Tresfilos Tavares ; Ñambi / Por José Luis Facello

CUARENTA Y DOS
Tavares despertó al oír el insistente sonido del timbre, saltó de la cama y observó la pantalla sin alcanzar a identificar a la persona parada junto a la puerta. Miró somnoliento la esquina del monitor y leyó sin poder creerlo, 5:05 a.m.
_ ¿A quién busca?
_ Soy yo, Panzeri.
Tavares se vistió unas bermudas desteñidas y bajó descalzo, en la mano izquierda las llaves y en la derecha, semioculta en la espalda, la Bersa .380.
_ Buen día Tavares, disculpa la hora pero tuve una noche terrible.
_ No se preocupe comisario, dije mirando a diestra y siniestra. Raúl se hizo ver un momento y desapareció en la penumbra.
El edificio estaba en silencio y sólo se escuchaban los pasos del comisario.
_ ¿Toma un café comisario? ofreció Tavares mirando de reojo el monitor sin advertir más que los claroscuros de la calle.
_ Gracias, ahora no, dijo tomando asiento junto al cenicero cromado.
_ ¿Qué tan terrible fue la noche? preguntó el ex agente de I.P. mientras terminaba de vestirse.
_ Una camioneta eludió un control sorpresivo de los muchachos de I.P. en la ruta 8, cerca de Pando, pero los desconocidos sin decir agua va, dispararon y emprendieron la fuga. Dieron con ellos una hora después. Los tipos habían tomado por la 34 y pudimos con un escuadrón de apoyo rápido interceptarlos en Neptunia, antes de cruzar el arroyo.
_ ¿Se entregaron?
_ Esos tipos no son profesionales, por los documentos hallados entre las ropas los muertos serían un uruguayo y un argentino, uno menor de edad. Los otros dos fugaron a pie y supongo que no llegarán lejos… son peligrosos y no acostumbran rendirse.
_ ¿Sufrimos alguna baja? preguntó Tavares con los malos recuerdos del operativo “mieles negras” a flor de piel.
_ Sólo la “chancha” Martínez sufrió una herida superficial.
_ Ese hombre está pasado de peso… ¿Y al final con qué se encontraron?
_ ¿Qué encontramos? La camioneta fue robada un mes atrás pero estaba limpia, hasta que los muchachos del taller la revisaron a fondo y encontraron la cocaína entre el doble piso de la caja.
_ ¿De importancia la cosa?
_ A ojo no pasaba de los cincuenta kilos. Apostaría a que encontraron cincuenta kilos exactos, dijo el comisario. En peso, lo que una antigua bolsa de portland…
Pero no pasé a verte por estos desgraciados que se han convertido en parte del paisaje, sin que la policía pueda hacer mucho más…
Tú sabes de lo que hablamos.
_ ¿Toma una copa? invitó Tavares considerando que la cosa iba para largo.
_ Un whisky con hielo. Mira la hora que es y el calor que no afloja.
Permiso compadre, dijo el comisario mientras se sacaba los borceguíes con indisimulada satisfacción.
_ Tavares y Cardozo, seguridad privada.
_ …
_ Sí, es mi socio.
_ …
_ Si usted está de acuerdo, lo espero a las once en la oficina, Florida 2875.
_ …
_ Okey.
Comienzo de un día agitado, refunfuñó el detective, mientras de modo expeditivo se abocó a poner algo de orden en la oficina. Miró la hora en el monitor, 8:34 a.m.
Vació la papelera, quitó de en medio la ropa de entrenar y los championes, retiró los vasos y la botella de whisky, por fin, abrió la ventana y una correntada proveniente de la bahía desalojó el aire viciado.
Cardozo que cada paso que daba lo calculaba sesudamente, se había plantado con la idea de qué el dinero para gastos no alcanzaba. La señora de la limpieza tendría que conformarse con trabajar dos horas a la semana. Aquella vez, había planteado su disidencia pero Cardozo sin moverse un milímetro de su postura, esgrimió los mismos argumentos que el ministro, explicando los por qué de más achique presupuestario.
Cerca de las diez, Tavares se dio una ducha de agua fría y vistió con la formalidad que lo caracterizaba para estos casos; zapatos negros, pantalón azul piedra y una remera celeste bajo el saco blanco que disimulaba, atrás en la cintura, el revólver S&W del 32.
