tresfilos Tavares / José Luis Facello

 



Veinticinco 
 

Día sesenta y dos.               

El día se presentaba luminoso aun con las abundantes nubes bajas y dispersas hasta donde alcanzaba la vista. El sol anaranjado asomaba a un costado de la iglesia del Cerrito abrillantando de plateado la cúpula, agigantada, por sobre el elevado lugar. 

Una ilusión óptica como tantas cosas, convino para sí Tresfilos Tavares sin perder de vista el ir y venir de automóviles. 

El frío del otoño estaba presente en todas las cosas, por lo que Delia había tomado los recaudos e incluir algunas prendas de abrigo en el bolso de viaje. 

A esa hora, las siete de la mañana, el tránsito hacia el oeste fluía sin mayores contratiempos por las avenidas troncales de la ciudad. Tal el caso de Bulevar Artigas y la avenida Agraciada. 

A intervalos, conversaban animosamente con Dieguito, como lo desconcertaba haber perdido la pista para dar con el hijo de puta de Bermúdez.  

Había lloviznado a la noche y las calles tenían una pátina brillosa como el acero. 

Por lo averiguado con Andy, tenían dos certezas. Una, la serie y numeración de los billetes coincidían con la lista de dólares falsos que contenía el portafolio. Dos, la pista del tipo se perdía en un probable viaje a Brasil y la posibilidad de esfumarse entre millones de paulistas. Tenían por cierto, que Bermúdez estuvo de paso por Maldonado. 

_ ¿A dónde vamos? 

_ Cuando crucemos el puente de Santiago Vázquez que ves adelante, seguiremos por la Ruta 1 hasta el monumento a Batlle y Ordóñez; de ahí por la Ruta 2 derechito, derechito, hasta llegar a Fray Bentos para cruzar el puente que une con la Argentina. 

El sujeto tenía que estar asustado, había perdido el Portinari y solamente consiguió hacerse de un fajo de dólares falsos. No llegaría muy lejos, y si la intuición no me traicionaba, Bermúdez sólo intentaba ganar tiempo y escapar para adelante.  

Pero el tiempo le jugaba en contra con la Interpol sobre aviso… 

Probablemente el tipo tendría contactos entre las bandas de Sao Paulo, pero no mucho más, desde que a Antonina Creuza, el coleccionista Ademar Marcio Archanjo le encomendó estrechar el cerco para dar con el paradero del ladrón y los objetos de su propiedad. 

En qué cabeza cabe traicionar a un hombre fuerte, del que está a su servicio de modo incondicional las veinticuatro horas del día. 

_ ¿Falta mucho para llegar? preguntó el niño. 

El padre sonrió y le dedicó una mirada afectuosa. Dieguito lo llenaba de orgullo. 

_ Paciencia, ¿tenés sed? 

_ No. 

_ Cuando lleguemos a Mercedes vamos a parar para comer algo y desde la rambla mirar el Río Negro, a los pescadores y sus canoas. Pero para eso falta un rato ¿sabés? 

_ ¿Cuánto falta? apremió el niño. 

_ En dos horas más o menos llegamos, dijo Tresfilos observando pasar a los camiones forestales en una y otra dirección. 

Pensó en Shaira, la hija a la que Bermúdez conoció poco y nada desde que la dejó en manos de la abuela. Cuando la policía terminase de armar el historial del tipo y lo atrapasen, pendería sobre su cabeza el robo de cuadros valiosos, la tenencia de arma de guerra, mercadeo de droga, y el intento de homicidio cuando ya no pudiese negar su presencia en la tienda de Tony Hilerman. Sin olvidar, anotó el detective en sus cavilaciones, el uso de documentación y dólares falsos, los antecedentes policiales y cuentas pendientes con la ley en Brasil y Uruguay, entre vaya a saberse que imputaciones más…  

Sin un buen abogado el juicio sería severo y la condena de cumplimiento efectivo.  

El día que recuperase la libertad, la hija bien podría tener treinta años… o más. 

Lo miró a Dieguito imaginando como sería el niño a los treinta años. 

_ ¿Qué te gustaría ser cuando seas grande? se escuchó preguntar estúpidamente. 

_ Me gustaría ser policía, de la científica como mamá. 

 

Viajar no era divertido, los retorcijones del estómago y después las burbujas en la boca, me llevaban a pedirle a mi papá para bajar y vomitar en un santiamén. 

El mismo nerviosismo a cada vez que la señorita Eugenia escribía en el pizarrón sumas y restas de dos cifras, para finalmente decirnos: a trabajar sin hablar ni copiarse, tienen tiempo para entregar la hoja hasta que suene el timbre del recreo.  

