Tresfilos Tavares : AAAY CRISTIAN ¡¡¡ / Jose Luis Facello


CINCUENTA Y SIETE
Le había dado vueltas al asunto, incluso hizo algo que jamás se le hubiese ocurrido como pedir la opinión de Andy Vallejos. ¿Por qué? Porque ella transmitía sus ideas de modo entendible y accesible para quien la escuchase, con la impronta comunicativa de toda maestra rural.
Mujer que hablaba mirando a los ojos y por eso adorada por sus niños.
Para mí, la mujer que inventa el tiempo y hace lugar para las cosas principales. Proteger a su padrino como permanencia de ella misma en la tierra, o amarnos tanto en la quietud de la noche o en los intervalos de la espera, como es costumbre entre los nómades o los marineros.
Mientras, pensaba cómo encarar el difícil abordaje tratándose de un muchachito, un aspecto impostergable de considerar a esta altura de la investigación. En los últimos días las horas transcurrieron en aburridas tareas de seguimiento del hijo de Saldaña, una persona ocasionalmente vinculada a la torre 4 del W.T.C. pero obligadamente tendría que dar explicaciones de qué hacían los disquetes en su poder.
Al segundo día, tenía marcados sobre el mapa de Montevideo algunos lugares que el otro frecuentaba habitualmente. Acostumbraba a moverse en ómnibus o caminando, era muy joven, otras veces se movía en el automóvil acompañando a su padre.
Al tercer o cuarto día, el detective ojeó los apuntes del bloc, presumiendo que las rutinas registradas no lo llevarían a ninguna parte, salvo que las personas, lugares y horarios mostraban el andar de un muchacho despreocupado. Vestía al uso de cualquier botija de su edad, caminaba a buen paso y se detenía sin motivo aparente como si estuviese abstraído en otra realidad paralela. Muy de los jóvenes.
Durante esos días no visitó a nadie, salvo a su madre el fin de semana.
Al quinto día, el detective anotó: encuentro con una chica de su edad, caminar abrazados y tomar un helado sentados bajo la arboleda de la calle Canning.
Fue lo último que registró el detective, al día siguiente, jueves, a la salida de la escuela de gastronomía tendrían una improvisada pero necesaria conversación.
Ese día la fina llovizna agrisaba la bahía y el tránsito por la rambla emitía el silbido característico de los neumáticos rodando sobre el pavimento mojado, algo parecido al chistido de las lechuzas.
A Tavares poco le importó el entorno, enfrascado en trotar a como diera lugar.
Por momentos el cerro era apenas un esbozo detrás de la neblina.
A las cinco de la tarde el muchacho salía de la escuela y caminaba alrededor de treinta cuadras, según cambiaba las calles del recorrido, en dirección a la calle Comercio.
Durante el seguimiento, el detective reestableció los posibles hilos conductores que relacionaban al sujeto del video cargando un cadáver al ascensor, a Saldaña y su hijo en la casa donde escondían los disquetes, al padre protegiendo al hijo dando respuestas ambiguas pero, a su vez, afirmando no saber nada del hallazgo en el horno de la cocina.
Aquella vez le creí.
El muchacho, que por unos pesos bien pudo esconder los videos para proteger a alguien, ignorando incluso el contenido… ¿Era acaso Cristian el cómplice del cuarto hombre?
Había llegado la hora de conversar sobre el particular y no resultaba casual la postergación de encarar el asunto, esta vez, espinoso por demás, lo suyo no eran los delincuentes juveniles.
Andy le había sugerido actuar con mucha paciencia y tomarse el tiempo de escuchar al otro, dejando para otra ocasión las mañas policíacas. Su categoría de peso pesado no lo ayudaba esta vez porque resultaría arto intimidante para el gurí. Por sobre todo, debía de recordar en todo momento que Cristian era menor de edad y del encuentro de ellos, bueno o malo, en alguna medida también se perfilaba a una sociedad más o menos justa, más o menos violenta…
Andy y la retórica gremial…
¿Cómo sería Dieguito a los dieciséis años? se preguntó Tavares.
Se adelantó a media cuadra del lugar, estacionó y esperó de pie junto al automóvil.
