Tresfilos: Detective/Sicòlogo y la llamada de una dama desconocida



SIETE
No me sentía cómodo en la remozada oficina reducida a un cubículo radiante de luces blancas y el sofisticado equipo, acostumbrado a la economía de recursos, a registrar en una agenda de bolsillo lo que creía sustancial en mis investigaciones, a la pistola Bersa Thunder .380 en la sobaquera y el teléfono celular a mano.
Con cierto método que a veces burlaba conscientemente, a primera hora de la mañana salía a correr por la nueva rambla perimetral, desde los aledaños al puerto hasta más allá de la playa Capurro. Con mis cien kilos en movimiento imponía respeto, principalmente a los rateros que a esas horas asolaban las calles cuando las noches habían resultado improductivas…
Pero trotar mirando la bahía me introducía en un estado de calma poco habitual en la profesión, donde lo común residía en tratar con personas angustiadas cuando no especuladoras. En reuniones de amigos, Hannah, trazaba paralelismos entre la relación del sicólogo con su paciente y la del detective con su cliente. Escuchando las palabras retaceadas del otro, cuando éste recurre a las referencias obvias sino embozadas, con un fin engañoso pero estéril, para la investigación o la evaluación preliminar hasta formular un diagnóstico de situación.
Nos recriminaba a nosotros por punzar con preguntas inadecuadas, sin importar al indagar en asuntos ocultos del otro, lastimando no importa cuán perturbador fuese.
Pero que sin duda, inciden en el estado de ánimo del paciente o del cliente, sin confundir uno y otro, como para sacar pus y veneno en personas atribuladas por preguntas sin respuestas o por cuestiones materiales, por lo general cuando se disputan sumas importantes.
¿Crees que es muy diferente la mirada del sicólogo hacia su paciente que la del ojo de la cámara? intervino Cardozo considerando el estado de borrachera avanzada de su mujer.
Lo digo por mi trabajo y a modo de basamento inmoral, cuando de lo que se trata es de hurgar indistintamente en la psiquis y la vida privada de las personas.
_ Vos sabes que Hannah, cuando se fue a vivir a la Argentina por puro capricho de mujer independizada, cursó en la universidad de La Plata, y muchas veces después de conocernos, charlamos sobre el vínculo entre el observador y el otro. Y en el hecho maldito que conlleva.
No lo sabía. Ni me importaban los paralelos entre las preocupaciones de nuestros clientes y los pacientes con alteraciones mentales, pero intuía que en la mayoría de los casos eran sujetos que desde la mirada profesional, merecían un poco de humana comprensión.
Pero en estos tiempos… donde las cámaras de vigilancia se convertían en el ojo omnipresente y fiable para reestablecer la escamoteada paz social. No sé…
Trotar llevaba mis pensamientos hacia Candy y los fugaces reencuentros, un escape compartido, deseado, en la sola la intimidad capaz de restablecer los puentes de que bien vale la pena vivir.
Dos jóvenes que paseaban un perro labrador lo observaron con el temor dibujado en la mirada, no se inmutó, por lo contrario se sintió fortalecido aunque de su parte no hiciese nada en particular para tal distinción. El miedo había calado en las personas sin distinción de clases.
En Karim´s las cosas resultan distintas al mundo que yo conocía, había dicho Candy en un momento confesional y sincero, porque para ella todo resultaba novedoso y atractivo, distante de su pasado en los campos de Ñeembucú. Porque la persistencia del pasado en nuestras vidas, decía en voz baja, no nos deja siquiera la posibilidad de escape.
Al principio, en el club las cosas no le fueron fáciles porque Akash Jain imponía un código que traspasarlo significaba la expulsión de la familia. Ana Luna, una compañera del salón, no pudo dominar los efectos del alcohol en dos ocasiones y a la tercera vez que sucedió le dieron su dinero y se marchó sin reclamo alguno, es más, le pidió perdón a Akash al despedirse.
Los códigos están para ser cumplidos para bien de la familia, reiteraba Akash cuando la oportunidad se presentaba, no sólo refiriéndose al alcohol y las drogas sino también al uso del uniforme y los perfumes, el régimen de salidas en las horas de descanso, el aseo personal y la limpieza del dormitorio común, como de la alcoba principesca. Ni hablar de las reglas de silencio, acompañante como una marca a fuego en la piel de los tres o cuatro “ángeles guardianes” que disimulaban las armas entre sus ropas.
A su costado, los barcos coreanos con sus estrambóticos artefactos para la pesca del calamar rolaban mansamente en las aguas, invitando al sosiego, como tomándose revancha a la última temporada en las agitadas aguas del Atlántico Sur, revueltos con otras flotas en el caladero de las Islas Malvinas.
 Pero, irrumpió en mi mente mientras trotaba a buen ritmo, que un día cualquiera investigaría por mi cuenta que cosa originaba la repetición de incendios y crímenes perpetrados en la flota coreana fondeada en la bahía…
Entonces, no me había salido otra cosa que decir: ¿Principesco?
Ella respondió con risa cristalina mientras encendía dos cigarrillos. Algún día te hablaré de los códigos impuestos en Karim´s, dijo mientras sellaba mis labios con un beso.

