Tresfilos Tavares : Cambios, la guerra y la paz.

CINCUENTA Y CUATRO
La casa de Hannah estaba ubicada en el repecho de la calle Benito Blanco, poco antes de llegar a la Capilla de San Alejandro, entre construcciones modernas y recicladas  que configuraban la peculiaridad distintiva de Pocitos y los barrios aledaños a las playas montevideanas.
Calles hostiles, calcinadas por el implacable sol después de las grandes podas de las tipas que se sucedían una tras otra en los bordes de las veredas. De retorcido ramaje y ramilletes de flores amarillas, lloronas, umbrosas, recordaba Tavares al paso de su automóvil. Estacionó en la calle despoblada, pensó en las familias vacacionando, o en la gente refugiada bajo el aire acondicionado de sus casas. Barrio vigilado las veinticuatro horas.
Más de una vez Cardozo buceó en las teorías turbias sobre el rol de las cámaras y monitores en la sociedad moderna, y que en su opinión, asignaba a la tecnología un papel insoslayable para la convivencia humana.
En tiempos conflictivos y violentos, decía su socio, la sola presencia de las cámaras de video y del ojo omnipresente en las calles, bastan para dar sensación de tranquilidad,  recuperar la tibieza en las manos de la abuela o el perfume del cuerpo desnudo a tu lado. O proteger la belleza de los niños dormidos o percibir el halo del dios bondadoso.
Las imágenes del monitor también permitían un viaje introspectivo, la posibilidad de conocernos a nosotros mismos desde el lugar del espectador, desde un lugar sin riesgos ni compromisos. Como para velar y asegurarnos que todo a nuestro alrededor está estable y bajo control.
El paraíso sin serpientes, imaginado por los expertos en seguridad ciudadana que sólo acrecentaba nuevos abonados y las ganancias al cierre del ejercicio contable. Nada fuera de la ley, como ser abonado para ver fútbol por cable o usar la tarjeta para saldar el déficit de fin de mes...
Había estado otras veces en la casa de Cardozo, en realidad heredada de los padres de Hannah, hija única se le ocurrió pensar en ese momento, porque no había escuchado de ella nada relacionado con hermanos ni sobrinos.
Tocó timbre en la puerta reja y esperó mirando el jardín.
Ladraron los perros invisibles del vecindario.
Una cortina se movió en el ventanal y enseguida Hannah abrió las puertas de entrada.
Abrazos, besos y de regalo una caja de vino blanco y tinto, de la bodega Irurtia.
Dejamos atrás el interior de la casa y nos internamos hacia el fondo, verde y fresco, donde mi amigo, el Heber Cardozo oficiaba de maestro parrillero, luciendo un gastado delantal blanco con la inscripción en un círculo azul: Gran Carnicería el Pato Cabrero.
No hablaron de nada más allá de lo cotidiano, de cómo estaban Dieguito y la abuela Delia, sobre las expectativas de Hannah con el ensayo “Las izquierdas en su laberinto”, o el sucinto relato de Heber sobre los avances de las obras en la ruta interbalnearia.
Ambos le rogaron que cuente algo sobre el misterioso viaje a las cuchillas y Tavares tomó su tiempo, armó y encendió un cigarrito, pitó y compartió en el ritual íntimo de los fumadores de cannabis. Después, de a poco, el relato fue creciendo al describir lugares exóticos y personajes fronterizos, inventó lenguas enrevesadas a las ya existentes y juró haber visto, al claror de la luna, fermosas sirenas en las aguas del río Negro.
Algo había aprendido de las anécdotas contadas por Pancho Cruz.
Tal como son descriptas, continuó con el tono impostado de los expertos, en las crónicas del licenciado Don Luis Alfonso Zeballos Zapatero del Portal, “Viaje por la tierra púrpura en cinco años de expedición por los ríos interiores”, manuscrito con letra clara y fidedigna, como el Reino lo pide.
Al pasar agregó que la referencia pertenecía a Raúl, el vigilador, según lo había averiguado por su propia cuenta y gusto en la biblioteca popular de Playa Pascual.
