De cuarentenas y otras yerbas./ José Luis Facello





Ejercito mis dedos con movimientos en el aire, como hacen las pianistas o las bailarinas o los dibujantes cuando trabajan a mano alzada, sino giro las muñecas imitando empuñar la cuchara de revolver la mermelada en manos de la abuela Maya.
Aprendí a leer y escribir como la mayoría de las nenas de este país, pero me angustia de solo pensar que he olvidado el trazo de muchas letras, como que me cansa los brazos dibujarlas en la nada de un invisible pizarrón. Por más que trato de recuperar de la memoria las letras, palabras y las ilustraciones de mi primer libro de la escuela, se escurren de mi mente como dicen que les pasa a los ancianos, y de ellas, sólo me queda el recuerdo de sus sonidos. 
Mamá, ama, mar…
Pero los recursos de los recuerdos son infinitos y eso todavía me permite pensar de a ratos… apenas lo suficiente para no enloquecer en este agujero oscuro.
Tengo grabadas a fuego las últimas imágenes de aquel sábado, la tarde con las chicas en la peluquería de Mary y después viajar en el 109 hasta las alturas de Malvín… Por fin llegamos a la torre GH-57 cuando el sol caía detrás de las azoteas.
Retengo la alegría de Beti al recibirnos en su cumple quince y después bailar y bailar… reír y reír… para gritar frenéticamente cuando se produjo el gran apagón, sin imaginar que para mí comenzaría una interminable pesadilla.
(espacio)
En este lugar siempre es de noche y eso me da una idea del infinito, pero me confunde cómo la primera vez que vi el apacible mar salpicado de estrellas y el cielo nocturno abarcando absolutamente todo.  
Ahora, mi problema sería calcular si estamos en abril o mayo… o cualquier otro mes del año, pero de ese esfuerzo ya desistí.  
¿Será esta la relación de la noción del tiempo bajo el dominio de las tinieblas?
Acurrucada bajo la frazada imagino las caminatas al mediodía o el plato de lentejas calientes que Eva cocina los sábados.
Me anima recordar el calorcito de mi cuerpo al sol o la transpiración asomando en la piel durante la hora de educación física.
¡Cómo añoro las juntadas con las chicas en la plaza!
Hasta dónde guardaría mi memoria la sensación de la oscuridad o el frío otoñal, el sentido del tacto con el que reconozco las paredes de cemento o el piso encharcado, o la facultad de oler a podredumbre.
Hasta cuándo podré percibir el mundo exterior, como no sea escuchando las goteras del techo invisible o el roer de las alimañas, asociándolo a la absurda idea del caos.
Estaba dispuesta o desesperada, por resistir la negritud que enceguecía mis ojos con el mismo asombro del astronauta en el viaje a los confines de nuestra galaxia. O más allá, dónde las cosas y las coordenadas son devoradas por los agujeros negros o los monstruos míticos, oscuridad opresiva tanto para el piloto y la nave como para transmitir un último mensaje automático: Dios no está en el cielo.
Ejercito mis dedos con movimientos en el aire y después me dedico a escribir en la nada una carta imaginaria para mi madre, que empieza así:
Querida mamá no sé cuánto tiempo pasó ni cuánto más falta por transcurrir…

                                                                                                            19 de abril, J.F.G.

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