Yresfilos Tavares 7 / José Luis Facello

Día trece.
Tresfilos Tavares preparó café mientras se calzaba los championes viejos dispuesto a trotar por la rambla. Malevo advertía los preparativos y lo disfrutaba de antemano.
También de alguna manera, esta rutina había cambiado con la mudanza, cuando desde el apartamento de la calle Florida solía encaminarse, bordeando las aguas de la bahía, por la rambla en dirección a Capurro. Ahora en cambio, bajaba por Zelmar Michelini y al topar con la rambla doblaba al este, aceleraba la marcha trotando hasta el faro de Punta Carretas o en ocasiones hasta Trouville.
La brisa fresca, el cielo plomizo y el vuelo de las gaviotas, contagiaba la serenidad que su espíritu demandaba, en particular, cuando los casos a investigar ostentaban los peores vicios de la sociedad.
Solo imaginar a la botija, que apenas conocía por unas fotografías que mostró Eva, su madre, bastaron para someterlo a la confusa tensión que lo acompañó durante la investigación del niño rubio implicado en el crimen de Candela Maizani.
Como aquella vez, recurrió al auxilio de Andy. La llamó y prometió llegar hoy al mediodía a más tardar. Los martes daba clases en Canelones y le tomaría una hora y poco más de viaje.
Andy, la maestra rural, traía en su mochila un bagaje de herramientas que permitían indagar en el comportamiento y la sicología de las chiquilinas; para él, el tiempo indefinible que dura la inestable adolescencia,  asunto apabullante como caer a la lona en el primer round y sentirse desorientado.
¿Podría Andy ayudarlo esta vez?
No tenían ninguna pista firme, no tenían una voz en el teléfono, ni un cuerpo.
No tenían nada.
Respiró profundo hasta sentir el aire helado ocupando sus pulmones y más allá, su pecho todo y el cerebro.
Emprendió el regreso a la vieja panadería, tomó una ducha de agua fría y a las 7:38 a.m., mientras pensaba en Andy, dio comienzo a la jornada de trabajo encendiendo el primer cigarrillo del día.
(espacio)
Ella sonreía al recordar, mientras el ómnibus desandaba kilómetros entre chacras y campos inundados, que Tresfilos había demostrado ser un intuitivo urbano, un astuto detective y mejor amante.
A diferencia de él, ella se situaba en el paisaje de la campaña y en el entramado de sus niños que debían recorrer por caminos de tierra hasta otro camino mejorado, jugando a la espera de que pasara el ómnibus hacia la escuela, y a veces, así acceder al mundo milagrero de la internet. El mate cocido acompañado por una galleta al llegar y la calidez de la maestra hacían el resto para retomar el aprendizaje de cada día.
En cambio, en las escuelas de la cuchilla viajar podía convertirse en una odisea para los alumnos cuando debían recurrir al caballo, al sulky o directamente, mochila a la espalda, echar a andar a pie.
Tresfilos conocía aquellos parajes pedregosos desde el momento que la acompañó a visitar a su padrino, Pancho Cruz. Nunca lo olvidaría, acosado por sus perseguidores había buscado refugio en una casa de piedra enclavada entre los altos cerros.
Ahora, mientras escuchaban música de películas, Andy pensó en Ñambi.
Recordaba cada palabra de lo conversado…
Aquella noche en el Karim´s festejábamos de a tres no sé qué, la música y la champaña nos sedujeron hasta caer en esos estados de euforia que una desea interminables.
Pero esa vez todos, conscientes o no, creímos que había llegado la hora de trasparentar nuestra relación, no como opuesto a lo diferente sino como un acto más del amor que nos profesábamos. Ñambi y yo, entre brindis y brindis tratamos de hacerle comprender a Tresfilos que el amor todo lo puede, inclusive ponerlo en gestos aunque en aquel momento resultase una quimera.
El ómnibus se había detenido a causa de un choque, un muchacho observaba la moto volteada  banquina abajo como a un animal atropellado. Todo fue un susto y la demora, no más. No estaba pendiente de horario alguno cuando iba al encuentro de Tresfilos pero estaba intrigada porque lo había escuchado de modo entrecortado.
Pedía mi ayuda y tratándose de su hombre a no dudar el asunto tendría entresijos preocupantes. ¿Qué habría ocurrido o estaría por ocurrir?
Recuerdo patente que en medio del bullicio del club ensayé mi teoría sobre los amores paralelos y las tangentes, las armonías fugaces de lo simple y lo complejo detrás de los sentimientos triangulados, eso fue a la tercera botella de champaña obsequiada por el dueño del Karim´s, un hindú de nombre impronunciable.