¿Quién era Raúl? Tavares respondió aprovechando la paciencia de sus anfitriones, para hacer una somera y fantástica relación de la Ciudad Vieja y las leyendas marineras, amén de no olvidar a los asaltantes nocturnos con fondo de tamboriles en el aire, ni bellas muchachas caminando enajenadas con sus teléfonos celulares.
¿Quién era Raúl? repitió, sino el tipo que trabajaba doce horas en el portón 6 del super y fantaseaba por las noches, como un antídoto al aburrimiento y la cosificación. Una forma individual de resistir y pensar de una. Un tipo medianamente joven que le daba por leer lo que cayera a sus manos, un tipo tan raro como buena persona.  
Los amigos festejaron las invenciones y entrevieron verdades entre las mentiras de Tresfilos. Mientras, la mujer se dedicó a armar otro cigarrito.
Después Hannah fue por el pan al calor de la parrilla y los boniatos asados, mientras Heber se encargaba de traer a la mesa la tabla con algunas menudencias vacunas.
Bebieron cerveza y picaron entrañas jugosas y chinchulines crujientes a las brasas.
Hicieron un brindis por el asador y otro brindis por la amistad.
Jugaron a rememorar dónde estaban o que hacían cada uno, veinte años atrás.
Hablaban y reían con la boca llena como acostumbran los niños.
Hannah dijo que por aquellos años regresaba de La Plata con un título y alguna experiencia sobre los cambios del paradigma laboral, vivía sola y feliz agregó con picardía. Por su parte, Heber recordaba que por entonces afinaba su propio proyecto de seguridad virtual al regreso de un año y medio de trabajar en Saó Pablo, hospedado en un hotel de dos estrellas, muy confiado aunque mellado por la nostalgia.
Tresfilos, dijo que cursaba a los diecisiete el último año de instrucción para ingresar a Inteligencia Paralela y que estaba perdidamente enamorado de Doris, soñaban con fugarse de las casas de sus padres y alquilar una pieza.
Ahora descubro que siempre fuiste el típico amante latino, dijo Heber, omitiendo las andanzas de su amigo en el apartamento de la calle Florida, en la campaña oriental o en tierras guaraníes.
¿En qué andan ustedes? interrogó Hannah con suspicacia, eso estaría bien que lo diga yo o cualquier mujer hechizada por Tresfilos…
Tavares sonrió socarronamente soslayando la trampa de sus amigos.
Relatarlo es fácil, pero el juego se tornaba apasionante a medida que las risas y las interrupciones desaforadas rescataban olvidos o anécdotas, con la sensación afanosa de querer recuperar algo significante arrumbado en el fondo de la memoria.
El pasado irrumpiendo a destiempo en el presente, cuando no tergiversado, contribuía a trastocar el sentido común de los orientales.
“Veinte años no es nada…” coreaba Heber con registro tanguero, mientras cada uno por su lado rememora los sueños esperanzados al influjo de la renacida democracia.
Un brindis por los amigos y otro brindis por los amores de estudiantes.
No hacía mucho tiempo que se conocían, sin embargo habían cimentado una amistad que fue a más, por el trato sincero y sin tapujos. Fructífera en una pequeña sociedad como T&C.
Voces desafinadas que el buen vino los llevó en la deriva de la noche.
“… en el nombre de mi abuela Victoria Abaracon, cruza de indio con gallego…”
Y más risas, evocadoras del joven juglar Jaime Roos y tantos otros que nos alegran la vida.
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Hannah trajo café do Brasil y una botella de ron colombiano, Viejo de Caldas.
Conocer nuestra américa por sus infinitos sabores… dijo chispeante la mujer.
Después Heber dio inicio a un enrevesado palabrerío que por momentos giraba sobre sí mismo, cuando no, remitía al principio del asunto para saltar inmediatamente a lo que sería el asunto en cuestión. Un caos de palabras enrevesadas y silencios de borrachera…
El ron fue apagando la perorata y la cumbia peruana incitó a que Hannah, Heber y Tresfilos se sumergiesen en el baile, transformando al patio en un reducto íntimo y placentero donde las risas iluminaban el mero existir.
