestaron a Lucía su preferencia por el agua tónica y una de las mujeres pidió a la muchacha una mezcla de whisky, vodka y coca cola con un susurro equívoco y sensual. En ese ambiente distendido el rumor que provenía del río quedó eclipsado por el sonido de “Dear Future Hasbana” y la voz prístina de Meghan Trainor, la muchachita de Massachusetts; mientras George con la ductilidad que lo caracterizaba invitaba a pasar al salón Rouge, que decía, habían adecuado especialmente para tan distinguidas visitas.
La sala estaba decorada de modo provocadoramente bizarro, contraponiendo a la arquitectura con reminiscencias exquisitas del art-nouveau  las pinceladas alcoholizadas de Toulouse Lautrec reproducidas en las cortinas y los muros; al centro de la sala una bañera con pequeñas patas de tortuga marina y grifería bañada en oro con motivos mitológicos atraía de inmediato la atención. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando las luces cenitales se apagaron y solamente quedó iluminada una diosa desnuda, una belleza brasilera que chorreaba agua al danzar contorneándose suavemente como una Eva estilo Hollywood, mientras a su lado dos strippers la cortejaban grotescamente hasta llegar a conformar un nudo humano de contornos turbulentos.
Lucía, Silvina y Carina, vestían unos inconfundibles trajecitos de camareras acordes al evento, faldas cortas y blusas transparentes, tanto que despertaron miradas de codicia y propuestas de todo tipo.
Las otras chicas, profesionales en materializar caprichos y fantasías, bailaban entre ellas o incluso con George creando el clima distendido e íntimo, esta vez, al son de “Adoro” de Manzanero; unas deambulaban con la liviandad de las mariposas hasta ser llamadas a beber una copa, pero fueron dos muchachitos gay los que causaron admiración por su exótica belleza, realzada con el maquillaje multicolor que distingue a las aves del paraíso.  Uno de ellos no tardó en percibir entre los principales a uno de su misma preferencia sexual y con él consumió toda la velada al placer y el volcánico espíritu de Pier Paolo, el director romano del “Decamerón”. Una de las ejecutivas rescató al joven stripper de piel morena para escapar a un rincón de ensueño; otra de las mujeres bailó de muchacha en muchacha hasta congeniar con una, lo suficiente para sentarla en su falda y compartir deseos liberados por el humo del cannabis; la tercera ejecutiva con franca intención se colgó del brazo del hombre de la pipa, Pedro Prado Perdriel. Poco y nada pudieron escuchar Lucía o Silvina, pero supusieron que ella le susurraba cosas sucias que al uruguayo enloquecía. Después, al furor artificioso de la fiesta se los perdió de vista.
“Crazy” irrumpió con la banda de Aerosmith invadiendo el salón como solo podrían hacerlo los mosquitos del delta, la música sublimó los instintos y para entonces los trajes y vestidos eran cosa del pasado, desparramados sobre la alfombra o los sillones remedaban la leyenda y endiablado espíritu del viejo “Moulin Rouge” en el  Boulevard de Clichy.
Juan Manuel había cerrado a hora desusada el pequeño local de “N & P” para, semidesnudo como el salvaje Calibán destacarse detrás del mostrador con el preparado de tragos al gusto de quien lo solicitase. Fuera del alcance de la mirada de George, que en esos momentos perseguía enardecido a uno de los dionisíacos jóvenes, Silvina y Lucía hicieron algunas incursiones detrás del barcito probando los brebajes que les ofrecía Juanma.
Silvina creyó proseguir con el objetivo de la misión pero el alcohol se interponía, al punto de recordar con extrañamiento a Marchese y tantísimas noches caminando abrazados por la rambla de Piriápolis. Extraviada por tantas cosas fue en busca de una muchacha por un pitillo reparador, que la otra fumaba sobre las rodillas de un financista que había cedido al descontrol, muy de los financistas, y dormitaba acariciándole los muslos sin importarle el gasto. La espía agradeció el cigarrillo y volvió con Lucía, escuchando a su espalda:
_ Uru vení a trabajar con nosotras.
Sonrió adormilada, fumó y pensó en Amoroso. ¿La habría abandonado ahora que lo necesitaba o estaría otra vez en problemas? 
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