La Zaga Oriental 24 / Por José Ferrite


 El movimiento continuo.
El profesor, en uno de los intervalos discursivos a los que había apelado para mantener la atención del modesto auditorio de esa noche, le refirió a Jaramillo y la muchacha una leyenda urbana sobre los orientales migrantes.
 En Buenos Aires existe, dicho sin animadversión, un ejército patético de viejos orientales soñando cruzar el río pero resignados a los avatares del destino, afirman temer que la sudestada o las dragas chinas ensanchen el estuario al punto que las distancias entre las dos orillas sean insalvables a su edad. O morir en el intento, las vanguardias eran prácticamente rémoras del pasado y a retaguardia deambulaban las gentes simples sin otro objetivo que sobrevivir como todo migrante por la desdibujada frontera entre un trabajo de pan llevar y el contrabando hormiga. El extendido negocio con las drogas es relativamente nuevo y muchos no lo piensan dos veces.
Decía, viejos doctrinarios que se abroquelaban en su pasado para mirarse de reojo con igual indiferencia que la clase obrera a los doctores de la política. Son las interpretaciones del profesor Montilla y el equipo de estudiantes avanzados, a partir del cúmulo de anotaciones y fiel reflejo de los testimonios y fotografías obtenidas en los trabajos de campo, dirigidos por quien les habla en los veranos de 1984 y siguiente.
No se queden con mis palabras, había dicho en tanto nos anotó una dirección.
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El subte B nos vomitó de la estación Pasteur a una calle oscura y solitaria, encajonada entre las cortinas metálicas de los locales cerrados a esa hora, que contrastaba con el populoso barrio comercial de judíos y coreanos apenas salía el sol.
El reloj marcaba las diez, tres personas de edad indefinida daban cuenta de una botella, recostados entre las bolsas repletas de cartones y el silencio roto por alguna palabra destemplada. Lucy apretaba mi brazo al andar como si en eso le fuera la vida.
Nos dirigimos a ciegas a instancias del profesor a un lugar encubierto, un refugio a salvo de las dictaduras, había advertido Montilla en sintonía con las denuncias de Medios & Medios contra los K.
Grande fue la sorpresa al ingresar al lugar, un minúsculo apartamento vibrante al son de tambores y guitarras, con atmósfera de humo y cervezas, de voces liberadas en el juego de “yo estuve cuando…” En un rincón, apilados los bolsos y los paraguas como las últimas pertenencias de los que poco y nada tienen salvo el movimiento continuo y reverenciar las banderas y los posters evocadores del general Celeste y de Sendic “el viejo” adheridas o pintadas a las paredes.
Un compañero de buen talante campeaba en el mostrador entre los menesteres del bufet y la conversación animada. El oloroso vapor de los chorizos a la pumarola y del pan recalentado, eran un bálsamo para la desazón acompañante del que se fue. La cerveza y el vino una necesidad de los pobres.
Con la naturalidad de los primitivos se habló del cosmos y la música, y del cruce del río y del regreso...
Al amanecer de un silente domingo nos despedimos agradecidos prometiendo volver.
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   El velorio del angelito.
Definitivamente se sentía perdido y perdido en una ciudad que no daba  tregua a nadie y menos a los que creían poder aprovecharse de ella. No era su caso, porque a poco de llegar y sin poder descubrir el paradero de Silvina sólo atinó a deambular sin rumbo, buscándola en avenidas atestadas de carteles luminosos sino en apartadas callecitas donde las pobres gentes se arracimaban como los rebaños en la Cuchilla Grande para atemperar el cruel frío de la noche. Porque de los recién llegados pocos acreditaban ser turistas, los menos éramos espías y los demás trajinaban las calles buscando un pan o un trabajo.