En cambio, el entrenamiento de Ñambi requirió de la ingesta de una quinta botella, para que con mestizo como barroco lenguaje, atribuyera de modo enrevesado nuestro natural y licencioso enamoramiento al espíritu generoso de los dioses guaraníes.
Con Ñambi a quién no conocía demasiado, pasamos un fin de semana en una casita de Shangrilá junto a Tresfilos y Dieguito, que fin de cuentas terminamos siendo amigas.
Regreso a Montevideo.
No alcancé a escuchar palabra por palabra de lo que decía Tresfilos en su condición de detective, pero fue suficiente para interpretar que una jovencita corría peligro.
Supuse una situación de acoso o violación que eran los casos arquetípicos de la violencia machista, pero hasta escucharlo de su boca no tendría una idea cierta.
(espacio)
Como otras veces, Tresfilos la esperaba en la dársena seis de la terminal Tres Cruces.
Él la observó con el ansia de los amantes. Ella lucía espléndida, vistiendo la ropa informal que acostumbraba usar en los viajes entre una escuela y otra.
Se confundieron por un momento infinito en el abrazo del reencuentro, que sólo los enamorados distanciados por las circunstancias son capaces de sentir. Así, haciendo caso omiso al lente vigilante de las cámaras fueron explorándose mutuamente, reencontrando el cuerpo del otro con caricias mínimas y besos impostergables.
El detective tomó por el hombro a la mujer, cargó la mochila de Andy y echaron a andar despaciosamente como si con ello recuperasen algo de lo perdido.
La antigua casa de paredes descascaradas y un pasillo que conducía a un patio embaldosado producía cierto estado de descubrimiento, al emerger de imprevisto entre un redondel de pequeñas mesas, una palmera cubierta de helechos y nidos de gorriones.
Al filo del mediodía una pareja mostraba en sus rostros los estragos de la noche.
_ Es uno de los últimos lugares donde los fumadores no somos vistos como leprosos, dijo Tresfilos con cierto rencor que trocó en regocijo al tomar las manos de su amada.
_ La ciudad también tiene estas cosas, dijo la mujer de las cuchillas, movida por la curiosidad que la atraía hacia los rincones ocultos de la gran ciudad.
La moza trajo el pedido, café cortado para dos y bollitos de avena y miel.
Disfrutaron el momento bajo la sombra y el mágico silencio en derredor, impensada atmósfera de paz a apenas tres cuadras del bullicioso tránsito de la 18 de Julio.
Insumieron una hora de reloj en intercambiar información y chismes, saber que era de la vida de Ñambi y de Dieguito, como del paisano don Cruz, el padrino de Andy. Era obvio que usaban poco y nada el teléfono entre ellos, por eso la demanda y gozosa avidez por satisfacer los detalles ignorados.
De modo imperceptible pero previsible la conversación derivó al caso de Valeria, la estudiante del liceo Nº 19 desaparecida de una fiesta familiar la noche del apagón.
Tavares comentó sobre lo que se traían entre manos y los flacos resultados de la investigación en marcha, oficialmente a cargo de la P.U.M. y de Inteligencia Paralela. T.B.&P. intervenía de modo particular a pedido de Eva, la madre de la botija.
Tresfilos se llamó a silencio solicitando auxilio con la mirada.
Pidieron más café.
Sondearon con pudor los aspectos prohibidos que Jessica Buendía no se atrevía a divulgar, considerando la mala imagen que de nosotros podrían tener en el extranjero. Por su parte, buena parte de los montevideanos que ingenuamente se consideraban europeos por su condición de nietos y bisnietos de europeos, rechazaban la posibilidad de semejanza entre los montevideanos y lo que ocurría en las favelas del Brasil o los barrios de inmigrantes en Madrid o Paris. Y no habrían aceptado de la Buendía otra cosa que la información edulcorada o los silencios negadores sobre los asuntos, tan irracionales como perturbadores, que asolaban las calles de la ciudad.
Entre otros, el caso de la desaparición de Valeria.
El detective refirió, basado en la experiencia, al shock y el trauma sicológico que normalmente afectan a las personas en cautiverio, llamarse a sepulcral silencio en los primeros días o quedar sometidos a visiones espantosas, a la incomprensión de la situación acompañada de inusuales manifestaciones depresivas o en otra dirección, a los rebrotes de mandatos mesiánicos.
El síndrome de Estocolmo como otra posibilidad.