A las 11.03 a.m. en la pantalla del monitor se veía a una persona que tocaba el timbre.
A las 11:07 a.m. un individuo que dijo llamarse Arteaga, de mirada filosa y lentes tan pequeños como el bigotito que lucía, se acomodó en la silla, aceptó un café negro y expuso de un tirón el asunto que lo traía a T&C.
Arteaga dijo trabajar para una persona importante, que una o dos veces al mes, realizaba personalmente transacciones bancarias por sumas cuantiosas y en efectivo. A veces por valores importantes en joyas sino obras de arte.
Requerían de un hombre hábil para interceptar cualquier intento de robo en las puertas del banco o en el trayecto callejero. Se lo contrata para neutralizar una salidera o cualquier situación imprevista, recalcó el tipo, mientras limpiaba los lentes con un pañuelo de papel.
Tavares recordó el manual “Ciento una formas de blanquear dinero sucio”, pero con esfuerzo superlativo se concentró en las palabras de Arteaga.
Señor Tavares, le dejo la tarjeta de la empresa con los números para comunicarse. Como le dije, la empresa está en una etapa de reorganización y necesitamos su respuesta a la brevedad. La cifra de los honorarios la pone usted.
De aceptar, dijo Arteaga mientras saludaba, nosotros lo proveeremos del equipo que usted indique y de un automóvil nuevo.
Buenos días, dijo el sujeto con la impronta del que obedece órdenes al pie de la letra.
No sabía por qué pero la oferta no lo tentaba, necesitaba el trabajo porque el dinero de Perdriel se había esfumado entre hoteles, movimientos y comida para tres en los días posteriores al escape de la casa de piedra.
Reconsiderando esos peligrosos días sintió la ausencia de Andy y lo que fue el metejón por una mina hermosa y decidida, con el transcurso de los días se develaba como un amor en estado latente. Amaba a Andy Vallejos como es… una mujer jugada por las personas en las que creía.
Y de la liquidación por el atípico retiro de I.P. todavía no le habían acreditado un solo peso; Panzeri lo atribuyó a la maraña del papeleo y la burocracia…
Miró por el monitor salir a Arteaga del edificio y dirigirse caminando por Florida hacia la 18 de Julio. A las 11:40 a.m. salió del ángulo de la pantalla.
Muy tarde para salir a trotar, pensó el detective, y mala hora para todo lo demás.
Llamó a su socio y lo puso al tanto de la propuesta de Arteaga, mañana le contestaría dijo, el trabajo no le gustaba sin poder precisar por qué, pero necesitaba el dinero.
Candy la había prestado trescientos dólares y era una deuda pendiente.
Quedaron en reunirse con Cardozo en el Nuevo Bristol.
A las 11:48 a.m. y el aire tórrido sobrevolando las azoteas de la ciudad, Tavares se desnudó bajo el ventilador, encendió un cigarrillo y recostó en la cama.
Lo despertó el zumbido del ventilador cuando declinaba la luz de la tarde. Mientras se vestía cayó en cuenta que no había probado bocado en todo el día.
Se asomó a la ventana y observó luz en la garita de su amigo, el vigilador.
Mientras Raúl encendía fuego en un improvisado fogón, Tavares fue a la carnicería de la calle Paysandú regresando con una tira de asado y chorizos de cerdo.
Al borde de la calle, junto al tronco de un añoso paraíso los dos hombres iniciaron el ritual carnívoro con reminiscencias gauchas. Las brasas daban a las carnes el brillo de los barnices entre pardos y dorados, mientras el aroma a asado invadía a la encajonada calle Florida.
Comieron en silencio sobre una rústica tabla y bebieron vino del barato.
_ ¿Y usted que piensa a fin de cuentas? deslizó Raúl.
_ El comisario, cuando trae algo escondido entre manos no ahorra palabras en macanear.
Supongamos que dice la verdad, no le veo objeto mentir, pero todo resulta tan disparatado e irreal como el vaso con mis huellas encontrado en la casa de la Maizani. Y aunque no atino a explicármelo, recuerdo haber soñado el asunto del vaso durante el viaje a Tacuarembó y esa anticipación, por sí sola me resulta perturbadora.
_ ¿Y recuerda a dónde conducía el hilo del sueño?
_ El sueño se deslizaba sobre el ronroneo del motor diésel y se limitaba a lo poco que te conté. El hallazgo de un vaso con mis huellas y la figura amenazante de Panzeri, relato que no conduce a nada, de no mediar una trampa para incriminarme en un asesinato.