Con el andar cansino de los solitarios o de los locos caminó por Arenales, a tientas, hasta lo que resultó la esquina con Montevideo; asaltado por la nostalgia los ojos enrojecieron involuntariamente al evocar su ciudad y entonces cayó en cuenta que hacía cinco días que habían salido con Silvina a las risas del apartamentito de Yaro 1142, dispuestos a emprender una nueva aventura en Buenos Aires, que además permitiría y lo tenían bien planeado los intercisos para amarse como acostumbraban… desaforadamente.
El estado de sosiego por el feliz recuerdo derivó hasta dar un imprevisto vuelco, como los velámenes a la inmediatez de la tormenta, cuando intuyó poseído por el temor a la vecindad de la noche que era seguido por una sombra disimulada de árbol en árbol, de portal en portal. El semáforo titilaba luces amarillas produciéndole un estado de congoja propia a la de un asesino escuchando la estrategia de un abogado de oficio.
Continuó sus pasos de modo imperturbable pero el miedo ya se había alojado en el trapecio muscular, recordándole la vez que otra siniestra sombra en las inmediaciones de la Terminal Tres Cruces lo persiguió para robarle sin poder lograrlo.
¡Necios! ¿Qué puede atesorar en sus bolsillos un periodista independiente que apenas gana para ilusionarse con una comida decente?
Al cruzar la calle observó de reojo al tipo, un sujeto que vestía bermudas y musculosa, con el andar despreocupado de los ladrones amparados por la pobre luminaria, diseñada por un equipo de ingenieros a todas luces no videntes.
¿Cómo salgo de esta?, pensó en tanto apuraba el paso por la amenazante Buenos Aires.
En eso pensaba aceleradamente cuando vio un local iluminado al que entró con todas las prevenciones del caso, no fuera que inducido por la sospechosa actitud del otro cayera en una emboscada urbana. Algo había escuchado de fiestas en inquilinatos que terminaban en asaltos y robos o la búsqueda de empleo en anónimas oficinas con finales trágicos.
“El peor final” titularía Medios & Medios.
En el pulcro recibidor tres o cuatro personas pospusieron la conversación en que estaban enfrascados para observarlo con detenimiento, pero él no se inmutó y avanzó con pasos dubitativos obsesionado en agrandar la distancia con su perseguidor, se detuvo en la sala de estar saturada de murmullos y el olor picante de las flores y el brillo artificial de las cerámicas del piso. Se dejó caer en un mullido sillón para observar con inquietud la puerta de entrada y a la vez sentirse observado por unas mujeres llorosas y dos sujetos vestidos de forma sobria, en cambio un grupito de adolescentes arracimados en otro sillón no se dignaron siquiera mirarlo.
El muerto había nacido en 2006.
_ Ocho años recién cumplidos, dijo con voz cansina una anciana vestida de negro.
_ Un angelito, acompañó con voz quebrada otra mujer.
Ambas descubrieron su presencia y aguardaron expectantes.
En actitud contrita entrelazó las manos y bajó la cabeza tratando de ganar el tiempo suficiente para pensar en algo.
_ Es todo muy triste… atinó a balbucear por lo bajo.
_ La partida de un niño no da consuelo a nadie, dijo entrecortada la anciana.
_ Me parece conocerlo joven… indagó ladinamente la otra mujer.
No lo conocía, imposible, pero inmóvil como una gata acechando a su presa quedó a la espera de una respuesta.
Pensó huir pero no tuvo siquiera esa opción, tan rápidos fueron los acontecimientos.
Los tipos como dos almas gemelas desabrocharon sus sacos al unísono y sacando unas pavonadas pistolas automáticas gritaron, mientras como el eco respondieron entrando atropelladamente siete u ocho sujetos encapuchados y armados hasta los dientes, protegidos con chalecos de la PFA y la DEA.
_ ¡Policía!
_ ¡Manos en la cabeza!
En segundos lo arrojaron al piso y precintaron las muñecas como un cerdo dispuesto al sacrificio. Por un segundo alcanzó a ver a los adolescentes en la misma situación, apresados, pero ignoraba que pasaba en la sala mortuoria y salvo uno que los apuntaba con una ametralladora, de los demás se escuchaban los gritos, los forcejeos y los golpes, el estruendo de dos disparos y el olor. El olor a la sangre fresca y nauseabunda de las flores desparramadas y pisoteadas en el piso.    