Las últimas horas de la noche apaciguaron el brío de los amigos, recostados en las sillas plásticas, dando cuenta de la botella de ron y otros brebajes, trasluciendo comentarios mínimos y fugaces sobre sus vidas, con las camisas desabrochadas y descalzos sobre el piso mojado por la fina llovizna que comenzaba a caer.
Heber fue por una caja de jugo y más hielo.
Retomo mi exposición al frescor de la madrugada, dijo un Cardozo recompuesto.
Seré breve porque lo mío es la técnica, no los discursos.
Tresfilos creo que lo nuestro, Hannah intuyó que los duendes del alcohol le habían soltado la lengua a Heber, está dentro de los parámetros de todo nuevo emprendimiento… máxime considerando los asuntos que nos atañen, porque en materia de seguridad ciudadana implica proceder aceptando ciertos riesgos…      
Digo porque… quién iba a pensar que Medios y Medios… de un día para otro se encontraría en una situación impensable e incómoda, como para convertirse este verano en los titulares de su sucia historia… y en un caso paradigmático al constatarse la eficiencia del trabajo policial. ¿Lo comprenden ustedes?...
Que puede implicar según derive la cosa, continuó ensimismado en su relación, en mayor prestigio para tu compadre… el comisario Panzeri o precipitarlo a apurar los trámites jubilatorios.
En este país el éxito y el fracaso están a la vuelta de la esquina…
Y por lo poco que vos conversas sobre el particular, se dirigió a Tresfilos, también es causa de tus desvelos hasta tanto la cosa se aclare y den con los autores de tanta crueldad...
¿Quién podía imaginar los alcances de tal estado de confusión? Para mí, qué querés que te diga, es todo un embrollo inexplicable que no se ajusta a la mínima lógica…
Pero el asunto tiene el costado interesante del que podríamos sacar partido.
Ellos son nuestros clientes, de una manera o de otra… y eso nos relaciona con el ambiente de los grandes y ciertas personalidades del medio. Vos tuviste la oportunidad de tratar en privado con Pedro Prado Perdiel.
Visto así, podría ser la hora de un cambio en nuestra sociedad, dijo de modo enigmático, sino fuese por la bacanal que invalidaba cualquier planteo serio.
No me refiero a lo que dio su razón de ser… la confianza demostrada para encarar un proyecto con profesionalidad, sustentado en una inigualable… experiencia personal.
Me refiero al aspecto del marketing.
Tavares reacomodó con sumo cuidado su cuerpo de peso pesado mientras la silla se expandía hasta los límites de la resistencia de los plásticos inyectados. Un crujido y habría sido el final, la rotura en una fracción de segundo y la caída seguida de una postura humillante, como el boxeador que recibe un fulminante cross al mentón.
Te expongo mi idea. No lo conversé con Hannah aún.
Tavares y Cardozo como firma, como marca, no vende. Dos apellidos de origen latino que no significan demasiado, ¿se entiende?
Necesitamos algo un poco más extranjero, exótico, que remita al mundo. Se me cruzó por la cabeza el apellido de mi mujer y me dio una idea.
Tavares encendió un cigarrillo con el ceño fruncido y convidó. Entonces cayó en cuenta por lo que decía Cardozo que ignoraba el apellido de Hannah.
Tavares y Bamberger, suena equilibrado y distante de otros nombres de fantasía.
Tavares y Bamberger, seguridad global, suena imponente.
Eso sería una parte del cambio propuesto.
Fundamento ahora la otra parte a considerar.
Tavares y Hannah cruzaron miradas cuando cayeron en cuenta que el hombre hablaba en serio. Hannah contuvo la risa.
Cómo tú sabes el contrato con la concesionaria “Punta del Este y más allá” va para largo. Una obra importante, que no sé si se inscribe en los proyectos vinculados a la Ruta de la Seda. Los chinos se vienen con todo y por todo… sino preguntale a los norteamericanos.