La llovizna de la mañana se convertía en aire húmedo y caliente. El cielo estaba cubierto de nubarrones amenazantes como otra manifestación del clima tropical del que nos quejábamos a viva voz entre un coro de quejosos.
El muchacho caminaba abstraído en sus cosas cuando el desconocido interceptó su paso en tanto exhibía la identificación: INTELIGENCIA PARALELA-TRESFILOS TAVARES-AGENTE ESPECIAL, Sin sospechar que Tavares fuese capaz de hacer un uso indebido de la identificación, un recurso de su paso por I.P. que guardaba para ocasiones como éstas.
Un repentino sabor amargo casi malogra el abordaje del muchacho cuando por la cabeza del detective, una instantánea lo mostraba sonriente a la “chancha” Martínez.
El muchacho atinó, superada la sorpresa, a buscar el documento en los bolsillos.
_ Cristian, no hacen falta los documentos.
En ese momento, el muchacho reconoció al policía que había visto dos o tres veces en la torre del Buceo donde trabajaba su padre. Decían que el elegido por el señor Perdriel para una investigación irregular a la asumida por el comisario Panzeri, reconoció al mismo policía que había revisado su casa y era un tipo de cuidado, como le advirtiera su padre que sufrió la ira del gorila.
Nadie era ajeno al otro a partir del crimen del piso trece.
El lugar del encuentro no había sido casual, por lo contrario, a instancias de Tavares fueron al local de McDonald´s, un espacio luminoso monitoreado por múltiples cámaras, con una sola entrada y barrido por el aire acondicionado. Un lugar que era las antípodas de los intimidatorios pasillos de espera previos al momento de arrancar una declaración.
Un lugar amigable y a la vista de todos, con dos vigiladores en la puerta que reafirmaban al público la noción de lugar seguro…
_ Te recuerdo vagamente, dijo Tavares en tono diáfano, del día que fuiste a la oficina de T&C llevando un sobre.
_ Si lo sé, dijo impasible, llevé un encargue del señor Perdriel para ustedes…
Tavares se preguntó que hacía allí tomando agua mineral.
_ Cómo tú sabes, la investigación me llevó a conversar con tu padre en un par de ocasiones, sólo como para despejar algunas dudas y reducir la lista de sospechosos.
_ ¿Estoy bajo sospecha dice usted?
Al detective la pregunta no le pareció inocente sino la actitud de un provocador precoz y en otra circunstancia lo habría agarrado del cuello disfrutando verlo enrojecer.
_ Según sean tus respuestas, dijo Tavares dominando una velada amenaza que pugnaba por salir de su boca.
_ …
_ Empecemos.
¿Quisiera saber por qué tenías escondidos los disquetes del piso trece? Podes hablar tranquilo porque por ahora, nadie te puede imputar de nada. Esos disquetes sólo prueban que una persona movió el cuerpo del lugar donde se produjo el homicidio. ¿Se entiende?
_ Sí.
 _ …
_ Mire le juro que mi padre no sabía nada del escondite en el horno.
_ Te creo, dijo reacomodando el cuerpo en la endeble silla plástica que le tocó en suerte, tan endeble como la actitud del lúcido muchacho.
_ Es largo de explicar…
_ A eso vinimos, a conversar con tranquilidad en un ambiente fresco y amigable, dijo Tavares observando con larvada inquietud a unos iracundos niños que jugaban en el pelotero del primer piso. No sabría explicarlo, pero le molestaban los niños dentro y fuera del pelotero, mientras en su fuero íntimo crecía el odio contra las madres de los niños.
No era discriminación racial ni de género, en todo caso, un brote antisocial.
Cristian había previsto que tarde o temprano tendría que responder por la tenencia de los videos robados y al principio pensó en dar respuestas evasivas o involucrar en el asunto a un desconocido, inexistente, pero considerando un enredo mayor concibió una respuesta sencilla y creíble.
El detective tenía calle, dicho por su padre, y por eso conocido como un tipo difícil de engañar con igual predisposición que la de un hurgador callejero, pero indagando en la basura del delito, en los seres conflictivos, en los desheredados que vagan por el mundo.  