_ No te preocupes más de la cuenta.
¿En tu familia no hay antecedentes de alguien con facultades de vidente?
_ Lo decís en serio…
_ Bueno amigo, estas cosas son más frecuentes de lo que se cree.
_ ¿Estás insinuando el mundo de la adivinación y la hechicería?
_ Bebamos y olvidemos los mágicos mundos de la realidad, propuso Raúl.
De pronto, Tavares creyó recuperar la impronta del detective y la sensatez.
_ Apenas el perito a cargo, un conocido, lo puso al tanto del hallazgo, el comisario me dijo que primero analizaron el asunto y después acordaron guardar silencio. La razón, ya tenían bastante conmigo por el expediente “Op. Mieles Negras//García-Pedemonte”
El comisario incautó el vaso delator y con él la prueba incriminatoria, pero desde  esta mañana coincidían en preguntarse con el mismo grado de desconcierto.
 ¿Qué intención se ocultaba, qué significaba un vaso fuera de lugar?
¿Alguien por algún motivo desconocido estaba tratando de desviar el cauce de la investigación?
_ Un ardid para encubrir al asesino ¿pero quién? disparó Raúl.
_ Eso es lo extraño, tengo motivos para descartar a Perdriel como al guardaespaldas, del móvil del crimen tanto como de las pistas inconsistentes, ¿se entiende?
Al piso trece accedían contadas personas, no imagino a la señora de la limpieza con un motivo para matar… Y menos considerando su declaración que remitía a lugares comunes y a la detallada rutina de sus ocupaciones. Trabajaba exclusivamente, le pagaban muy bien y (los patrones) eran muy buenos con ella, consta en la declaración. Su lugar era en el piso trece de la torre del Buceo y en el apartamento de la señora Maizani cuando se lo pedía, por lo general, una o dos veces a la semana. Cuando la señora estaba de viaje, ni siquiera eso.
Todo lo que ella se permitía lo hacía con el consentimiento del señor Prado Perdiel, había dicho con suficiencia.
_ ¿Y qué hay del niño rubio? se preguntaba Raúl.
Tavares se acordaba borrosamente de la cara del botija que entregó el sobre en la oficina, pero alcanzó a verlo el tiempo que tardó en hacer el mandado, un minuto, no más.
_ ¿Qué puede haber? se preguntó.
El detective fue a la oficina por más hielo, mientras reflexionaba sobre para qué robar y después esconder en el horno de una cocina la bolsa con disquetes que no decían nada. O hubo algo que no vieron o no supieron interpretar lo que encerraban los videos. Le pediría a Cardozo una segunda revisión del material como para despejar las dudas.
Al principio sospechó que Saldaña lo hizo para proteger al magnate de M&M, su patrón… quizá porque presuponía que lo engañaba, como para considerarlo responsable del crimen de la secretaria.
_ Algo no cierra, mascullaba el detective mientras bajaba del segundo piso.
_ Mientras usted fue por el hielo, dijo Raúl, pensaba por pensar no más.
_ …
_ Desde el momento que usted sospechó que el acompañante de la secretaria en Karim´s  era Saldaña, me asaltó una pregunta pero la deseché, porque eso pasa solamente en las novelas del policial negro norteamericano.
¿Dónde se vio que un guardaespaldas sea amante de la amante de un millonario?
CUARENTA Y TRES 
_ ¡Sorpresa! Viajaremos en la camioneta, dijo Candy.
_ …
_  Una Chevrolet doble cabina, color a los mangos maduros.
_ …
_ Del 2015, para una cero kilómetro no me alcanzaba.
_ …
_ Amorcito, manejaremos un rato cada uno.
_ …
_ Porque en avión llegamos en una hora veinte y yo necesito recordar…
_ …
_ Además de eso, en el horóscopo chino soy caballo. Ja! Ja!
_ …
_ Con los pies en la tierra o bailando en el caño.
_ …
_ No hay aves salvo el gallo y el pobre se olvidó de volar…
_ …
_ Amorcito, arregla tus cosas que el domingo te paso a buscar.
_ …
_ Ya lo sé ro jayhü, siempre conté contigo.
