MARÍA FLORES Y EL SINDICATO EN EL TAMBO Invisibilizadas y explotadas / CARAS & CARETAS


Hartas de la naturalización con la que se transmiten ciertas normas y patrones culturales en el campo, las trabajadoras rurales hace rato que no se callan.

María Flores
Foto: Carlos Lebrato

Por Alfredo Percovich

María Flores nunca se calló nada porque no para de hablar nunca. Respira hablando del campo, duerme pensando en la tierra, en las vacas y terneras y en los derechos de las trabajadoras. Con su sonrisa abrazadora, persuade y logra hacer reír al más duro de todos los hoscos. Espera tener la oportunidad de reunirse con el presidente de la República para hablar “a calzón quitado” y contarle lo poco que ganan las trabajadoras y los trabajadores en el campo y que con esos salarios no se puede vivir. Y también para decirle que los sindicatos no son “el enemigo” y que le pueden dar una mano “en un montón de cosas”.

María vive en un pueblito chiquito de poco más de cien personas. De chica su papá le enseñó a observar a las hormigas y la forma en la que trabajaban unidas, nunca solas y siempre estaban llevando algo para guardar cuando llegara el frío del invierno. Algo de eso le trata de transmitir a sus compañeras del sindicato. Les dice que ya avanzaron “un montón” en cuanto a derechos en general, pero falta muchísimo más.

“No nos ven en Montevideo, no nos ven en muchas partes, nos invisibilizan. Hay que romper prejuicios. Cuando una mujer rural es víctima de violencia, está muy sola. No tiene contención, no hay casi nadie que te escuche. La mujer que sufre no lo comparte con casi nadie y no tiene mucha forma de transmitir eso para pedir ayuda. Está el sindicato, pero hay prejuicios, siempre están los prejuicios y a mucha gente todavía le cuesta arrimarse, denunciar y pedir ayuda”.

María Flores es la presidenta del Sindicato Único de Trabajadores del Tambo y Afines (Sutta) y dirigente de la Unión Nacional de Asalariados, Trabajadores Rurales y Afines (Unatra). Para llegar a cada instancia de negociación en el Ministerio de Trabajo, tiene que viajar tres horas y media. Eso siempre y cuando no haya crecido el arroyo. El clima es determinante para posibilitar que ella pueda concurrir a las instancias de negociación colectiva. Y después de discutir y pelear por los derechos de sus pares, sabe que el retorno a casa será largo, agotador, a veces amargo. Ella dice que está acostumbrada a pelear, que sabe que la vida de cada uno es como le toca en suerte, pero se siente orgullosa de hacer algo por sus compañeras y compañeros.

El pasado 15 de octubre, en el marco del Día Internacional de las Mujeres Rurales, las trabajadoras se juntaron con productoras rurales y familiares para hablar de los temas en común. Y, para variar, hablaron de los prejuicios. De las miradas distantes y las distancias visibles. “Los prejuicios nos atraviesan a todos. Nosotras también los tenemos. Claro que no son como los que tiene mucha gente que sigue pensando que las mujeres en el campo tenemos que dedicarnos a cocinar porque para las otras cosas están los hombres. Ahora hay mujeres que manejan tractores. Pocas, pero hay”. Cuestiona que incluso desde el Estado, cuando se brinda información, se hable de trabajadores y a ellas se las masculinice al barrer. “Dicen que tenemos 98.000 trabajadores rurales así todos juntos y en la misma bolsa. Pero vas a la naranja y hay mayoría de mujeres y en muchos tambos pasa algo similar”.

Actualmente, el Sindicato Único de Trabajadores del Tambo y Afines está integrado mayoritariamente por mujeres. “Nosotras somos las que hemos ido arrimando hombres al sindicato. Y muchos han ido para poder controlarnos. El hombre cree que la mujer sigue siendo ‘su mujer’ y creen que cuando ella se va unas horas a reunirse en el sindicato piensan que en realidad se van de joda con alguien y por eso fue que muchos se fueron arrimando al sindicato para controlar y ver en qué andaban ellas. Claro, después fueron entendiendo la importancia de pelear por los derechos de todos”.

