Tresfilos Tavares 19 / José Luis Facello

Día cincuenta y uno, 7 p.m.  

Detuve el coche a tres cuadras del local de Antigüedades y Trastos de Tony Hilerman. El lugar mal iluminado quedaba a salvo del ojo de Control Ciudadano encumbrado en lo alto de un poste del alumbrado.  

Encendí un cigarrillo y repasé el plan para atrapar a Lalo Bermúdez si todo funcionaba como lo había pensado.  

Observé la pantalla del tablero, 18:45 p.m.  

Al sentir el peso en el costado la Bersa Thunder .380 me recordó retirar de la guantera el otro cargador y guardarlo en el bolsillo del saco. Un exceso de balas para un trabajo sencillo.  

A esa hora, la calle Misiones donde había estacionado, encendía las luces mientras los peatones apuraban el paso hacia las paradas de ómnibus. La mayoría de las tiendas y modestos comercios cerraban sus puertas entre las dieciocho y diecinueve. Sólo permanecían abiertas una que otra casa de comidas y tragos, pequeñas, con dos o tres mesitas plegables en la vereda.  

Oportunidades de micro servicios para mochileros y turistas que gastan poco…  

Observé por el espejo retrovisor y no noté nada desusado, una anciana tirando el carrito de las compras y unos pasos más allá, por la otra vereda, una pareja de jóvenes riéndose del mundo.  

Pispié la hora, 18:48 p.m.  

Entreabrí la ventanilla por donde se coló el aire frío proveniente de la bahía.  

Repasé una vez más el plan. Josualdo era un hombre de trabajar solo y para mí una novedad operativa porque en I.P. aprendimos a desplazarnos en parejas o en grupos.  

No tenía noticias de Josualdo pero daba por hecho que estaba haciendo su parte. Él no podía fallar ni nada se interponía porque vivía a pocas cuadras de allí.  

Sólo se trataba de llegar antes de hora y no olvidar el S&W del 32 que le había facilitado para el trabajo. Sólo haría uso del revólver en caso de extrema gravedad. Josualdo nos cubriría detrás de un ángel de las misiones que escapó a los bandeirantes.  

Detuve la mirada sobre el maletín negro y la gorra tipo inglesa patchwork, que a veces caracteriza a Sean Connery, más que suficiente para ensombrecer el rostro durante las tres cuadras que me separaban del negocio de la Hilerman.  

Encendí otro cigarrillo, miré la pantalla refregándome las manos frías, 18:52 p.m.  

Esa mañana había trotado como de costumbre, a buen ritmo y sin superar la media de quince kilómetros por hora, acostumbrado a las exigencias físicas de un boxeador entrenado, pero esta vez la espera para atrapar al tipo era lo que me estaba matando.  

Tres cuadras en tres minutos, cómodo, me dije a modo de controlar la creciente ansiedad mientras miraba indistintamente los espejos de la puerta. En ese momento, de un taxi bajaban tres personas con valijas, en la esquina dos sujetos transaban droga.  

El vibrador del teléfono se activó, era Josualdo y un mensaje conciso.  

<lo espero en cinco>  

<ok> respondí.  

Antes de guardar el celular en el bolsillo miré la hora, 18:55 p.m.  

Entrecerré los ojos, palpé la pistola bajo el saco, calé la gorra visera en la cabeza y sin más aferré el portafolio para ir al encuentro de la sabandija de Lalo Bermúdez.  

Me detuve frente a una tienda de telas y saldos y encendí un cigarrillo, según la exigencia de Lalo, que extremaba la vigilancia desde algún lugar que no sabía precisar. La calle en penumbras barrida por la brisa fría del otoño emulaba a las viejas películas.  

A unos pocos pasos, la luz se colaba desde el negocio de antigüedades y todo se veía normal. Al abrir la puerta se dejó escuchar el tilín-tilín de una campanita.  

La hija de Hilerman y Eleonora, la experta en arte aguardaban detrás del mostrador sin denotar nervios ni ademanes que las delataran. Fumaban y el olor del cannabis sobrevolaba dos grandes samuráis de la dinastía Ming; o rozaba las vasijas de la costa peruana, mitad cacharro mitad humano o animal. La penumbra protegía a los querubines y cristos tallados en las selvas jesuíticas, reflejados en los espejos de marcos dorados. En las sombras, los tachos para leche, los aperos y cojinillos que suelen encontrarse en los galpones de la campaña oriental.  

_ Buenas noches, ¿señorita Hilerman?  

_ Sí señor, ¿en qué puedo ayudarlo? dijo mirando el portafolio negro.  

_ Soy Basilio y ensayé una sonrisa de complicidad dispuesto a esperar unos minutos, si antes, el ladrón de arte no se arrepentía de lo tratado.  

Transcurrieron cinco interminables minutos, la mirada de las mujeres ahora traslucía inquietud en los ojos almendrados de una, y celestes aguados de la otra.  

La campanita sonó nuevamente y entró un hombre de mediana edad portando un portafolio negro. Recordé las fotografías aportadas por Shaira y Antonina Creuza como para despejar cualquier duda de que el sujeto frente mío era Lalo Bermúdez.  

