Tresfilos Tavares: Dìas de pesca:Bagres en Colonia.en Montevideo cerveza y misterio.

CINCUENTA 
_ ¿Y qué dice la abuela?
_ La abu dice que vos y mamá no van a volver a vivir juntos.
Desde hacía días, Tresfilos Tavares soñaba con emprender una salida con Dieguito para ese fin de semana.
Aprovecharían la bonanza del verano con temperaturas medias de veintisiete grados en esos días y probabilidades de tormentas alejadas, en el norte y este del país. En resumen, ideal para hacer una escapada a Colonia del Sacramento.
Dieguito estaba obsesionado desde el día previo a la partida con no olvidar llevar la caña mojarrera y una lata de carnada en pasta Miyagui que le trajo Panzeri como regalo de su última visita a Buenos Aires. Doris por su parte,  envió en el bolso del comisario un par de championes Blue Blast, como los que usa Junior Arias, rezaba la esquela adjunta “de mamá para Dieguito”
Tavares esta vez no había improvisado, tres días antes había llevado el coche al taller de Tito para una revisión general y del embrague en particular. Mientras, su madre aprovisionó fiambres, leche larga vida y pan lactal en una conservadora, él en otra, resguardó en hielo, un pack de latas de cerveza y en una bolsa de nilón con cierre hermético guardó la Bersa Thunder 3.80 y un cargador de repuesto. 
La abuela había hecho su aporte cocinando una pascualina casera, por si tenían hambre en medio del viaje o para que al llegar a la legendaria ciudad, había dicho, no tuviesen que pensar ni gastar en el almuerzo.
Su madre pensaba en todo y por sobre todos…
Tavares soñó una salida de fin de semana alejados de la ciudad, una aventura con Dieguito, sin internet y con el celular apagado. Pero, por sobre todo, intuyó que era sólo el deseo de compartir con su hijo algunas horas a solas, mano a mano con el hombrecito de cinco años que podía llegar a sacarlo de quicio con sus preguntas.
¿Qué asuntos podrían sobrevolar en las conversaciones entre un niño de cinco y su abuela de cincuenta largos?
Controló con mirada fugaz el tablero, sin desatender a velocidad de crucero, al vehículo que marchaba adelante ni al ómnibus que lo seguía a distancia razonable, una ojeada al indicador de combustible, otra a la temperatura del motor así como el aire de los neumáticos. Gratamente despreocupado porque confiaba en Tito, el amigo que era un excelente mecánico y responsable de hacer las pruebas al vehículo, máxime cuando se avecinaba un viaje por carretera.
En realidad un cuidado excesivo, porque al salir de la ciudad debería atravesar en línea recta los departamentos de San José y Colonia, el tramo era corto, menos de doscientos kilómetros y dos horas y media, sin mediar contratiempos, para cubrir el trayecto Montevideo-Colonia.
A poco de cruzar el puente sobre el río Santa Lucía avanzaron hacia el oeste, por  lomadas y montecitos de eucaliptus que brindaban sombra al ganado vacuno disperso en la pradera. A nuestras espaldas el sol remontaba vuelo sobre el límpido cielo.
Dieguito no paraba de preguntar.
¡La aventura había comenzado!
Cuando Tavares dejaba atrás la fila de palmeras que bordeaba la ruta 1 le anunció a su avispado acompañante que faltaba poco para llegar. Observó el reloj del panel, 10:48 a.m. y al extender la mirada sobrevolando los techos de la ciudad, como otras veces, quedó nuevamente prendado de los misterios que guardaba el solitario faro.
(espacio)
El río amarronado se extendía como una planicie inmóvil, sin olas y el tenue reflejo del sol a esa hora del atardecer invitaba a los placeres que el agua provoca. Entre la orilla del río y el monte tras las dunas, predominaba el silencio que permitía advertir otros sonidos apenas perceptibles, el rumor en las copas de los eucaliptus y el arrullo de las torcacitas o el fregar del agua sobre la arena, en la sutil frontera que para un niño asemejaba el orden y el caos. Los pies afirmados sobre la arena mojada dejando apenas una huella efímera y el infinito, concebido en el río inmóvil y apenas tibio pero que escondía misteriosos peces, como los bagres de bigote y chuza afilada y las bogas de delicada boca.