Las dos mujeres clamaban piedad y respeto por el difunto, pero un certero empujón las encajó en uno de los sillones con la precisión con que encestan los jugadores de básquet. De inmediato fue soliviado como un bulto de cara a la pared y con la impresión de que el tiempo se detenía empezó a sentir un punzante dolor en la planta de los pies. De reojo observó a tres tipos ensangrentados con la cabeza encapuchada; una mujer joven permanecía sentada contra la pared en el mayor de los mutismos.
_ ¡Usted! gritó un policía a un palmo de su nariz, vaya como testigo a la mesa del secretario. ¡Muévase!
Sin salir del aturdimiento acaté la orden y quedé estupefacto al observar que el individuo detrás de la netbook resultó ser su perseguidor, el tipo de las bermudas.
_ Espere ahí, dijo posiblemente fastidiado por los operativos nocturnos mientras encendía un cigarrillo y me miraba con desprecio superlativo.
_ ¡Documentos!, requirió de modo imperativo.
_ Busque en el bolsillo del pantalón donde guardo la billetera, dijo Amoroso secamente ante la imposibilidad de hacer nada.
_ Así que extranjero… dijo con desprecio en la mirada.
_ ¿Le ponen esposas a los testigos? pregunté adelantando las manos apresadas con el doloroso sentimiento del humillado.
_ Las preguntas van de mi parte. Debe explicar su presencia en este lugar porque para usted la situación está por demás comprometida.
_ Estas jodido flaco, dijo el policía bueno parado a mi lado.
Hemos detectado, dijo con impura satisfacción, a inmigrantes ilegales como partícipes necesarios de una conspiración cuyos móviles son materia de investigación.
Amoroso sin entender nada explicó cómo pudo su condición de turista en Buenos Aires y debió repetirlo una y otra vez, preso de un nerviosismo que lo perfilaba como sospechoso.
_ Manténgase callado, dijo el tipo de las bermudas con desembozo amenazante detrás del humo azulino del Phillips Morris.
Además de estarlo, me sentí desarmado en circunstancias peligrosamente parecidas al crimen de la Plaza Zitarrosa, desde que la integridad del ciudadano queda a merced del viento y los caprichosos vaivenes judiciales.
_ Así que extranjero, dijo otro agente parado a su espalda.
Hacía seis meses el Departamento investigaba a una organización que ofrecía dinero a préstamo sin otra garantía que la palabra empeñada, sin otra oficina que la mesa de un bar o el hall de una estación de trenes, pero sospechaban los pesquisas, que la banda contaba con una red real y virtual orientada a blanquear dinero o trasvasar a otros países divisas de contrabando. El dato de un informante, un personal de seguridad asignado a un country de Pilar, inducía a sospechar sobre la inminente salida de papel moneda al extranjero y al seguimiento de los movimientos encubiertos de la empresa funeraria con otra de vuelos chárter a Montevideo y Asunción.
Esperó con la inquietud de no entender semejante batifondo en medio del velorio de un chiquilín de ocho años. Había alcanzado a escuchar cuando una de las mujeres se refería al accidente como a un asesinato, porque fue un asesinato aseguraban llorosas, causado por el conductor de un Volkswagen Bora gris metalizado que se estrelló a 160 kilómetros contra una columna del alumbrado que cayó sobre el inocente. Tronchando una vida prometedora, dirían en la tele, que a poco de salir de la escuela “Mártires de José León Suárez” trastocó la ilusión de un estudiante en otra trágica jornada de horror.
La otra mujer revivió la escena del cuerpo mutilado, justificando de alguna manera el cajón cerrado, con la tapa de pino elliotis laqueado y convenientemente atornillada según las circunspectas palabras del empleado funebrero.