El bullicio de los gorriones interrumpió el angustiante relato del detective que pintaba un cuadro dantesco, de tan sólo imaginar a una cautiva en medio de la nada.
La maestra por su parte, dejó derivar las palabras al primer recuerdo que asomó entre sus pensamientos. Un hecho ocurrido en la Fuente de los sedientos, en unos terrenos poblados de eucaliptus propiedad de la embotelladora de agua mineral. En ese apartado lugar una jovencita había aparecido muerta, con signos de abuso y violencia dejando asentado el estigma de una típica sociedad patriarcal y latifundista.
Por esos años, la capacidad de sorpresa entre los pobladores del lugar se conservaba como una sana reacción de las buenas gentes. La muerte era un capítulo que conmovía la fibra íntima de las personas, pero el asesinato de una muchachita de pueblo remitía a los peores recuerdos de casos policiales sin resolver, tanto como para resucitar viejos temores.
Con el paso de los días las sospechas recayeron en el hijo de un principal. Se defendió diciendo que habían salido de juerga con tres amigos como otras tantas noches de verano, en una ciudad de frontera donde nunca pasa nada.
Los amigos confirmaron la coartada.
Posteriormente, el cuerpito de la muchacha fue repasado centímetro a centímetro por los peritos forenses y debieron pasar larguísimos días, entre idas y vueltas a la capital, en tanto se conformaba el informe sobre las causas y circunstancias de la muerte. 
Al cumplirse una semana del asesinato, algunas personas se congregaron con velas encendidas en la plaza frente a la Catedral. El  silencio acompañante era sobrecogedor.
Los rumores vinculaban al padre del sospechoso del crimen con el comisario y a ambos con el contrabando en la frontera seca.
Otra vez el silencio impuesto cortaba como el afilado cuchillo de los despostadores.
Al finalizar el verano, el señor obispo propaló la homilía El silencio produce milagros, y a partir de ahí nunca se conocería la verdad de los hechos ocurridos en la Fuente de los sedientos. El único detenido bajo sospecha resultó un compañero del liceo de la víctima, y para entonces la marcha del silencio se dirigió a la plaza frente a la Comisaría.
Pero el ocultamiento cómplice había triunfado una vez más.

***

En una imprevista reunión realizada a instancia de Hannan, en un horario inusual como la media tarde, se reunieron Tavares, Panzeri y la mujer.
Hannah despejó el asunto a lo ya adelantado por teléfono.
Había recibido de Ana Piriz un mensaje pidiendo una reunión, no con ella, sino con una de las chicas que necesitaba confesar algo.
_ Hannah, ¿por qué a la botija no la atendiste tú? preguntó un molesto Jacinto Panzeri.
Tavares observó con cautela a uno y otro sin disimular una sonrisa socarrona.
_ Porqué Shaira, la muchacha en cuestión, pidió hablar con los detectives… no con una antropóloga social, respondió Hannah con una amplia sonrisa.
Convenimos que vendría a las tres, tres y media. Sin compañía.
_ Facilita las cosas escuchar una exposición sin testigos, dijo el comisario jubilado.
¿Qué sabemos de ella?
_ Es una chiquilina jaqueada por el infortunio.
En la misma noche del apagón desaparecieron su padre y la compañera del liceo.
Tavares encendió un cigarrillo antes de preguntar si alguien quería un café.
Shaira se paró frente a la cámara de la entrada. Vestía un sacón de lana con capucha que permitía suponer que era la muchacha que esperaban.
El viejo Panzeri, por lo bajo emitió un rezongo desaprobando algunas modas juveniles mientras Hannah fue a recibirla.
El detective observó a la muchacha con el convencimiento que la primera impresión sobre una persona podría ser de gran ayuda.
Shaira lucía delgada, con la capucha baja la cabellera tomaba el estado natural, una melenita corta color castaño dorado que eclipsaba el temor pintado en sus ojos.
_ ¿Gustas tomar un té o un café?, ofreció Hannah con la voz suave que la distinguía.
_ Un té está bien, dijo la muchacha sin poder disimular el nerviosismo que en los últimos días la atravesaba de la cabeza a los pies.
Mientras Hannah ensayaba un introito sobre cosas ya sabidas y otras supuestas a partir de la aciaga noche, insinuando pensamientos como para facilitar un clima amigable y lo más distendido posible, los hombres aprobaban con pequeños gestos las palabras de la compañera.
Cuando Hannah creyó que sus palabras habían sido suficientes se llamó a silencio.
El silencio se prolongó de modo incómodo.
Hasta que la muchacha habló. 

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