La playa se llamaba Real de San Carlos, según decía su padre que decía Raúl, el amigo del supermercado, en memoria de algún personaje del coloniaje hispano, aunque a la primera Colonia la había fundado en nombre de un rey portugués. Todo muy raro…
_ ¿Y por qué Colonia se llama colonia?
El otro se hizo el sordo.
A tres pasos, mi papá se entretenía preparando la mojarrera y ajustando la boya, una vistosa boya amarilla con una raya roja, para después como podía lidiar con la pasta Miyagui que me regaló el padrino.
Mi padre puteó por primera vez en esa fantástica tarde de pesca y encendió otro cigarrillo.
Después asumió el papel de líder de boy scouts, señalando con el índice la lejana frontera que separa al río del cielo, y la esotérica explicación acerca de las diferentes actitudes del río y los cielos diurnos, que colapsaba durante la noche generando nuevos misterios, capaz de producir a veces una mágica lluvia de estrellas.
Pregunté sin ánimo de fastidiar.
_  ¿Y por qué el río se queda quieto?
Mi padre, con mirada de detective privado eligió las palabras justas y lo escuché decir después de dar una profunda pitada al cigarrillo.
_ El río no es lo que parece.
Lo miré perplejo porque esa no era la respuesta que esperaba y él lo notó en mi cara.
_ Ni sueñes que el río pondrá un pez al alcance de tu anzuelo si seguís parloteando.
Me entregó la caña con el nilón invisible y la linda boya y una bolita de ceba escondiendo el anzuelo. Caminamos hasta la curva donde se interponía el juncal entre el manso río y la playa.
 _ Este parece un buen lugar para pescar, dijo mi padre con el cigarrillo en la comisura de la boca.
Hijo, caminá sin temor me aconsejó, porque el fondo del río es de pura arena fina y te parás a pescar cuando sientas que el agua te moja el short.
Me pareció que mirar los brillos y los redondeles en el agua me distraía del vaivén de la boya, pero más podían las ganas de pescar un gran pez. Ahora, parado en medio del río, sentía vivir una real aventura. Nada que ver con el entusiasmo de los pescadores que había visto en el canal de viajes y pesqueros que miraba la abuela.
_ ¿Y por qué veo estrellitas brillantes cuando miro el agua?
Tavares sonrió de buena gana, mirando a su hijo enfrascado en lo suyo en medio de la nada, entre la planitud del río y la bóveda celeste.
_ Es un truco que el viejo río le enseñó a los bagrecitos para confundir a los pescadores.
En ese momento, la mente del detective se embotó al considerar de modo insano la desproporción con que se regía el universo, un niño soñando pescar y aguas abajo, la flota depredadora de los coreanos con sus reflectores y reeles automáticos.
_ ¡Pá! ¡Otra vez me comieron la carnada!
_ Señal de que hay buen pique, respondió el padre escapando del momentáneo aturdimiento.
El sol continuaba cayendo muy cerca de la copa de los árboles y según su padre el lucero no tardaría mucho en aparecer en algún lugar del cielo. El agua resultaba fresca y deliciosa a esa hora y en el juncal los pájaros jugaban a las escondidas entre trinos y grititos alborotados. Le gustaba eso.
En eso, sintió una cosquilla en la mano mojada y lo atribuyó a la brisa, recorrió con la mirada la caña hasta dar con la boya amarilla con una raya roja que se hundía y reaparecía como por arte de magia, demoró en caer en cuenta que un gran pez estaba picando la carnada y con el arrojo propio de los pescadores tiró de la caña y allí, en una danza inexplicable para su edad, un bagrecito irradiaba a cada pirueta brillos a la luz del sol, que en ese momento casi tocaba los árboles y fue en ese estado de emoción incontrolable que regresó apresuradamente a la orilla, mientras en el cielo azulino alcanzó a ver por primera vez en su vida el tímido titilar del lucero sobre su cabeza y entonces otra cosquilla que le recorrió de pies a cabeza le hizo sentir que era un hombre, un pequeño hombre experimentado.