El ministro está entusiasmado y la define como una obra prioritaria para el crecimiento del país. Y felizmente demanda de mi concurso de forma exclusiva, aunque la dificultad radique a la hora de contar con los cheques en tiempo y forma.
Vos sabes lo que es cobrarle al Estado de este país.
Tavares pitó hasta abrazarse el pecho al recordar que de su retiro de I.P. todavía no había recibido un puto peso…
No doy abasto con mis compromisos y necesito retirarme por un tiempo de Tavares y Cardozo, por eso he pensado proponerte la incorporación de Hannah al equipo… Tavares y Bamberger.
Tomate tu tiempo para responderme, reconozco que puedo estar obviando cosas importantes, asuntos que desconozco. A Hannah por lo poco que hemos conversado hasta el momento puede interesarle si consideramos horarios flexibles.
No es urgente pero sería bueno definirlo un día de estos. Lo dejo en manos de ustedes y de mi parte estaré de acuerdo en lo que decidan.
Creo que tú y Hannah reúnen condiciones poco comunes y no dudo que harán una buena pareja, dijo con el entusiasmo positivista de un técnico en la medianía de la vida.
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CINCUENTA Y CINCO  
Francisco Cruz bajó del ómnibus después de ocho horas de viaje. Catorce horas si consideraba la cabalgata por el campo y el tiempo en dar los rodeos para salvar el arroyo y los bajíos inundados. Más la parada en lo de doña Clotilde para dejar el flete en el potrero y la mateada para menguar la espera del ómnibus de Turil de las nueve de la noche. Parando en todos y cada uno de los pueblos a la vera de la sinuosa Ruta 7, deteniéndose como se acostumbra, en los cruces de caminos o en la tranquera de una apartada estancia.
Estaba fatigado, con muchos años a cuestas que se manifestaban a cada paso que daba, pasos cortos como un ensayo del porvenir… aunque felizmente, era mayor el entusiasmo de visitar a su gente y a la olvidada capital montevideana. Era bien poco lo que reconocía de sus calles y barrios al través de la ventanilla del ómnibus. Sin desearlo también había comenzado un viaje al olvido de las cosas que tenía entre manos…
Si mantenía una destreza intacta era la del tirador con armas largas, pero algo había intuido desde el momento que la desarmó y limpió para que su ahijada la llevase al detective como un preciado objeto. Era el mínimo gesto en señal de agradecimiento para el muchacho que le salvó la vida.
Cargó el bolso al hombro y dispuso a tomar algo en uno de los comederos cercanos a la terminal. El sol pujaba por mostrarse, todavía oculto por la barrera de edificios que en bloque remedaban en los cristales los brillos mañaneros.
Algunas mesas en la vereda, pocos comensales y un sujeto que lo observó con insistencia, como quién espera la llegada de un pariente ausente después de años.
En ese sentido, esos lugares confundían y desorientaban a los transeúntes apresurados, más preocupados en evitar a los vendedores callejeros, alejarse con miedo infundado de los recolectores de cartón tanto como ignorar el ruego por una limosna de los mangueros.
Transeúntes temerosos e insensibles como para advertir la soledad de sus semejantes, o las conversaciones de otros individuos, rayanos en la impotencia hasta que la decepción o el hastío cedían a la proseada fraterna, sentados en la mesita de un comedor al paso, compartiendo un trago y el brindis esperanzado.
Transeúntes semejantes a autómatas al pasar por la vereda…
El paisano Cruz reconoció al otro, deslizó la mano al bolsillo del saco y empuñó el revólver del 22 corto.
Una mano de Severo sostenía el cigarrillo y la otra quedaba oculta bajo la mesa sin mantel. Sobre una silla, reposaba como un perro exhausto, un gastado bolso de viaje con los tickets pegoteados de los controladores de fronteras.
Los dos hombres se habían reconocido de inmediato, con la duda a flor de piel por las intenciones del otro, por si se trataba de un nuevo reto del azar o el fin de una búsqueda…
Los encontronazos anteriores, en el club Veteranos de Masoller, o en la habitación del hospital o en la casa de piedra, estuvieron signados por la fatalidad de otra época.