En un primer momento, Tavares había puesto reparo al momento elegido para viajar. Las temperaturas del verano norteño lo pondrían bajo una rigurosa prueba, porque no sabía ni imaginaba lo que es vivir con más de cuarenta y cinco grados a la sombra.
Desplegó el mapa y repasó el esquema del recorrido, en tanto Ñambi conducía.
Candy al salir de Montevideo había sido explícita en una única condición, que no respondería a otro nombre que a su verdadero nombre, Ñambi, la hierba curativa.
Le había pasado el manejo del volante una vez que cruzaron la ciudad de San José, mientras el tránsito por la ruta 3 era lo apacible que se puede pretender en estos tiempos.
No era la primera vez que conducía un automóvil, parte del pago de la camioneta fue la entrega de un viejo Volkswagen Gol, por eso Ñambi demostraba el temple y la concentración necesaria mientras el velocímetro marcaba los 110 kilómetros por hora. A un promedio de ochenta alcanzarían el río Paraná al anochecer, aguas arriba de la represa de Yacyretá.
El trayecto elegido en principio, unía desde Montevideo la ciudad de Paysandú, a continuación el cruce del puente sobre el río Uruguay para desde allí por la ruta RN14 deberían hacer un largo recorrido, y unos kilómetros más por la RN 105 hasta la ciudad de Posadas, capital de Misiones.
Tengo una mezcla de recuerdos y sensaciones que por momentos me entristece o me remite a los días de la niñez. Los despreocupados e inocentes días de mitãkuñaʼi.
Pero el motivo del viaje además del postergado reencuentro con los míos, desde que hui de la casa por consejo de mi madrecita, es la urgencia por ver a mi hermano Francisco.
Francisco tuvo un accidente.
Al parecer y por lo que cuenta mi hermana Guadalupe, mis tres hermanos mayores estaban hachando en el monte, cuando en eso, Francisco quedó atrapado por la caída de la enorme rama de un anchico colorado. No estaba solo y en su auxilio acudieron Pedro y Ramiro y los buenos espíritus del monte.
Esas cosas son las que me dan miedo.
No por el accidente en sí sino por el tragedia anticipada.
Cuando era mayorcita, mi madre hablándome a mí y mis hermanas nos hizo una velada advertencia, por un lado alabó la guapeza de mis hermanos, porque demostraban ser imbatibles a la hora de hachar como beber en las rondas con caña Aristócrata, nuestra bebida tradicional.
Ellos bebían apenas adentrarse al monte para alejar los malos espíritus, y recién después tumbaban los grandes árboles y los nidos y las orquídeas, allanando el camino para la entrada de las máquinas… enormes, monstruos mecánicos que lo arrasaban todo a su paso.
Y entonces los dioses cobran venganza con los pobres monteadores, humillándolos con borracheras que duraban días, decía mi madre, hasta que caían tumbados como si fuesen árboles.
Mi hermano Francisco, esta vez esquivó la fatalidad. No era su hora…
A la noche, hospedarnos en un hotel tres estrellas, en el centro de Posadas, resultó lo que un oasis para una caravana de beduinos.
Disfrutamos juntos el placer de una ducha tibia y una cena a base de picaña asada y mandiocas hervidas, acompañado de mbeju, unas cervezas  y mamón de postre.
Ñambi atribuyó el menú a una particularidad del aislado territorio que comprendía las antiguas reducciones. Aunque también en el norte arraigaban las costumbres exóticas de los gringos, vanagloria de las ciudades rioplatenses…
Ella algo había dicho, mientras canturreaba Las siete cabrillas: pe jhechava pa Pyjharé pyté yvaté omimbi… al pasar por las cercanías de Yapeyú, acerca de los jesuitas y las grandes estancias ganaderas lindantes con la ribera occidental del río Uruguay.
En la habitación 9, sobre las sábanas barridas por el murmullo del aire acondicionado hicieron el amor una y otra vez hasta caer en un mágico estado de soñolencia.
El lunes amaneció luminoso y a las ocho Ñambi conducía la camioneta atravesando el puente que unía a las ciudades de Posadas y Encarnación.
Tavares, reconfortado en las últimas veinticuatro horas por sensaciones nuevas y superpuestas, a medida que las conversaciones con Ñambi le permitían descubrir a la persona oculta, a la verdadera muchacha campesina. Y en el estado de semi conciencia acompañante a los viajes iniciáticos, advertía que la forma de vivir merecía segundas lecturas. No todo eran costumbres al ritmo de la repetición… y menos una copia falsificada como se estila a la moda en las grandes ciudades.