Después, buscó con la mirada a su padre que lo observaba debajo de la gorra visera con una enorme sonrisa dibujada en la cara sudorosa.
_ ¡Papá! ¡Pesqué una mojarra! Traeme el balde con agua, porfa.  
Las llamas del fogón impulsaban luces cambiantes, del anaranjado al color de las tostadas que hacía la abuela a la hora de tomar la leche, y trepaban por los troncos y las ramas de los árboles buscando el cielo salpicado de estrellas. Sobre el faro de la ciudad la media luna lucía su opaca blancura, pero sin lastimar los ojos de los pescadores.
Su padre lo había embadurnado de cuerpo entero con  aceite de nuez de macadamia y jugo de pepino y un olor asqueroso pero reconfortante, tanto como la coca que en ese momento refrescaba con burbujas dulces su garganta mientras esperaba la hamburguesa asada por su padre.
De lejos llegaba la música de No te va a gustar, dijo él. Todo muy confuso, como en aquel apartado fogón dónde algunos jóvenes imitando a los pájaros del juncal, se daban a rituales extraños, a cánticos y fumatas, como acostumbraban los indios charrúas, según la explicación de mi padre.
La hamburguesa asada estaba buenísima, se lo contaría a la abu.
Más tarde, cuando la brisa hacía más llevadera la cosa, con mi padre tomándonos de la mano, bajamos a la playa para descubrir el más impresionante de los misterios.
El río se sentía por el olor a lejanas selvas que arrastraba a su paso, sólo por eso, porque ahora era invisible reflejando las estrellas del cielo, confundiéndome con la oscuridad arrolladora del cielo y del río, y sin saber quién era quién.
¿Por qué el cielo se cayó arriba del río?
Tavares respondió a medias a una pregunta imposible.
_ De noche, si mirás bien, descubrirás que no hay arriba ni abajo, ni río, ni playa, ni monte, ni automóvil ni nada porque la oscuridad como un ogro insaciable se lo traga todo.
Sólo nos quedan los sonidos para guiarnos a salvo de los peligros, les pasa a los murciélagos, a los ciegos y nos pasa también a nosotros. En cambio, algunas gentes eligen cerrar los ojos a plena luz del día para no ver, tratando inútilmente de conjurar la porfiada realidad.
_ La seño Eugenia nos pide que pintemos los colores del arco iris cuando para de llover.
_ Y yo digo, dijo un Tavares paternal, mirar con los ojos bien abiertos para conocer las maravillas del mundo.
_ …
_ …
_ La abuela cuando se enoja, dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
_ ¿Ves a lo lejos aquel resplandor?
_ ¿Viene tormenta? Porque le tengo miedo a las tormentas…
_ ¡Para nada! Lo que ves son las luces de Puerto Madero.
_ …
_ Aquella es la costa argentina.
_ ¿Allá es donde está mi mamá?
_ Sí claro, respondió el padre.
_ …
_ …
_ Pá ¿vos tenés novia?
_ ¿De dónde sacaste eso? repreguntó el detective alzando la guardia.
_ …
_ …
_ Te lo voy a decir pero jurame que no vas a decir nada.
_ Lo juro.
_ Me lo contó la abuela…
_ …
_ …
_ Y vos, ¿tenés novia?
_ Si te lo digo, jurame que vas a guardar el secreto.
_ Lo juro.
_ Tengo dos novias, dijo el niño con naturalidad.
_ ¿Y se puede saber cómo se llaman?, dijo un Tavares a punto de perder por nocaut.
_ Una se llama Gabi, es de la salita verde.
_ ¿Y la otra?
_ ¡La señorita Eugenia!
CINCUENTA Y UNO
Pasadas las diez, Josualdo caminó por la vereda de enfrente al edificio donde vivía Leonora Zabala para observar detenidamente las luces encendidas en el segundo piso. Las etéreas cortinas impedían las miradas de los curiosos.
A las tres de la mañana y dos cuadras antes de llegar al apartamento de las mujeres, escuchó el aullido de las sirenas justo a tiempo para agazaparse atrás de un Mercedes Benz, unos instantes después, cruzaron a alta velocidad dos patrulleros en dirección a la avenida Brasil, para apocadamente posarse el silencio sobre las calles.