Pero, donde lo novedoso y triste del asunto, fue la lentísima incorporación al sentido común del rebrote y enraizamiento de la violencia y la sangre como estigma del matadero.
El presente retenía el antiguo y salvaje estilo de las grandes estancias patricias…
 La carta de la Muerte aparecía sobre cualquier otra consideración o negocio, incluyendo la premisa de M&M sobre la alternancia de los partidos en el gobierno, la proliferación como una peste del dinero sucio, o la demonización de los rateros azolando los techados…
_ Tome asiento Cruz, invitó Severo sin cambiar la actitud de sus manos.
_ Se agradece, dijo Cruz alertado por el imprevisto encuentro.
El viejo paisano ojeó rápidamente la calle peatonal y la plazoleta, encendió un cigarrillo quizás el último, y continuó la inspección al interior del salón comedor. Poca gente a esa hora de la mañana y muchas cámaras de vigilancia y la policía de civil que merodeaba la zona.
A Montevideo, como entre las parejas infieles, la celábamos inútilmente.
Y sentado enfrente, su perseguidor con el rostro de un sagaz asesino.
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Los dos hombres en señal de buena voluntad dejaron sus manos a la vista, cuando pidieron cerveza, dos vasos y unas porciones de fainá, la actitud fue de precavida confianza. Ambos tenían presente los tres hechos que protagonizaron con el estigma de la violencia, pero sin atinar a desembarazarse del entramado de una violencia aún mayor, omnipresente.
Análisis a contramano, porque se imponía la mirada rasante de M&M, como tratar de justificar que el maltrato en las jineteadas camperas no guarda correlato con los pura sangre en los hipódromos…
Ni qué decir en el plano de los derechos de género, con la irrupción de las gallardas mujeres domadoras que han sacado de quicio a más de un paisano oriental…
Como algunos antiguos místicos, los dos hombres habían perdido sino reprimido la gracia de la risa.
Porque ambos hombres compartían el dolor por sus muertos a tantas escaramuzas y enfrentamientos de antaño, hechos hoy devaluados o arrumbados en las salas de museo. Ni tampoco olvidar sueños mellados ni certezas que terminaron no siendo tales.
Eran muy jóvenes por entonces, y reconocieron haber actuado más por fe en la especie humana, que por los paradigmas del presidente Kennedy, dijo uno, o el sacrificio extremo del Che Guevara, dijo el otro.
Se miraron frente a frente y soslayaron en un tácito acuerdo hablar de ideologías, ¿para qué? si había triunfado un nuevo Mesías que recorría el mundo: la tarjeta de crédito.
Ambos coincidieron a grandes rasgos en la revisión histórica y lo rubricaron con un rictus parecido a una sonrisa.
Recién ahora constataban que las deudas de los individuos y las del país, nos ataban de pies y manos dejándonos al antojo de los acreedores extranjeros. Tarde comprendieron que esa era la gran batalla perdida…
Pidieron otra cerveza.
Severo era un hombre entrado en años, de ojos vidriados y calva prominente, la barba corta y cana, el cuello de toro. Tenía vinculaciones con gente otrora poderosa pero trabajaba de modo independiente, escurridizo, porque la ley de la calle decía que ya no se podía confiar en nadie.
Eso no impidió un acto de sinceramiento, visto que el otro no aceptaría el trabajo bajo ninguna oferta por tentadora que fuese. Lo había intentado tres veces inútilmente.
El año del atentado a Frank “the Boss” Moretti había quedado muy atrás, en el pasado, como la clausura de una etapa jalonada de chantajes, derrocamiento de presidentes y elecciones fraguadas en esta parte de occidente, para dar lugar a renovados cantos de sirenas, que al paso del tiempo, se transformarían en masivas letanías invocando a nuevos salvadores milagreros.
Ambos sabían que el duelo en el club no había sido un duelo sino un desafío a la hombría, apenas un cruce y la desgracia asomando en la punta de un cuchillo.