Lucía el pelo revuelto por el viento y la barba crecida de tres días.  

Vestía un traje tan ajado como la camisa, championes nuevos y la mano derecha en el bolsillo del saco, seguramente empuñando un arma.  

_ Buenas noches señor Salvatierra, el señor Basilio es el comprador interesado en el Portinari, dijo Tony formalizando si cabía la transacción.  

_ ¿Trajo el dinero? apuró sin más Bermúdez.  

_ El dinero está en el maletín, ¿puedo ver la obra? retrucó el detective.  

_ Empiece por abrir el maletín con el dinero, despacio y sin trucos…  

Tavares cumplió con lo pedido dejando a la vista los fajos de dólares falsos, atento al próximo movimiento del otro. Lalo Salvatierra demostraba inquietud y no se detuvo demasiado en inspeccionar el dinero.  

Rompió la faja de un paquete y lo esparció dentro del maletín constatando que eran billetes y no papel de diario. Tomó los billetes sueltos y los guardó en el bolsillo del saco.  

Panzeri había hecho un buen trabajo, esos dólares podían superar los controles de las mismísimas máquinas, tan así me había dicho, que fueron fruto de un decomiso en el aeropuerto a un traficante canadiense proveniente de Estados Unidos.  

Tavares esperó que el otro se tomase su tiempo mientras abría el maletín con el cuadro.  

Tony y su amiga Eleonora, con mirada experta observaron el Portinari con aparente celo profesional a sabiendas que se trataba de otro asunto, por lo menos para el amigo de Josualdo.  

_ Señor Basilio, dijo Eleonora, hace usted un buen negocio al comprar una obra, que aunque pequeña se valoriza al amparo del arte universal.  

En el momento que Tavares entregaba el portafolio a mano del otro y éste cedía el cuadro en cuestión, sonaron las campanitas de la puerta.  

Una anciana mal trazada con el carrito de las compras se detuvo haciéndose oír.  

_ Quiero vender algunos cubiertos y teteras de alpaca de mi finada madre.  

Lo que siguió fue un momento de sorpresa y zozobra para todos, menos para la anciana ajena a todo.  

Lalo Salvatierra presintió que algo andaba mal como para sacar el S&W del 38 y apoyarlo en la sien de Tony, que tampoco alcanzaba a comprender lo que sucedía.  

_ ¡Hágase a un lado vieja! gritó Lalo mientras derribaba a la anciana de un empujón, disparar el arma y dar a la fuga con el maletín del dinero en un solo acto criminal.  

Josualdo reaccionó de improviso al ver caer a Tavares, como para salir detrás del ángel, saltar por sobre el detective herido y salir en persecución del otro. Un acto demencial del hombre oculto en el local, que dejaba al descubierto la trampa y a lo que Lalo respondió con más disparos en la enloquecida corrida. Para distraerse un instante, dar un malpaso al tropezar con una baldosa floja y caer.  

Josualdo lo encañonó con su arma pero desistió de disparar. El peligro había pasado.  

Lalo Salvatierra había logrado perdón a costa de perder el maletín del dinero, Josualdo lo recogió y observó la calle en ambas direcciones sin advertir señales de vida. Un perro cruzó en dirección al puerto y él a grandes zancadas regresó al local.  

Se impuso la lógica de los ladrones experimentados, no valía la pena matar o morir por los valores ajenos…  

Al entrar observó las luces apagadas salvo una sobre su cabeza. Se mostraba como un blanco perfecto y si lo confundían era hombre muerto.  

_ ¡Soy Josualdo, no tiren!  

Al instante apagaron la luz de la puerta.  

 En el fondo encendieron una lámpara, dejando ver a la Hilerman empuñando temblorosamente una pistola, la Bersa Thunder de Tavares.  

_ ¡Cierre la puerta con llave y corra la cortina!, dijo Tony de modo apremiante.  

Josualdo no alcanzó a ver al detective caído, pero Tony le hizo una seña para que lo siguiera mientras apagaba la lámpara de cristal de Murano.  

A lo lejos se escuchó una sirena.  

Bajaron seis o siete escalones iluminados por una linterna, la mujer lo condujo hasta la cama donde Tavares se maldecía por el tiro en el hombro. Una camiseta de lana  taponaba la herida, mientras la botella del espirituoso Espinillar hacía de desinfectante y unos tragos, como calmante del dolor.  

La licenciada en arte miraba la sangre sin salir del espanto.  

Tony Hilerman y Eleonora acomodaron sus cosas en las mochilas, apresuradas por marcharse. Pero lo sorprendente todavía estaba por venir y fue cuando Tony abrió una puertita disimulada detrás de una reproducción bastante deteriorada, copia de La Virgen con niño, de un tal Jan Gossaert, cómo más tarde supieron.  

_ Deben quedarse en el sótano si no quieren que los atrapen, dijo la mujer recomendando no hacer ruido.  

_ ¿Qué carajo está pasando? preguntó el detective en un rapto de lucidez y pidió otro trago de Espinillar. El otro bebió y le pasó la botella.  