Tanteó el bolsillo y comprobó que tenía la billetera con los papeles de identidad falsos, un recurso para ganar tiempo en caso de ser detenido, tanto como para alertar a su abogado de que en el trabajo de esa noche algo había salido mal. No había hecho nada que lo incriminara en un delito, no se dejaría atrapar en el apartamento como un vulgar aprendiz,  sólo quedaba la posibilidad de ser interrogado con respuestas creíbles o flojas, como para explicar que estaba haciendo él a las tres de la mañana, vagabundeando por un barrio lujoso.
Su recurso defensivo era el de siempre, sacar a tiempo la petaca de whisky barato y beber a grandes tragos, llegado el momento los agentes interrogarían inútilmente a un mamado, uno más de la liga mayor de borrachines que pululaban por la ciudad. Y lo dejarían ir, porque demorar o detener a los que duermen o deambulaban por las calles sin otro destino que estar con vida al amanecer, excedía los objetivos del ministro de seguridad y la capacidad operativa de la policía.
 A las tres y cinco de la mañana el edificio exudaba oscuridad, salvo en el séptimo piso y el hall de la entrada principal. Josualdo trepó como la vez anterior a la añosa tipa de ramaje enmarañado y saltó al balcón. Después, forzó con el hombro y la pequeña barreta hasta que la puerta se deslizó abriéndole el paso. Se calzó los guantes de hule y echó mano a la linterna. La luz de una habitación estaba encendida y hacia allí se dirigió aferrando la barreta, sería capaz de hacer cualquier cosa pero no de volver ante un juez.
La puerta estaba abierta y se detuvo a observar. Madre e hija dormían profundamente y la caja de somníferos que vio sobre la mesita, garantizaba que continuarían así por muchas horas más.
Como en la visita anterior, Josualdo revisó meticulosamente los lugares conocidos y otros, como el baño de servicio, el balconcito con el tendedero de ropa y un pequeño box multiuso, sitios desordenados, que fue descubriendo al andar sigilosamente por el piso. Pero fue decepcionante, sólo halló cajas con botellas vacías o revistas de modas y de decoración arrumbadas, algunas Playboy y otras High Society. Y en particular una edición aniversario que llamó su atención, El crimen perfecto, de J.B.
Pensó que sería un regalo del agrado de Raúl y guardó la revista bajo la remera.
Supuso que la meticulosa revisión no arrojaba nada nuevo ni de interés para el detective y cuando puso fin a la búsqueda, contrariado por los magros resultados Josualdo consideró que ya no tenía mucho tiempo.
En el reloj eran las 4:27 a.m. y en una hora más los porteros de los edificios comenzarían a saltar de sus camas y correr a lavar las veredas.
Observó sin pizca de pudor a las dos mujeres desnudas durmiendo bajo la correntada del aire acondicionado, poseedoras de singular belleza madre e hija se destacaban por igual y si algo las distinguía era el teñido del cabello. Una de las hijas por lo visto no estaba en la casa, su dormitorio estaba ordenado y olía a perfume, salvo una maleta de viaje abierta sobre la cama y algunos folletos de turismo referidos a Cancún y la península de Yucatán.
Volvió al refrigerador que ya había revisado un rato antes y no pudo menos que sentarse a observar la variada y exótica provisión de alimentos y bebidas. Cómo la vez anterior cedió a la tentación de las cosas buenas de la vida y tomó dos latas de cerveza BrewDog 'Sink the Bismarck'. Con la parsimonia de un obrero que bebe al final de la agotadora jornada, Josualdo bebió una cerveza y reservó otra para después.
Antes de salir por donde había entrado dejó debajo de un imán, junto a la boleta de Antel un cartelito que rezaba: gracias por las cervezas.
Sabía que a ese lugar no volvería jamás.
No se tienta a la suerte tres veces…
(espacio)
Tavares como de costumbre preparó café mientras se afeitaba, tomó una ducha fría y en tanto bebía agua mineral antes del café, ojeó los títulos de los diarios online.