El ex policía parecía estar un paso adelante del comisario Panzeri y por eso no fue casual ser el elegido del señor Perdriel. El tipo se beneficiaba con el acuerdo porque nadie vive en este país con un solo trabajo y probablemente extendería arteramente en el tiempo sus investigaciones por el afán de recibir otros abultados sobres. En este sentido, el cinismo del detective no era muy diferente al de un plomero o electricista a domicilio.
_ Robé de su oficina y escondí los disquetes porque estaba asustado… en el apuro cometí el inexplicable error de no destruirlos.
Tavares fue sorprendido por la contundencia del relato. Quizás no hubiese querido escuchar del hijo de Saldaña una declaración que a los dieciséis años lo involucraba en un caso criminal.
_ Pero Cristian, sondeó cauto el detective ¿cuál era tu interés por unos videos que muestran una escena sin mayor detalle?
_ Cuando decidí quedármelos no sabía lo que podría encontrar en ellos…
_ Entiendo. Por segunda vez en un rato Tavares se sentía en las puertas del infierno, sin fumar y bebiendo agua mineral en un vaso plástico.
Entonces ¿esperabas encontrar algo que lo involucre a tu padre… o a vos?
El muchacho sufría en silencio la creciente tensión por lo que se avecinaba y preguntó si podía ir al baño.
Tavares lo vio subir la escalera, atravesar el salón de los juegos del primer piso y dirigirse al sanitario bajo racimos de globos colgantes del cielorraso. Era un muchacho inteligente y aunque sentía el acoso a cada pregunta dudaba que intentase escapar, solo empeoraría su situación, a simple vista insólita. Pero mientras rebuscaba en su memoria casos parecidos como para explicar las motivaciones del asunto, no las encontraba.
Cristian trajo una Coca-Cola. Mientras bebía observaba el semblante aparentemente impávido del detective y se dispuso sin más vueltas, a decir lo veraz y necesario tal como lo había planeado en los minutos que insumió en ir y venir del baño.
_ Que quede entre nosotros, dijo atrevidamente Cristian, la figura borrosa del video cargando el cadáver de la secretaria soy yo.
_ ¡No te muevas de la silla!, bramó Tavares al sorprendido muchacho, necesito fumar un cigarrillo.
La calle era el mundo real, calor asfixiante y ruido y vocerío, peatones y vendedores ambulantes por doquier, sobre su cabeza una cámara registrando con ojo avizor…
¿Qué estaba ocurriendo en el infame local de comidas rápidas? ¿Había escuchado bien? o era otra jugarreta de estar en el lugar equivocado con la persona equivocada.
Encendió el cigarrillo y dando con ansias las primeras pitadas, fue que sintió una sucesión de imágenes martillándole el cerebro.
Atropelladamente iban y venían el cadáver de la Maizani tirado en el piso del ascensor, el bombón envenenado y el misterio, Candy y el maldito Saldaña y Candela enredados en una espiral de salvaje erotismo, Panzeri avisando el sepelio de la “chancha” Martínez, el inasible cuarto hombre sin un rostro humano, los manipuladores títulos de M&M… y un desgraciado muchacho riendo en sus narices.
Con la colilla encendió otro cigarrillo y miró trascurrir por la avenida la levedad del verano.
_ Prosigamos, dijo un Tavares más sereno y dueño de sus actos.
El muchacho, por su parte se había tomado su propio tiempo buscando las palabras precisas y sin contradicciones que pudieran llegar a traicionarlo.
_ Aquel día con mi padre llegamos temprano a la torre 4, él se demoró en revisar el automóvil del señor Perdriel en el estacionamiento del subsuelo y yo subí al piso trece.
Bendita, la señora de la limpieza todavía no había llegado. El piso trece mantenía el silencio habitual de las ocho de la mañana, entonces fui a saludar a la secretaria del señor Perdriel como acostumbraba cuando no estaba el señor ni personas ajenas a la oficina. Saludar en el trabajo era una rutina de buena educación para Saldaña padre, como demostración de una correcta compostura y el sentido de la responsabilidad.
Usted sabe, yo iba de vez en cuando a la oficina y sólo cuando mi padre me lo pedía.