Cruz, el último tirador que se precie de tal, se había negado a escuchar siquiera la propuesta del otro, se había retirado dijo y lo suyo desde hacía tiempo era cultivar un cuadrado para pan llevar y criar una pequeña majada. Ahora se dedicaba a intercambiar semillas y sembrar conversaciones en el club cuando bajaba al pueblo. Eso es todo dijo terminante, y la elección era irrevocable como acostumbran tozudamente los paisanos de su edad.
Severo le juró que no tuvo intención de matarlo y el puntazo fue el fruto maligno de la caña brasilera y la diferente lente como miraban el mundo. Se conocían de mucho antes pero nunca acertaron a encontrar las palabras justas y medidas, aunque poseían el secreto orgullo de que ninguno de los dos aceptaría las mentiras como verdades, ni las promesas de muchos funcionarios como realizaciones. Coincidieron que estas cosas sólo podían ocurrir porque hoy manda el gran capital, los principales ya no necesitaban de líderes políticos en el país de las cuchillas.
La vereda fue pintando el verano con el bullicio de los pájaros y los vendedores ambulantes y el paso susurrante del tránsito por Bulevar Artigas. Unos desgraciados dormitaban sentados a la sombra de los árboles, mientras en algún oscuro lugar, otros seleccionaban a la distraída víctima, camino a ser robada.
Pidieron otra cerveza.
Ir al hospital me pareció lo mejor para conversar y explicitar con tranquilidad los alcances del trabajo. Tenga en cuenta que yo trabajo por encargo y me apremiaban para que llegara a un acuerdo con usted.
El trabajo ya tiene fecha y lugar, había dicho Severo parado junto a la cama del convaleciente pero sin entusiasmo al advertir la mirada colérica de Cruz.
¡Enfermera! Gritaba. ¡No siga, no me interesa! había rechazado con ímpetu.
El paisano Cruz con el cuerpo atravesado de contenida energía y los estímulos de las drogas, saltó de la cama arrastrando a su paso las sondas y la silla de las visitas y la botella del agua mineral y las alpargatas nuevas, con suficiente actitud para entablar pelea de igual a igual con su adversario. Severo fue tomado por la sorpresa, pero no echó mano al arma sabiendo al otro desarmado y tan sorprendido como él.  
Los dos hombres forcejearon cuerpo a cuerpo como la máxima expresión de la inutilidad y el rencor, pero evidenciando el coraje y entereza que ameritaba la situación. Cuando en eso estaban, un puñetazo de Severo desviado a tiempo no alcanzó a evitar que el filoso anillo abriera las carnes del cuello de Francisco Cruz.
La sangre brotaba tanto como la de un animal recién degollado.
No sé si usted aceptara lo que le digo, pero es la verdad, el absurdo imponiendo su cuota de sangre en lo que debía ser una propuesta de trabajo…
¿Y el ataque a la casa de la cuchilla también fue cosa del absurdo? preguntó Cruz pensando si todo no sería una sarta de embustes en boca de Severo.
La desconfianza del paisano lo llevó a meter la bota en la rendija de la puerta…
¿Y si este encuentro aparentemente casual no tenía otro objeto que poner punto final a una propuesta frustrada?
Cruz observó la mirada alcoholizada de Severo, la sonrisa burlona de los perdedores y las manos inmóviles del otro, como para arriesgar otro gesto de confianza.
Armó un cigarro con tabaco paraguayo de Villarica y esperó una respuesta.
Lo que ocurrió aquella noche no fue hijo del absurdo… fue el fruto de la estupidez.
Me explico, dijo Severo rompiendo una de las reglas que regían su vida desde los tiempos que el agente especial Mitrione era su jefe. Desde entonces, no acostumbraba a dar ni pedir explicaciones.
Sospechaba que el modo de llegar al escondite requería de localizar a la maestra porque ella era la única que llegaría a conocer tu paradero.
Había llegado a ella revisando los videos de la terminal de ómnibus, uno de los dueños de la empresa de seguridad fue camarada mío en los ochenta y me facilitó las cosas. La maestra mantenía un ritmo de viajes a Montevideo, sabía los probables días de su arribo y pensé en retenerla unas horas para conversar.