“UN MILLONARIO ATERRIZA CON ASPIRACIONES A SER PRESIDENTE DEL URUGUAY”; “LOS ARGENTINOS GASTAN MENOS EN PUNTA DEL ESTE”; “LULA SIGUE PRESO Y CFK  PROCESADA”
Sobre la mesa estaba la carta del abogado y decidió releerla una vez más antes de salir. De la misma se desprendía una declaración de guerra, demandar al esposo por no haber llegado a un acuerdo consensuado o vaya a saber por qué.
La carta refería al paralelismo entre asuntos económicos y sentimentales agregando una dosis de intriga que para el detective merecía tenerse en cuenta.
El día anterior Perdriel lo había recibido en la oficina del piso trece. El encuentro fue breve, Tavares dio cuenta a medias de los hallazgos, de los objetos, de deducciones inacabadas. No refirió a la jeringa porque no aportaba nada pero le entregó al magnate la carta de S.M. dirigida a la mujer.
El hombre de Medios & Medios, al leer la misiva sonrió malignamente ante la inminencia de una nueva batalla por el poder. Más que por cuestiones de dinero por un sano orgullo. Esta vez contra Leonora Zabala.
Cuando preguntó al detective en torno al asesino de su amante, por segunda vez consideró a su mujer como sospechosa del crimen. La primera vez, preso de las emociones y el dolor lo había desechado de plano. Ahora lo reconsideraba como un crimen por encargo, porque ella no tenía agallas ni ambición, fatalmente consumidora, consumir por consumir colmaba su existencia.
El detective por su parte, sin mencionar ni descartar a la mujer del otro, sin sospechas firmes del entorno cercano a Perdriel refirió sin mayores precisiones a la existencia del cuarto hombre.
¿Un sicario?, fue la atropellada pregunta del magnate. Al considerarse por primera vez vulnerable cuando Saldaña, su guardaespaldas, a su orden expresa se retiraba del servicio.
No era un asunto menor, no por el riesgo físico en sí sino porque en el pensamiento del Perdriel no había lugar para debilidades ni imprevistos. Más allá del dolor por la muchacha, consideraba el asesinato de Candela como una emblemática advertencia, más que atribuible a los imponderables a una marca de época con la decadencia anunciada de los principales en tiempos de globalización.
A esto, dijo el magnate devolviendo la nota del abogado, no le quito importancia pero como usted comprenderá es bueno anticiparse a los hechos. Lo dejo en sus manos, dijo renovando la confianza por Tavares mientras le entregaba un sobre a cuenta de viáticos.
A propósito, tengo conocimiento de buena fuente que el abogado está de vacaciones en Cancún, dijo maliciosamente Perdriel sin mencionar a su hija.
Tengo entendido, insinuó con rencor acumulado, que el estudio jurídico de Segundo Moral atiende a partir de las diez de la mañana… digo por si le interesa.
(espacio)
A las siete de la mañana me detuve en 25 de Mayo y Solís, a esa hora las calles desiertas de la Ciudad Vieja no llevaban a ningún lugar, interrogándonos por un barrio antiguo con aspiraciones contemporáneas, pero ni siquiera las nuevas calles peatonales como Pérez Castellanos o los restaurantes para turistas, saldaban el paralelo al mundo de las fantasías nocturnas y de los vestigios históricos que permanecían escondidos en algunas fachadas de las antiguas edificaciones. O eran abanicos, arcabuces y cálices en las salas de los museos.
En medio, los vecinos trastornados por la ilusión del barrio que no fue, desde que desaparecieron los talleres y tiendas de los judíos; sin un trabajo a mano, desde que las grandes grúas pórtico hacían del puerto un coto privado del alto comercio montevideano.
Tavares fumó un cigarrillo en actitud de displicente espera sin bajar del coche, hacia delante ni atrás se veía movimiento alguno, salvo un anciano que después de barrer la vereda se sentó en el único escalón de la entrada a respirar a sus anchas.
El viejo sabía que lo que alcanzaba a mirar se repetía, casi calcado de año en año mientras el tedio minaba su memoria hasta enflaquecer sus pensamientos hacia la nada. Nada recordaba de los cálculos y fórmulas durante su prolongada trayectoria como ingeniero industrial. Asunto lejano que a esta altura de la vida no le importaba un comino.