Y el aviso lapidario: el que no entrega la hoja tiene un insuficiente. 

Para mí las pruebas sorpresas o los viajes largos no me resultaban divertidos, tanto que sólo se me ocurría pensar en un lugar donde parar, tomar aire fresco y vomitar. 

Encontrarnos en Argentina con mi mamá era lo imaginado, pero verla esperándonos en el hall del edificio de la policía, división Fronteras Invisibles, me emocionó de la cabeza a los pies, como dice la abuela. 

Doris parecía una actriz de la tele. Mi mamá tenía el pelo recogido y brillante, un portafolio con la compu portátil y el revólver invisible bajo la chaqueta.  

Corrí a su encuentro y la abracé con todo el amor de un niño de siete años. 

Se besaron con papá y caminamos los tres juntos tomados de la mano. 

No hizo falta que pidiera nada, porque después de ocho horas de viaje no cabía otro plan, que, al fin parar a descansar.  

Y eso hicimos a invitación de ella en un Burger King. 

Verlos a ellos dos juntos daba a lo que nos rodeaba un toque mágico, a colores de acuarela, hasta las palabras y las risas, sonaban a música que se colaba entre los ficus y las mesas del salón.  

La hamburguesa y las papitas con queso estaban buenísimas. 

Después caminamos hasta llegar a una plaza, para vivir la aventura extrema de trepar a los troncos retorcidos de árboles gigantescos, y detenerme a veces, cegado por el brillo de las torres vidriadas o aturdido por las sirenas de los patrulleros, a observar a mis padres sentados al solcito del otoño. 

Entre el follaje tupido como una selva, los vi dándose un beso apasionado, cuando la rama a la que había trepado se rompió bajo mis pies y caía a un abismo. 

Me desperté sobresaltado, pero sonreí cuando los vi durmiendo en la cama grande. 

  

El apartamento de Doris estaba en una callecita cortada y solitaria, de las que suelen encontrarse o motivo para perderse, en las cercanías de las vías o los grandes parques urbanos que rompen con la cuadrícula perfecta de los arquitectos. Lugares exóticos capaces de perturbar las indicaciones de los GPS, para fastidio de los taxistas o las guías de tours turísticos.  

Desde el balcón del noveno piso podían observarse las copas de los árboles y los edificios en una precaria tensión ambiental, el sol era tapado donde antes no y la lluvia inundaba lugares inimaginables… 

El niño, rendido por el cansancio dormía en el sillón doble.  

Afuera atardecía y la brisa del norte preanunciaba lluvias. 

_ Tres, lo más razonable es que se queden y viajen mañana frescos y descansados, dijo Doris mientras agregaba hielo a dos vasos de vodka con limón.  

_ No queremos molestar, se excusó Tresfilos.   

Hicieron un brindis por el reencuentro de los tres. 

Y la promesa de encontrarse en las vacaciones de invierno en un lugar a elección como en los viejos tiempos, Colonia o Atlántida o las termas del Arapey. 

_ ¿Cómo están las cosas por allá? preguntó la mujer en clave de policía. 

_ Bueno, adaptándonos al nuevo mundo de la inseguridad, que al parecer de los expertos, es como se perfilan las ciudades de alta densidad humana y fracturas evidentes.  

No tenemos guerras, pero se perciben los desastres de la guerra. 

_ No hay guerras declaradas, dijo la mujer saboreando el vodka, porque las que sí existen quedan tapadas por aludes de información superpuesta y contradictoria, porque todo indica que de la información sólo importan los rumores y la manipulación.  

_ Es un mal de época, comentó el hombre con un dejo de resignación. 

_ ¡Y cómo! En algunos barrios de Buenos Aires o Rosario a cada madrugada se recogen los cadáveres, en su mayoría de jóvenes asesinados, pero en los noticieros de la mañana solamente se menciona a uno de cada diez casos. 

_ Bueno, confirma lo real pero negado, aunque es constatable el envenenamiento del agua y la tierra… y el artificio de los alimentos, en un círculo engañoso a la medida de los negocios.  

_ Las líneas directrices globales, dijo Doris, imponen el caos de un nuevo orden. 

_ Pero ustedes cuentan con una, no sé si decir ventaja, que es la escala de los asuntos en desarrollo. Sean los daños en los barrios pobres o la propagación de las pandemias, de las protestas callejeras, del cierre de una empresa atrás de otra… Aquí salta a la vista y allá no tanto. ¿Me explico? dijo ella. 

_ Más tarde o más temprano todos bailamos la misma música… dijo el hombre.  

