¿Se avecina el retroceso social en Uruguay con el ascenso de la derecha? por FG







por Héctor Casavieja Píriz
A partir de junio de 2019 y con el advenimiento del período electoral Uruguay se enfrenta a la misma encrucijada que enfrentaron no hace mucho Argentina y Brasil, una encrucijada política y económica que le significó a ambos países el retroceso desde gobiernos socialmente conciliatorios que sin poner en duda el status quo permitieron cierto alivio en las condiciones de vida de las masas de millones de personas pobres que son una característica común a todos los países latinoamericanos. Argentina y Brasil están sufriendo hoy las consecuencias de distinta manera, pero ciertamente con el común denominador de un brutal aumento de la desprotección de pobres, grupos minoritarios, mayorías relegadas, personas en condiciones de fragilidad social, etc. Se pasó de un proyecto político-económico que buscó y sigue buscando transar con el poder financiero global un mínimo de mejora en la vida de las masas populares de sus respectivos países, e incluso se llegó un poco más lejos por momentos, tal y como sucedió en Bolivia, pero siempre pisando la cuerda floja, en un equilibrio casi imposible frente a las fieras de la codicia siempre dispuestas a lanzarse sobre sus víctimas.
En Uruguay está ocurriendo, pues, el mismo proceso de desmantelamiento y descreimiento al que ha sido sometido el progresismo en Brasil o en Argentina, señalando denodadamente tanto de derecha como de izquierda su difícil posición conciliadora entre intereses corporativos de largo alcance y las mínimas preocupaciones por el bienestar social. Y la punta de lanza para atacar al gobierno progresista han sido prácticamente la misma, señalándose cualquier evento de corrupción gubernamental como una prueba de la corrupción integra del gobierno y no como casos puntuales que si se mira bien, la oposición sufre quizás en mayor medida en el desempeño de intendencias departamentales. Sin embargo, no se ha llegado como en Argentina a la persecución judicial fraudulenta o como en Brasil a un golpe de estado blando como el que sufrió el gobierno de Dilma Rousseff por parte de monigotes políticos que han terminado ellos mismos en la cárcel.
También se ha utilizado la basa desde la derecha uruguaya de la inseguridad pública y el pedido de mano dura policial, un pedido que solo puede significar la laxitud en la normativa policial y que puede concluir en una criminalización peligrosísima de la propia policía o en una militarización del país similar a la vivida por los mexicanos, que han sufrido prácticamente un genocidio a causa de la guerra desatada por gobiernos que han terminado por corromperse hasta la médula a causa de la pérdida total del eje judicial y procedimental. Ciertamente el progresismo ha sido víctima, en el caso uruguayo al menos, de su propia laxitud en lograr rápidamente la eficiencia procedimental y carcelaria para detener la delincuencia, pero la derecha no está ofreciendo una solución real al problema sino que, por el contrario, su supuesta solución puede conducir el país al caos delincuencial al penetrar la violencia dentro de las propias instituciones estatales, con la pérdida de las garantías civiles como consecuencia.
Los críticos de izquierda que continuamente señalan, y con aciertos indudables, los errores y faltas del gobierno progresista deberían consideran, sin embargo, qué es lo que ha ocurrido con los gobiernos más volcados a la izquierda en Latinoamérica. Ellos han sido víctimas del eterno bullying estadounidense, sobre todo en el caso de Nicaragua, Cuba y Venezuela, cuya impronta los hace fáciles blancos de la propaganda anti-socialista y de la guerra económica, que es hoy la continuidad de la vieja propaganda anti-comunista que utilizó EEUU para sembrar dictaduras criminales por todo el continente y someter a los opositores de izquierda a un plan de exterminio sistemático con participación directa y fundamental de la CIA. El progresismo nació justamente del apaleo brutal de las izquierdas latinoamericanas, del desangramiento de sus integrantes en pozos de la muerte, de la limpieza genocida que sufrieron en sus filas, y por ello apostó desde el primer momento a evitar una postura confrontativa, a solapar sus propuesta bajo el campo de la conciliación y el abandono de los propósitos ideológicos más radicales. Lo que se pudo lograr bajo esta perspectiva ha sido poco más que un alivio para las clases más pobres, una reducción de la indigencia y la extrema pobreza sin llegar a eliminarlas, pero de ningún modo constituyó una superación de las condiciones de desigualdad, estancamiento, burocratismo y clasismo racista que infectan a la sociedad latinomericana. Es por ello que el progresismo es víctima frágil del acoso ultraderechista de tipejos como Jair Bolsonaro en Brasil, que es capaz de exaltar la memoria de un supremo torturador y asesino como Stroessner.
Las encuestas demuestran que la mayoría de los uruguayos están dispuestos hoy a abandonar el frágil proyecto progresista para apostar por falsas soluciones de ultraderecha, con tintes fascistas similares a los que ofrecieron Macri en Argentina y Bolsonaro en Brasil. Una mayoría ha logrado ser envenenada con el odio hacia el oponente de izquierda, con el desprecio hacia el que con dificultad entiende que el progresismo no es una solución radical ni definitiva a los problemas sociales sino solo una tabla de salvación en medio de la tormenta neoliberal que una vez desatada ya no puede controlarse como ha ocurrido en Argentina, con la desfinanciación y endeudamiento abismal del estado y ya un proceso de desindustrialización de una velocidad impactante. Si lo que las encuestas indican se plasma finalmente en la realidad, veremos sin duda en Uruguay retroceder una vez más los derechos de las mayorías mientras se desatan las fieras de la codicia privada en manos de dirigentes derechistas que como históricamente ha sido en Latinoamérica, han servido siempre a los intereses estadounidenses que hoy tienen el rostro neofascista de Donald Trump.

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