Triste, muy triste todo, pensaba pero sin poder explicarse que hacían esos tipos ensangrentados y la mujer mirando enajenada al féretro y mucho menos entender, lo que la ministra calificaría unas horas después en los noticieros del mediodía, como una declaración de guerra al crimen organizado.
Qué quiso decir el policía escribiente con que su situación es harto complicada, malpensó preso del pánico que conlleva al simple individuo frente a un sistema de cosas. Él no era el perseguidor, el otro tipo sí lo era, y entrar a la casa de servicios fúnebres fue el último recurso para escapar a lo que creía un intento de asalto en la coqueta Arenales esquina Montevideo.
Estaba dispuesto como que se llamaba Amoroso Tresfuegos a exigir al escribiente que lo haga constar en actas, como un recurso a su favor, por su condición de turista víctima de la inseguridad.
Recordó el fantasmal episodio en el bar “El alero”, la cara insulsa del mozo y el fervor esperanzado con que se expresara Melgarejo, pero ahora dudaba que fuera lo que fue, tan solo un sueño. Amoroso esbozó una sonrisa, en efecto esto no podía estar pasando porque solo se trataba de otro sueño. Se pellizcó como pudo inmovilizado por el precinto plástico hendido en la carne insignificante, dolor que lo atormentaba moralmente, pero que no alcanzaba para dilucidar si estaba despierto o alucinando.
Dos de los tipos mal heridos o muertos fueron cargados en camillas y trasladados a las ambulancias que emitían destellos verdes más allá de la puerta de entrada, los adolescentes esposados rodeaban el ataúd junto a la mujer y otros tipos que iban y venían en la escena de un delito todavía no dilucidado. Las desconsoladas mujeres gemían al pie de la cruz.
_ ¡Testigo! gritaron y alguien que no pudo ver le dio un empujón.
_ Tengan piedad, rogó la anciana al policía que manipulaba la barreta de acero hendiendo la juntara de la tapa.
_ ¿Qué pretenden hacer con este pobre angelito que clama paz eterna? demandaba la otra con los ojos enrojecidos.
_ Proceda, ordenó uno de los tipos con traje y corbata.
Al tercer intento la tapa voló en pedazos desparramando por el piso fajos de billetes de moneda norteamericana que abarrotaban el féretro como las bóvedas de los bancos suizos. La policía de “Delitos Globales”, sección argentina contabilizó el hallazgo, adjuntó las declaraciones de los testigos y labraron el acta con toda la evidencia disponible. En el doble fondo del ataúd encontraron convenientemente embalados, una ametralladora liviana, cuatro pistolas Glock de nueve milímetros y cargadores con municiones que fueron incautados. Posteriormente, un primer organigrama daría cuenta de los integrantes de la organización criminal identificados, para ser exhibidos conjuntamente a la conferencia de prensa de la ministra, a realizarse en las primeras horas de la mañana.
_ A alguien se le aguó la fiesta, comentó un imberbe agente recién egresado de la escuela de policía.
El angelito no estaba…
Las mujeres maldijeron a la policía y exigieron la aparición del cuerpo para velarlo como Dios manda, pero bajo un manto de sospechas también quedaron a disposición de las autoridades.
Un fotógrafo encegueció con los flashes a los presentes mientras otro agente recomendó, innecesariamente, no tocar nada antes de la llegada de los peritos.
_ ¡Usted! dirigiéndose a Amoroso, dé su testimonio sin utilizar adjetivos ni verbos en modo potencial, apremió el jefe del Departamento “Crimen Organizado”
_ ¡Ustedes dos fuera! dijo a las desconsoladas mujeres.
Mañana a las siete las quiero ver en la seccional, dijo de modo intimidante.
A los demás súbanlos al furgón.
_ ¿Y conmigo qué va a pasar? dijo Amoroso pensando que lo qué estaba ocurriendo pudiese ser real.
_ Testifique con la verdad, dijo el comisario, no salga de la ciudad en tanto se aclare su situación y mándese mudar de mi vista.

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