El hombre dedicó toda la atención al GPS y los misterios que todo mapa incluye.
Tomaron por la rambla costanera Pacu Cua para salir de la ciudad rumbo al norte, rumbo a la pequeña ciudad de Ybycuí, enclavada en la llamada meseta brasileña. Lugar de tierra colorada y fértil, cerros con vegetación abundante y saltos de agua escondidos en el curso de los ríos.
Tavares no pudo evitar las imágenes de los paisajes próximos a la ciudad de Rivera.
A diez kilómetros de la ciudad se encontraba el campito de los padres de Ñambi, el lugar fantástico de su niñez poblado de leyendas y miedos atávicos.
El recorrido por delante no tenía mayores complicaciones a la vista, deberían continuar por la ruta 1 y recorrer unos 140 kilómetros hasta San Ignacio y el empalme con la ruta 4. Proseguir por la ruta 1, siempre al norte hasta Quiindy y de allí doblar hacia el oeste, para no muy lejos llegar a Ybycuí y la casa que Ñambi dejó a la temprana edad de la inocencia.
De pronto Tavares advirtió que el vehículo disminuyó la velocidad y Ñambi maniobró hasta dejarlo estacionado junto a la banquina, después ella salió sin decir una palabra. Intrigado, el hombre la siguió con la mirada hasta que se detuvo a conversar con una muchacha que vendía chipá.
Ñambi me convidó con las rosquitas y echó a llorar. Permanecimos callados un largo rato, después imprevistamente puso un cambio y reanudamos la marcha hasta que ella rompió el silencio.
Entonces dijo: no imaginas cuanto extrañaba los sonidos de mi lengua.
Al atardecer, la tierra viró a los colores parduzcos como el cielo al sonrosado, ejerciendo sobre nosotros un estado de irrealidad y gozosa paz, el influjo dominó a la muchacha por vaya a saber que cúmulo de recuerdos. Se la veía confusamente feliz, por fin habíamos llegado a la casa.
Para Ñambi y Tresfilos las expectativas e impresiones eran absolutamente disímiles.
Él atento y a sus anchas por lo que depara todo viaje, sin importar la distancia, cuando es posible advertir imprevistas situaciones, del saludo ocasional con un desconocido a una imponente puesta de sol bastan para sentirse vivo y sacudido íntimamente de pies a cabeza. Tresfilos sentía recuperar su completa humanidad transcurridas apenas treinta y pocas horas de dar inicio a la aventura.
Y comer pinches de carnecita asada en los puestos callejeros, el mayor de los gustos.
Ella, en cambio, estaba conmovida por el tumulto de sensaciones encontradas desde que la muchachita simple, de familia campesina, con el documento de su hermana Aramí y el dinerito y la cadena al cuello con la virgen de Caacupé, fue todo su equipaje en el largo e incierto viaje al sur, hasta que un día cualquiera de su vida pero significante aunque lo ignorara, se interpuso el club montevideano y conoció a Akash Jain.
Entonces, apesadumbrada sintió que aquello resultó más que un viaje impuesto por su madrecita sino como modo de escapar a realidades ocultas, acechantes. Durante cinco años e infinitos días con sus noches, desde que había aprendido a convivir como dos hermanas, Ñambi y Candy, la muchacha campesina y la bailarina de cabaret.
También sentía que no se arrepentía de nada a la vuelta a casa…
Sólo quería, transcurrido el tiempo de la confusión y el deslumbramiento, fundirse en el añorado abrazo con su madre y sus hermanas. Como sentir el renacimiento de la devoción por sus hermanos.
Las primeras horas en la casa encontró a Tavares sumido en el desconcierto, entre el ir y venir de parientes curiosos que preguntaban quién era el acompañante de Ñambi, muy viejo para ella murmuró alguien, pero un hombre bien plantado se escuchó de otra voz.
Tavares guardó prudente silencio al no atinar a reconocer quién era Ñambi y quien Aramí, si no fuese por cómo iban vestidas. Pensó en atribuir a las fiebres tropicales su estado de enajenamiento cuando en eso, Guadalupe le ofreció como curativo tereré con cedrón y otras yerbas del monte. Guadalupe, un poco mayor que sus hermanas, lucía pelo corto como un muchacho, pero las belleza de las tres sobresalía naturalmente como las extravagantes aves de la selva.