 

Injusticias

En el reciente encuentro de mujeres rurales, Flores planteó que no es justo que para acceder al seguro de desempleo en industria y comercio se exijan 120 jornales y a quienes pertenecen al sector rural, 150 jornales. “Si queremos acercar el campo a la ciudad, lo que hay que establecer es que quienes trabajamos en el campo tenemos los mismos derechos que cualquier trabajador de cualquier caja, porque también nos descuentan IRPF y todo lo mismo que a cualquier trabajador”. Otro aspecto importante que preocupa a las mujeres rurales es la enorme brecha salarial existente. “Una mujer en el campo trabaja en su tarea específica, por ejemplo, dándole de comer a cuatro personas, pero de pronto te caen varios más porque llegan tractoristas o alambradores y tenés que preparar de apuro la comida para ocho o diez personas y además mantener todo limpio. El hombre tendrá la responsabilidad del campo, pero yo de dar de comer”.

Para María, las injusticias se deben leer desde la construcción cultural histórica que ha invisibilizado a quienes trabajan en tareas de campo. “En pandemia la leche llegó a la comodidad de cada casa, la carne llegó, la naranja llegó, porque atrás de eso hay gente que trabaja, hay mujeres que aunque no les paguen su salario porque Caputto se llevó la plata de vivo, ellas trabajan igual. Si el novillo engordó, es porque hay un trabajador o trabajadora en el campo que se ocupa de eso. La leche llegó a la bolsita porque alguien ordeñó esa vaca, un vaquero la arreó a las dos de la mañana para que pase a la sala de ordeñe. Lo que sucede es que damos por sentadas las cosas en esta vida como si todo fuera normal. Vamos al supermercado y creemos que todo está ahí porque es lo normal, pero no pensamos en las compañeras que levantan las naranjas sin cobrar.  Por eso digo que ahora es el tiempo en el que tenemos que hacernos visibles, juntarnos, y que entiendan que nosotras peleamos por nuestros derechos y que lo mucho o poco que podamos conseguir será por nuestra propia pelea sindical”.

 

Mirar mejor

A María le preocupan muchas cosas. El tiempo y las distancias, por ejemplo. “Cuando una mujer necesita algo, porque es víctima de violencia o por lo que sea, se preguntan muy a la ligera por qué no le pidió ayuda a la vecina. Es que acá la vecina más cercana capaz que la tenés a cinco kilómetros de donde vivís. No es fácil. Allá ustedes dicen voy a hablar con el vecino de al lado y le hablan de ventana a ventana o golpean la puerta de al lado”. Lo mismo sucede con el tiempo. María dice que allá todo lleva su tiempo. Y es tan suyo como propio ese tiempo distinto al de las ciudades o capitales. “Hace poco una socióloga me pidió para cambiar para el día siguiente una reunión que teníamos marcada, sin darse cuenta de que ese cambio tenía cientos de kilómetros de ida y vuelta para mí, más la plata del traslado y la ausencia de mi trabajo y mi casa. Y esto no es que me pasa solo a mí, esto le pasa a María y a Esther y a Evangelina y a todas”.

 

Inspecciones y controles

Si bien en los últimos años se han logrado conquistas sindicales, como la ley Nº 18.441, que regula la jornada laboral y el régimen de descanso en el sector rural, desde la Unatra se insiste en la necesidad de repensar los mecanismos de inspección y control sobre el trabajo rural. “Si alguien manda una inspección a un establecimiento determinado, por distintos incumplimientos, el patrón sabe inmediatamente que fue uno de los dos trabajadores. No hay chance. Y luego vendrá la represalia. Eso ha sucedido en muchos casos. Entonces lo que hay que hacer es lograr que las inspecciones sean territoriales, que vengan del Estado a controlar, pero una zona entera, porque así es más justo y es más seguro”.