Tavares palpó el arma en la riñonera y la ganzúa maestra en el bolsillo, después bajó y caminó la cuadra que distaba a la casona de tres pisos, doce oficinas y el ojo de una cámara en la entrada, sin portero ni vigilador nocturno. Seguro de que la ropa de gimnasia y una gorra visera preservaban el anonimato, se detuvo frente a la puerta un par de minutos que fue lo que tardó en abrir las tres cerraduras.
Apenas ingresar a la sala de espera, un viejo panel de letras intercambiables daba cuenta, ESTUDIO JURIDICO DR. SEGUNDO MoRAL OFICiNA 02 MAR. JuEV. SAB.
Abrir la puerta del estudio fue cuestión de segundos. El edificio estaba vacío a primera hora como ya había comprobado la mañana anterior, la limpieza la hacían a última hora de la tarde fuera del horario de las oficinas por lo que creía que podía estar seguro y tranquilo durante una hora, hasta las ocho.
Encendió la lámpara del escritorio y permaneció quieto hasta habituarse a la claridad difuminada en la espaciosa oficina, seguramente una habitación más del antiguo caserón, que se repetían en calculada simetría en los otros pisos, como las escaleras de mármol y los balcones interiores y los vidrios de la alargada claraboya.
Parado en el centro de la oficina, con la visera en la nuca y los brazos en jarra, recorrió con la mirada los anaqueles y la falsa biblioteca, decorativa, simulando en los lomos con letras doradas la ostentación de un saber inexistente.
¿Cuáles era la sapiencia de un abogado? Sino una maestría en el arte de las trampas y el engaño que interponía a favor del cliente o del otro, según su propia conveniencia.
Los abogados leales a sus clientes eran bichos de otro mundo…
Sobre una pared lucían una docena de diplomas enmarcados en molduras lisas y doradas, el detective no se detuvo a leerlos porque intuía que eran parte de la simulación, en los extremos de la pared la decoración se completaba con dos reproducciones del antiguo Montevideo, dibujado a la pluma por un tal  C. Menck Freire.
Observó que no había nada sobre el escritorio salvo un cenicero de cristal y la lámpara encendida, supuso que el orden sobre el laqueado escritorio debía atribuirse, más que al reflejo de austeridad del abogado, a la provisoria inactividad hasta el regreso del golfo de México con su nueva amiga Victoria Perdriel Zabala.
Revisó el cajón principal y posteriormente los cajones laterales sin resultado alguno.
Indagó inútilmente detrás de los cuadros en busca de una caja fuerte y obtuvo el mismo resultado en el reducido espacio, fuera de la vista, donde se ubicaba el sanitario y un mísero lugar que oficiaba de kichinet. Al salir observó el piso plastificado de la oficina, tabla por tabla, sin descubrir un lugar secreto ni escondrijo de ratones.
Encendió un cigarrillo tratando de recuperar la calma y atenerse a lo que estaba buscando, y recién ahí cayó en cuenta que no sabía lo que estaba buscando, salvo algo fuera de lugar como contara Josualdo cuando halló la jeringa en la heladera de Leonora.
Tavares volvió sobre sus pasos y buscó con detenimiento en la kichinet, pero ni el mini refrigerador, ni el anafe, ni un armario adosado a la pared mostraban nada de interés.
Al borde del agotamiento físico y la mente embotada como en una pelea a diez rounds, Tavares se sentó en el sillón del abogado como hacía antes en el rincón, buscando aire y mirando el techo como el boxeador que presiente la derrota, cuando en eso descubre a cada lado de la puerta vidriada, un perchero y un guarda paraguas. Lo notable, era el azul marino de un impermeable aguardando un día de lluvia.
El detective aspiró llenando los pulmones de aire y encaminó cautelosamente, faltaban pocos segundos para las ocho, hasta el impermeable azul. Revisó los bolsillos interiores sin resultado, en el bolsillo izquierdo encontró algunas monedas y en el otro un pañuelo de papel. Nada veía a  media luz y fue hasta el escritorio, bajo la luz de la lámpara advirtió que el fino papel doblado en cuatro encerraba un mensaje.
Miró la esfera del reloj, las ocho y diez, apagó la luz, cerró las puertas, y apresuró a salir del lugar enmudecido y con el olor de cementerios.