OCHO
Como acostumbraba a esa hora de la mañana me detuve a conversar con Raúl, uno de los vigiladores del estacionamiento del super. Un muchacho franco que viajaba a diario desde Playa Pascual y que reiteraba la misma preguntaba a todo el que lo quisiera oír. ¿Por qué padecer aburrimiento trabando doce horas al pie del Portón 6?
En otras ocasiones decía, con sumo respeto, sentir admiración por mi condición de detective privado, del que indaga sin cejar en el laberíntico mundo del hampa. Y por lo bajo disparaba, ¿sí yo sabía qué se siente matar a otro?  
Desde niño, confesaba sin tapujos como un viejo camarada de armas, había quedado hipnotizado por las andanzas de su padre, al que guardó respeto durante toda la vida y más, después de la oscura muerte ocurrida en el penal.
Cuando me habló del asunto lo interrogué con la mirada.
Y entonces sacó a relucir que su viejo pasó de convaleciente en la enfermería por un simple estado gripal, a ser entregado en un cajón cerrado apenas una semana después. Un miércoles.
 Desenlace sin misterio alguno, le había dicho el médico de guardia a su madre. Pero el comentario entre los reclusos y familiares era que una semana de abandono en la enfermería era la escala fatal a la sala de la morgue.
¿Con el hacinamiento será que aparecen los viejos fantasmas? ¿O es achacable a los virus raros? inquirió Raúl con los ojos entornados.
¿Raro no?
Relatos insistentes entre su propia familia como un conjuro frente a la injusticia y que de alguna manera, afectaron a un Raúl muy joven y a sus hermanos, según aludiera brevemente en nuestras conversaciones ocasionales.
Fue reticente, ante mi insinuación de qué lo había llevado a su padre a ser recluido en canada. Al principio calló temiendo manchar sus propios antecedentes laborales, hasta que pudo más la confianza que nos profesábamos al decir de modo categórico: asesinato.
Guardé silencio ante un evento extendido en el país de las cuchillas como la mierda de las palomas en las plazas.
Raúl no abundó en detalles pero dejó en claro que en la casa no había ni para malcomer, el contratista retaceaba los pagos semanales y fue entonces cuando sus compañeros dijeron que el viejo perdió los estribos después de medio día de plantón.  
Lo miré con un gesto de comprender, pero él desembuchó el rencor con una frase corta y fulminante: harto de las mentiras del lituano, lo buscó, lo encontró y degolló en un santiamén.
La noción de justicia de Raúl había sido alimentada por videos como Ciudad de Dios o Ciudad del Pecado. Lo mejor de los años dos mil, dijo dando por concluido el tema.
La mención de las dos películas que por otra parte había visto, removieron en mi memoria las cuestiones del poder y la sutil coacción que los atrapantes titulares de la tele hacían sonar como cachetadas.
La mesa de los principales se mantenía con la lozanía de antaño.
Al tanto de los cambios operados en la oficina y la sociedad con Cardozo, Raúl me felicitó y deseó suerte con la nueva empresa. No hizo preguntas y como otras veces, me pidió que lo tenga en cuenta por si necesitábamos un auxiliar con buenos antecedentes laborales, carnet de conducir y porte de armas al día. Sordo y mudo, recalcó.
Lo que no dijo fue que en las horas en vela le había dado por escribir impresiones sueltas, que no pretendían convertirse ni por asomo en el diario de un vigilador.
Al pasar me comentó el rumor de que el super cambiaría de dueños, chilenos dijo, al tiempo que invocaba a San Cayetano y todos los santos por la permanencia en su puesto de trabajo, que podía ser aburrido, pero no  tan riesgoso como estar asignado a la entrada de una cancha de básquet.
Veladamente hizo un comentario.
 _ Tuvimos visitas, ¿se enteró?
Anoche intentaron robar descolgándose por el techo del depósito. Unos improvisados que no tuvieron en cuenta la alarma y escaparon por donde entraron. Dudo, dijo por lo bajo, que detengan a alguno de los rateros porque las cámaras de video sólo muestran sombras en movimiento. De cualquier manera es un misterio como  desaparecieron veinte cajas con telefonía celular en tan poco tiempo. ¿Sino fue por el techo, quién pudo sacarlas del galpón sin que yo los haya visto?
Me despedí de Raúl.
 _ Mañana la seguimos.
Subí la escalera hasta el segundo piso, de dos en dos escalones, como un plus de mi entrenamiento físico. La ducha brindó un estado de placer magnificado después del trote mañanero y en eso estaba, hasta que fui interrumpido por el timbre del teléfono.
_ Tavares y Cardozo, seguridad privada dije sin obtener respuesta de inmediato.
_ ¡Ah! sos vos, no estoy ocupado, te escucho.
_ ¿Hoy a las once? ¿Dónde es la cosa?
_ Dale, te espero y vamos.
_ Si pasas a las diez, está bien.
_ Okey.
Fue al refrigerador por una lata de energizante cuando sonó el teléfono.
Pensó en Candy y levantó el auricular.
_ Tavares y Cardozo, seguridad privada, dijo escuchando al otro lado la voz de una mujer. De otra mujer.
_ Si le parece bien la espero el lunes en la oficina. Comprendo su preocupación.

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