Y eso que tú dices es causa y efecto, más búsqueda de empleos y negocios unipersonales… y la agonía de la espera. A no quedar todos a su suerte. 

_ Sin opciones que no sea emigrar a como dé lugar, dijo Tresfilos, sin caer en cuenta que a veces las palabras duelen. 

_ No te inquietes, respondió ella, somos hijos de los que bajaron de los barcos y emigrantes en potencia. El genocidio se repite… 

El hombre admiró el cuerpo de mestiza belleza, estatura apenas media y el inocultable paso por el gimnasio que hacía de Doris una mujer juvenil, el cabello renegrido y la piel tostada con el color de los campos en otoño.   

_ Te amo, dijo ella en el abrazo, aunque ahora es demasiado tarde.  

 

De solo pensar todo lo que tengo para contarle a la señorita Eugenia salto de alegría, pero me entristezco a medida que el Wolkswagen avanza por la autopista alejándonos de mi mamá. 

Tengo para contarle a la seño del viaje en un tren eléctrico hasta la estación de Tigre, y cómo paseamos mirando el ir y venir de los lanchones cargados de maderas. 

Y también, que en vez de un día estuvimos tres en la casa de Doris. 

No lo voy a decir, pero yo los espiaba cuando los muy tontos se besaban y eso sí que me hacía muy feliz. 

 

*** 

 

Había perdido la noción de muchas cosas, imaginaba los colores, pero sólo veía matices de negros azabaches, y el frío del lugar, no sabía si atribuirlo a la llegada del invierno o a la flacura de mi desmejorado cuerpo. 

No sólo flaquezas del cuerpo, también mis pensamientos debilitados que apenas conseguían recordarme el fracaso de haber querido gritar mi existencia, prendida a unos cabellos anudados echados a volar. 

Sumergida en el silencio escuchaba chocar las goteras contra el piso, o como ahora, adivinar los pasos en la escalera, el jadeo detrás de la puerta, el clic al abrirse el candado, el roce del taper sobre el piso con la comida y el ruido de la puerta al cerrarse. 

Memoricé la última imagen nítida, real, la claridad entrando por la puerta entreabierta y una mano apoyando el taper momentos antes del retorno a las tinieblas. 

Fin de la visión, vivificante, un puente entre dos mundos...   

Me atraganté con la comida, menudos de pollo y unas cucharadas de arroz, perturbada por algo que asomaba a mi cabeza, indefinido y fuera de lugar. 

Creí responder a un acto reflejo y cerré los ojos para concentrarme en pensar o recordar algo que no encajaba en la rutina de mis noches. 

Repasé una y otra vez el lapso, lo único medible, entre una comida y otra con el afán de descubrir algo fuera de lugar. Lo único diferente radicaba en que antes del arroz con menudos el taper contenía guiso de lentejas con arroz. 

Como el coleccionista de viejos films, imaginé los fugaces recuerdos en sucesivos cuadros, les di un orden según lo visto entre una comida y otra. Prácticamente nada… 

Traté de escribir los sonidos en un pentagrama imaginario, pero fui asaltada por mis músicas favoritas que barrieron con el intento. 

El silencio bloqueó mi mente, pero aun así intenté la reconstrucción de los sonidos con la paciencia de los arqueólogos. 

Lo primero, era el roce grosero de los zapatos en la escalera acompañado del jadeo creciente, me hacía pensar en un hombre gordo y viejo, después seguía el sonido sutil del clic al destrabarse el candado, el chirrido de ratas en las bisagras anticipando por unos segundos la sucia claridad, finalmente, el rozar del plástico sobre el piso rústico.  

Retomé la pista de los sonidos a la inversa: el chirrido de la puerta al cerrarse después de retirar el bols del día anterior, el clak del candado al trabarse, las pisadas en la escalera y el jadeo decreciente.  

Después las únicas vibraciones que escuché fue el goteo del techo… 

Repasé una y otra vez los fotogramas y la banda del sonido imaginado, sin encontrar nada notable hasta que caí en cuenta de mi error. Dos sonidos, el clic y el clak referían al abrir y cerrar del candado. 

Di un respingo al descubrir que la última vez, hacía un rato no más, no había escuchado el clak característico al cerrarse el candado. 

Tastabillando me acerqué a la puerta, la empujé con mis pocas fuerzas y al fin cedió, la sangre pulsaba dentro de mí con sonido a tambores y trompetas. Me detuve cegada por la media luz, borrosa, sucia, pero que me pareció de un nuevo amanecer. 

Y sin pensarlo dos veces, escapé del infierno escaleras abajo. 

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