(espacio)
Se detuvo en un pequeño bar de la calle Washington cercano al estudio de Segundo Moral. Necesitaba beber una cerveza helada porque el calor arreciaba después de haber dado una corta vuelta por la rambla, como un enajenado, influido por la tensión que le provocaba una segunda lectura de la misiva hallada porque el azar quiso.
Era la misma letra y el mismo afán, de quien escribiera la primera. No había dudas. El impermeable azul era del maldito abogado y en ese momento, percibió que en cierto sentido compartía la animadversión del padre de Victoria Perdriel.
Llamó al comisario Panzeri.
_ ¿Qué querés a esta hora de un domingo?
_ Disculpe compadre, no recuerdo ni en qué día vivo…
_ ¿En qué andas Tavares?
_ En lo de siempre Panzeri.
_ Dale, habla lo que tengas que hablar. Total ¡ya me cagaste la mañana!
_ ¿Le parece a las once en el Bristol?
Bebió la cerveza en la mesita de la vereda y a esa hora, las nueve y cinco, confirmó a la quietud callejera como el síntoma de una mañana de domingo, sin bocinazos, sin el tu-curu-cutú de los tambores.
Pidió otra cerveza y disfrutó el momento bajo la mirada ahuecada por las drogas del tipo del barcito.
Desdobló el papel y leyó reteniendo palabra por palabra.
“Leonora Zabala:
La demanda va por las vías habituales y
no demorará mucho la citación al efecto.
Sabés que no podés joder conmigo,
tengo la prueba que te incrimina
y las motivaciones de tu locura.
Sólo quiero mi parte como habíamos acordado”
Como la primera carta, no tenía fecha y la firmaba S.M.
A las diez y diez conversaba con Fraga en el Nuevo Bristol.
A las once, Panzeri ingresaba al salón vestido de modo informal, bermudas náuticas y camisola color arena, calzando sandalias Geox Uomo como un desinhibido turista.
_ Buen día, gruñó.
Fraga dio dos pasos atrás, en actitud de espera con la bandeja bajo el brazo.
_ Buen día, yo iba a pedir una cerveza dijo Tavares.
_ Un whisky escocés y una jarra con agua helada a la cuenta del señor, dijo afilado.
Tavares y Fraga se entendieron con una mirada.
El mozo regresó con el pedido para la mesa 3 por medio del salón, a esa hora vacío.
_ Te escucho, dijo el comisario.
_ Seré breve compadre, dijo Tresfilos con cierto dejo sobrador.
Recuerda que en su momento le mostré la fotografía de una cartita dirigida por un abogado a la señora Leonora, la mujer de Perdriel. Un texto breve y rebuscado que refería a una demanda y a asuntos económicos y sentimentales, aparentemente en conflicto.
_ O sea nada, gruñó otra vez el comisario.
_ En efecto si no fuera por esto, dijo el detective mientras le entregaba el papel, la segunda parte en que subyacía algo oscuro, grave, que involucraba a Leonora Zabala.
El viejo pesquisa le echó una mirada.
_ El mismo estilo e igual autor, esta vez con dos reclamos, uno por vía judicial y otro extorsivo…
_ El abogado se siente seguro, tiene una prueba contundente para presionar a la mujer del magnate. Un abogado audaz…
_ O un muerto de hambre que no sabe con quién se mete.
_ Como sea el tipo es parte de la trama de la familia Perdriel-Zabala.
_ Pero es todo espuma… lo sustancioso sería averiguar acerca, primero de que la prueba existe o no pasa de una burda amenaza y segundo, el nexo con la motivación de la locura que al parecer refiere a algo grave que ya ocurrió.
_ No lo había pensado…
_ Che Tresfilos, desde cuando te dedicas a conflictos matrimoniales, dijo socarronamente el comisario.
_ Y eso no es todo compadre, el abogado redobló la apuesta y en este momento está en Cancún, en una playa paradisíaca con una de las hijas de Perdriel…
_ ¡Mozo! Otra vuelta, ordenó fastidiado el comisario, pensando en otro domingo de franco tirado a la basura.

Comentarios

Entradas populares