No se cansaban de brindarle palabras afectuosas como otros miradas escrutadoras, buscando un desliz del visitante como para advertir la real catadura del uruguayo.
Creyó comprender el abismo insalvable que significa el uso de lenguas diferentes, a lo que Ñambi había referido más de una vez como un escollo entre las personas; pero no tanto como para confraternizar o amarse sin mediar más que alguna que otra mirada, algún que otro gesto.
El estado de indefensión es abrumante cuando otros ejercen el poder que da su propia lengua, y el pobre infeliz comprende, porque sería inútil el recurso de los sordomudos, que no cuenta con más que tratar de interpretar la gestualidad de los labios y de las manos, el brillo malicioso de los ojos o la sonrisa ladina, cuando en realidad bien puede tratarse de otra cosa…
Cuando la cantarina lengua guaraní de la gente de la casa se imponía como una muralla infranqueable, Tavares optaba por fumar bajo la sombra de un frondoso árbol de mangos, observando todo en derredor hasta sentirse parte de un documental del Discovery Channel.
Un encuadre mostraba la casa de paredes de ladrillo y techo de chapa galvanizada, una vieja puerta y ventanas de mínimos tamaños, y la arboleda, asomándose a diez pasos de la casa. La entrada desde la tranquera era apenas el trillo al paso de una vieja camioneta o la huella marcada por los carros junto a los postes de palma del tendido eléctrico. Eran propietarios, había comentado ella durante el viaje, y habían sido agricultores mientras fueron jóvenes y fuertes hasta que debieron de mala gana abandonar los surcos. Entonces los padres y tíos de Ñambi dieron lugar a lo que toleraban los dolores lumbares, al pastoreo de ovinos y cría de algunas vacas lecheras.
Otra fotografía daba cuenta del alero trasero y lugar preferido de reuniones al aire libre, a resguardo de la sombra que desafiada el imbatible sol tropical. Entre los árboles las hamacas invitaban al reposo y el sueño. A unos pocos pasos se erguía el horno de barro y el techado de cañas donde oreaban la cecina y el mejor cuero salado para una vez curtido y cortado, luciese como carona o trenzado.
La llegada de Ñambi y su acompañante fueron motivo de bienvenida, suficiente para que las hermanas hornearan pan y otras mujeres friesen empanadas de surubí. Mientras, a un costado, en la enorme olla hervía el vorí vorí.
Los perros bravos no fueron indiferentes al contagioso jolgorio desatado en la apacible casa junto al regreso de la muchacha, en ocasiones ladraban o la rodeaban con ánimo festivo.
Las selfies eran pródigas. Y allí estaban Ñambi con su madre y el anciano padre; Ñambi con Francisco luciendo cuello ortopédico y el brazo enyesado, sonriendo juntos en el abrazo fraterno con Pedro y Ramiro; Ñambi con sus dos hermanas, las bellísimas Aramí y Guadalupe; Ñambi con otros parientes de visita; Ñambi con su caballo y los perros bravos. Finalmente, Ñambi con Tresfilos solos, y con las hermanas, y otra selfie con los padres y otra con los hermanos, y otras más con personas a las que Tresfilos no atinaba siquiera a pronunciar el nombre, salvo los de origen castizo si se acordaba, porque ya sentía a la borrachera de los trópicos apoderarse de su mente.
Comieron, bebieron y bailaron, y el cielo se iluminó de estrellas al son de las polcas y las cumbias paraguayas que no dejaron de escucharse durante toda la noche.
Ñambi rompió en llanto al claror de la luna, al comprender como hacen más tarde o más temprano los migrantes, los desterrados, los nadies, de que la vuelta a la casa familiar y a su lugar en las entrañables tierras de Paraguarí, conllevaba contradictoriamente lo otro, el sentimiento de extrañeza, extrañar ella también el sur y a su gente rioplatense.
Cuando mucho más tarde Tresfilos estrechó en un abrazo a Ñambi, recostada a un viejo árbol, abstraída de la algarabía familiar, recién entonces, el oriental notó derramadas una multitud de lágrimas convertidas en brillantes… semejantes a los reflejos del rocío.
Aquella vez, sonrió la muchacha, no mentí cuando te dije que te necesitaba para vivir.
Amorcito, no hubiese sido capaz de regresar a casa sin vos

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