_ Decidan ustedes qué hacer, mañana vengo a primera hora. En lo posible no salgan del sótano ni atiendan el teléfono, dijo Toni al desaparecer con Eleonora por el pasaje secreto.  

Los dos hombres se miraron pero no atinaron a comentar nada.  

_ La herida es limpia, opinó Josualdo mientras improvisaba un vendaje.  

Bermúdez escapó, dijo.  

_ ¿Dónde carajo estabas? replicó el detective.  

Alcancé a escuchar los tiros ¿Vos estás bien?  

_ Detective, la bala lo atravesó de lado a lado, pero sobrevivirá…  

Y este es un lugar seguro, dijo mirando en derredor.  

_ Preferiría salir pronto de este escondrijo, dijo Tavares.  

_ A esta hora por las calles no se ve un alma… y menos al escuchar los tiros.  

Yo sugiero esperar.  

_ ¿Esperar qué? apuró.  

_ Disculpe Tavares, pero conozco las calles de este barrio tanto como usted. Tendremos más chances para no ser vistos, si salimos mañana en el horario comercial.  

_ Y averiguar a donde nos conduce el pasadizo, dijo Tavares pensando en el escape.  

_ Según doña Pila, otro huésped le contó, que se encontraron restos de un túnel que suponen unía las baterías del Cubo Norte con el Cubo Sur de la demolida ciudadela.  

El tipo de la dos es guía de turismo…  

Mañana nos lo dirá la señora Hilerman, dijo Josualdo en tono disuasivo.  

_ Josualdo, buscá en mi teléfono el número de Hannah y comunícate.  

…  

_ Está llamando ¿quiere hablar usted?  

_ ¡No! decile que necesito un favor.  

_ Apure que está llamando.  

_ Que venga mañana a las diez, puntual, que vos la estarás esperando en la esquina de  Misiones y Piedras, a pasos de la tienda de alfombras.  

La comunicación fue breve, Hannah en ese momento estacionaba en la calle Benito Blanco frente al portón de su casa. No era un buen momento para interrupciones, el llamado la inquietó sobremanera tanto como excitarla la compañía de Eva.  

Hannah no preguntó nada, dijo comprender y cortó la comunicación.  

_ ¿Cuál es el plan? preguntó Josualdo mientras hacía su propio control de daños.  

_ Mañana le entregas a Hannah las llaves de mi auto y te vas por tu lado. Ella me pasa a buscar y pensaré algo mientras tanto salgamos de este miserable agujero.  

 

***  

 

Vale sentía que huesos y músculos se entumecían día a día como su cabeza. Escuchaba en la oscuridad el ruido de las rodillas, los codos y el cuello tanto como los rugidos del estómago. Adivinó que algo andaba mal porque tenía la impresión que levitaba por el lugar.  

Por un momento se sintió una astronauta en el espacio, infinitamente negro, sin arriba ni abajo, ni nada.  

En los tiempos felices Eva le decía que debemos recuperarnos a los reveses, pero nunca rendirnos, porque la rendición es un animal monstruoso parecido a los hombres que devoran nuestros sueños.  

La astronauta frente a la computadora comprendió que el monstruo era uno más de la tripulación del carguero espacial con destino a Marte y se llamaba miedo.  

Hasta no hacía mucho, iba martes y jueves al gimnasio con su prima Carol. Carol y ella no deliraban convertirse en gimnastas ni físico culturistas, sólo pretendían saltear la rutina haciendo los ejercicios recomendados por el profe, y cada tanto mirarse en el espejo con los músculos tonificados y el culo más duro.  

Acomodó la frazada sobre los hombros y echó a caminar diez vueltas al lugar, un cuadrilongo con el saliente de una columna, que después de tanto golpearse intuía su cercanía con la destreza de los murciélagos. Entrar en calor y dejar la frazada junto a la  la puerta fue todo uno, hizo unos mínimos movimientos de elongación para animarse después a hacer flexiones de piernas y lentísimos giros de brazos y cadera.  

El entumecimiento que se quería apoderar de su cuerpo, cedía minuto a minuto por el hormigueo de la sangre caliente que bullía como las burbujas de la coca-cola.  

Se sentó contra la pared húmeda, fatigada y sudorosa pero convencida de que no se rendiría fácilmente. Intentaría repetir los ejercicios cada vez que el frío amenazaba.  

El brillo en la pared se había apagado.  

Debería pensar algo para dar señales de vida…  

Su mente a oscuras se iluminó a poco. Allí estaba Simoneta la profe de literatura, con las consignas de la tarea, en primer término, buscar en You Tube algunas de las versiones de la peli El Conde de Monte Cristo; en segundo lugar, descubrir que hay detrás de la desgraciada historia del marino Edmundo Dantés, condenado de por vida en la isla maldita.  

El efecto que le produjo el recuerdo fue ambiguo, Simoneta era una divina que se las ingeniaba para que no hiciéramos relajo en clase, pero el cautiverio de Dantés la estremeció como para sin emitir un solo sonido preguntarse:  

¿Si estaría también ella purgando y sin saberlo una injusta condena?  

 

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