Tavares se movió cuidadosamente en la silla y ésta emitió una crujiente advertencia.
_ Vamos al grano, pidió el detective con un plácido gesto de manos y los consejos de Andy revoloteando fastidiosamente como las mariposas de la noche.
_ Cuando entré a la oficina iluminada, con las cortinas abiertas y un zapato de mujer tirado sobre la alfombra entreví que algo no andaba bien. Entonces la vi a ella sobre el sillón con el cuerpo desencajado y los ojos vidriosos de los muertos.
Me asusté y bajé a avisar a mi padre.
Estaba pasando el plumero a los asientos y una franela a los vidrios.
Se me ocurrió preguntarle si estaba todo bien, y con cierta extrañeza me respondió que sí, todo bien. Que preparara café porque hoy Bendita avisó que llegaría más tarde.
En ese momento de nerviosismo extremo no se me ocurrió pronunciar una palabra acerca de lo que había visto.
Durante el veloz ascenso al piso trece concebí un plan dominado por el pánico. Yo sabía que mi padre perdía el tiempo pensando en una mujer imposible, pero usted sabe, una mujer puede trastornar a cualquier hombre enamorado.
Tavares creyó comprender.
Eso a mi padre no se lo perdonaré nunca, porque un día desapareció de casa después de golpear una vez más a mi madre. Pero ese no es el punto, pensé que sacando el cadáver del edificio alejaría la posibilidad de que se viese metido en un gran lío, estoy seguro que mi padre no la mató pero, usted sabe por experiencia, que en ese ambiente siempre pagan los más débiles. ¿Se entiende?
El relato disparatado por momentos o la mentira, captó la atención del detective que terminó por aceptar el reto del muchacho.
_ Entiendo, dijo Tavares. ¿Y cómo pensabas deshacerte del cadáver?
_ Un personal de seguridad del turno mañana me contó con lujo de detalles sobre los recorridos, pasillos, lugares con columnas, ascensores, rincones oscuros y luz artificial insuficiente para malograr el registro de las cámaras.
Lugares ideales para concertar entre empleados una efímera cita sellada con un beso clandestino.
También me contó que dos años atrás un individuo desconocido ingresó al edificio por el estacionamiento, subió al piso siete y bajo amenazas bajó con un ejecutivo senior, subieron a un automóvil y desaparecieron. El asunto como las imágenes de las cámaras quedó en tinieblas a pedido de la corporación.
Esa vez, el secuestro extorsivo no fue noticia más allá de las oficinas del piso siete y recién se filtró algún rumor, nunca confirmado, dos años más tarde cuando la atención pública estaba distraída con otras cosas.
Dicen que pagaron cinco millones de dólares para liberarlo sano y salvo.
El plan ideado al subir por segunda vez era trasladar el cuerpo al ascensor, cosa que hice, bajar hasta el tercer subsuelo, cosa que también hice y luego depositarlo en un contenedor de los residuos. El camión recolector de basura se encargaría del resto.
Pero imprevistamente entró un vehículo de alta gama y tres personas bajaron dirigiéndose hacia los ascensores. Cerré la puerta y mantuve el botón presionado, esperé cinco minutos y me sentí perdido, cuando la puerta se abrió pude advertir preso del pánico que el tercer subsuelo mantenía el misterio de las catacumbas paleocristianas.
Lo había visto en el canal Films&Arts, aclaró la fuente con modestia, para decir que nunca había viajado fuera del país.
Cuando la puerta del ascensor se cerró con el cuerpo de la pobre Candela, yo preso de los nervios subía de dos en dos las escaleras en penumbras hasta ganar la rambla.  Absolutamente ido, sin recordar nada de lo ocurrido una hora antes caminé del Buceo hasta el Hotel Carrasco sintiendo a mis espaldas a perseguidores y perros imaginarios sedientos de castigo y sangre.
Cometí un garrafal error, pero en mi defensa puedo jurarle que yo no la maté.
Tavares cerró los ojos y escuchó la voz reparadora de Andy.
Dominado por el fastidio, en tanto escuchaba el insólito relato y adormecido por el barullo ambiente de los come chatarra, cuando abrió los ojos Cristian ya se había marchado.

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