Pero desistí de la idea… con algunas mujeres nunca se sabe.
Lo más probable es que una vez liberada te advirtiera de mis intenciones.
Dedique muchas horas a vigilar el edificio donde T&C tiene la oficina y ella a un detective amigo. Tresfilos Tavares, ex I.P., candidato a la boleta.
Cuando ellos subieron al ómnibus en la Ruta 5 los seguí hasta Tacuarembó, allí esperé comiendo una empanada hasta que llegó el viejo ómnibus a la dársena 4. Los seguí a prudente distancia y por fin después de sucesivas paradas, observando el subir y bajar de pasajeros, la carga y descarga de bolsas y cajas, lo vi a usted aguardando a la sombra del ombú con los tres caballos ensillados.
Pensé que les perdería el rastro, pero no podía arriesgar todo como para seguirlos de día por una huella a campo abierto. Estacioné a la sombra del árbol, levanté el capot hirviente y me dispuse a esperar. Pasadas dos o tres horas un jinete se detuvo preguntando si necesitaba algo…
Le dije al joven y desconfiado paisano que había venido hacía mucho a la casa de un viejo amigo, uno de los Saravia dije nombrando un apellido extendido por toda la comarca, pero no me animé a avanzar, mentí, porque no recuerdo que desvío tomar…
Encendí un cigarrillo y lo convidé. Como para despuntar el vicio, dije amistoso.
El muchacho tomó su tiempo para explicar en detalle los vericuetos del camino, dar el apellido de los escasos vecinos y propietarios, los alcances de la sequía y la perspectiva de que la forestación continuaría trepando por los cerros circundantes.
Agradeció el cigarrillo y saludó tocando el ala del sombrero, soltó la rienda de su montura y espoleó con las alpargatas. Que encuentre a su amigo dijo con sonrisa cínica, por estos parajes de seguro no encontrará a ninguno de los Saravia…
Por los dichos del muchacho, podía avanzar una legua sin encontrar casa alguna. Me interné por el camino y una vez recorridos los cinco kilómetros estacioné a un costado, levanté el capot y eché a caminar llevando en el morral una escopeta española de Pedro Arrizabalaga y el largavista. A simple vista no se veían casas ni construcción alguna, salvo algunas  pircas y viejos alambrados y las cumbres sobrevoladas por los cuervos.
Creía que llegar a una reunión de tres personas, usted, la maestra y el detective, ayudaría a mi propósito.
Descarté dos desvíos descriptos por el avispado jinete, uno conducía a una casa de arrendatarios brasileros y el otro a una estancia ovejera reconvertida en el obrador de una empresa forestal. Al atardecer llegué a otra bifurcación del camino, tomé por el más abandonado a sabiendas que de no hallarlos debería volver sobre mis pasos. Caminé un buen rato y divisé en lo alto una casa de piedra, distante a tres o cuatro cuadras. Protegido por unos pedrejones me tomé el tiempo para observar con la ayuda del largavista.
La presencia de serpientes fue ganando mis nervios, armé la escopeta y coloqué los dos cartuchos del 12. Al amparo de las sombras acorté distancias con la casa de piedra donde ustedes ya se habían dispuesto a comer un asado.
Avancé unos pasos pensando en presentarme en la casa al amanecer, con buena luz en la espalda, sin arma a la vista y la disposición a conversar, sino había acuerdo regresaría por donde había venido.
Yo había hecho mi parte, le diría a mi contratista, sin más explicaciones.
Pero la estupidez me llevó a tropezar en la oscuridad y dispararse un tiro en la caída.
En un minuto todo estaba malogrado, los perros avanzaron y empecé a disparar con los intervalos para recargar y volver a tirar. Retrocedí y escapé entre la cerrillada a resguardo de las balas.
Pidieron la cuenta y la última cerveza.
Para mí la guerra ha terminado, dijo Severo a modo de despedida final y sin dar explicaciones…

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