Cuarentena y el Día de los Trabajadores / 2. / José Luis Facello


El viento sudeste provocaba un murmullo, creciente desde el río, que arrastraba a su paso el olor pestilente de los bajíos.
Faltando diez minutos para las siete la gente se dirigía a sus lugares, la mayoría de ellos frente al puesto asignado, como ocurría casi todos los días del año, año tras año.
A las siete se escuchó sobrevolar la sirena que por unos segundos eclipsó los gemidos de la sudestada, dando comienzo a una jornada normal, sin novedades, como asentaron los vigiladores nocturnos en el parte diario.
Afuera en el varadero, los ruidos del astillero fueron creciendo al compás del amanecer y en el galpón grande de los pre-armados el humo de las soldaduras se elevaba atrapado por los extractores cenitales. Las luces enturbiaban el lugar de por sí atestado de partes y equipos navales, de materiales en espera de ser elaborados, del ir y venir del puente-grúa de cien toneladas.
Pasados unos minutos de las ocho corrió el primer rumor de sector en sector, que como todo rumor carecía de precisiones y mucho menos de certezas.
El ritmo del quehacer industrioso no se alteró y la mayoría haciendo caso omiso siguieron en lo suyo. Los capataces apenas levantaron la mirada de los planos, como otros postergaron las indicaciones a los caldereros y armadores.
A las ocho y media se observaba en la cabina del jefe de planta un movimiento inusual, personal de oficina en un diálogo enmudecido detrás de los cristales, gesticulando a falta de palabras convincentes… Unos minutos después acudieron al llamado del jefe los capataces y la cuadrilla asignada a emergencias y salvataje.
Para las miradas atentas, los voluntarios de evacuación y primeros auxilios acudieron al pañol de materiales eléctricos, que era el punto de encuentro, en sugestivo silencio.
Cuando a las nueve menos cuarto se apagaron los extractores de aire y ordenaron cerrar los portones y ventanas, por el galpón cobraron entidad los rumores de la primera hora.
Algunos se sentaron aduciendo no entender o acusando un picor en la garganta, otros aprovecharon a encender un cigarrillo esperando novedades con las máquinas encendidas.
A las nueve, hora del mate cocido, se congregaron como lo hacían a diario a conversar mientras duraba el refrigerio. Pero esta vez no hablaron de fútbol ni del crimen de cada día, ni de la demora en comenzar los preparativos del nuevo buque a construir.
Más bien predominó el silencio y la especulación.
La radio se escuchaba entrecortada, quizá debido al cielo encapotado.
El viento del sudeste golpeaba sin descanso los muelles y la costa desde hacía tres días con sus noches, provocando crecidas e inundando el barrio de la ribera.  
Terminado el descanso, a las nueve y cuarto los capataces ordenaron apagar las máquinas y dejar solamente encendidas las luces de los pasillos.
La orden era esperar nuevas órdenes.
Los soldadores juntaron los cables y bajaron de los andamios, otros guardaron las herramientas y pusieron candado a las cajas.
El viejo Julián encargado del pañol de herramientas adujo sentir palpitaciones en el pecho.
Otros acusaron perturbaciones mentales, al relacionar el bramido del viento sobre los techos con los sonidos del monte chaqueño en tiempos de la niñez.
La primera señal del peligro asomó como un mal presagio al momento de enmudecer los teléfonos celulares.
Uno dijo que por el techo empezó a colarse una bruma incolora.
Es el diablo, dijo otro.     

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