A la hora de hablar del presidente de la República, María no cambia su tono, ni aplica filtros ni modifica nada de su forma de abordar las problemáticas del país como cuando habla con sus compañeros del sindicato, con las vecinas del almacén de Puntas de Maciel o con los representantes de la Asociación Rural.

 

María, el presidente Lacalle dice que es hombre de campo y que le preocupa la gente de campo.

¿Qué campo? No me vengas. No se puede hablar solo de los dueños del campo, hay que hablar también con los trabajadores y las trabajadoras. ¿Cuándo los trabajadores rurales fuimos convocados para algo? Tenemos que ver que de los dos lados hay campo. De los de arriba y los de abajo. Una vaca lechera Holando vale 1.500 dólares y yo estoy arreando 300. Si vamos a los números fríos, como a ellos les gusta, ¿cuánta plata le estoy cuidando al patrón noche y día?

 

¿Te gustaría hablar directamente de estos temas con el presidente de la República? ¿Qué le dirías?

Si tuviera la oportunidad de hablar con el presidente, le diría que se asesore con otra gente, que sinceramente piense si le parece que nos puede arreglar con un bidón de agua, un poco de comida y una canasta. Y que escuche a la gente. Que los sindicatos no son el enemigo malvado y le pueden dar una mano en un montón de cosas, que son gente que estudia, que se prepara; hay un Instituto [Cuesta Duarte] que trabaja todos los temas con seriedad. Si todos los uruguayos realmente ayudáramos, dejáramos de ponernos el chalequito y nos sentáramos a hablar a calzón quitado, creo que habría un montón de cosas para hacerlas pensando en los que más las necesitan. Me acuerdo de una entrevista que se le hizo a Lacalle y le preguntaron por mí y dijo: ‘No tengo el placer de conocer a la señora’. Bueno, la señora está dispuesta a conversar con usted, pero tenemos que hablar a calzón quitado, sin mentiras, sin tapujos, diciéndonos la verdad, mirándonos la cara, diciendo: ‘A vos te parece que es por este lado, pero decime ¿no será por este otro? ¿No tendremos que sentarnos, sacarnos todo eso que se llama ego, dejarlas de lado y conversar?’. Eso le diría al presidente.

 

Eres muy persuasiva.

Lo aprendí en la vida. Tuve un gran padre que me enseñó un montón de cosas. Y utilizo el humor porque creo que eso siempre ablanda a cualquiera. Una vez estuvimos sin hablarnos con mi patrón. Él estaba enojado y no me hablaba. Me dejaba escrito en un cuaderno lo que quería que hiciera en la jornada. Hasta que un día me pidió que mandara a una vaca con un toro. Y al otro día me escribió que la vaca no había sido inseminada. Y le puse en el cuaderno: ‘Disculpe, la llevé, pero si el toro no quiere, no es mi problema’. A partir de ahí volvimos a hablarnos porque no aguantó la risa.

 

“Los lobizones no existen”

María es hija de Juan Ramón y María Argentina, ambos oriundos de Paysandú. La criaron como pudieron y como supieron. “Mi mamá era muy sumisa, siempre en casa, en la limpieza, de cocinera o limpiadora de estancia, pero siempre muy sumisa”. Su papá se fue muy chico a Florida y era él quien decidía cada mudanza. También trabajaba en el campo, alambraba. “Toda la vida hemos trabajado en el tambo, mis hijos también siguen. Hemos ido rotando, porque cuando algún tambo no servía económicamente o había una propuesta mejor o porque te echaban por algún reclamo, nos íbamos”. “Yo me quejaba de cada mudanza, pero mi padre me decía que él no aguantaba bobadas”.

María siente que su padre fue un gran ejemplo para ella y su hermano, que ahora vive lejos. Juan Ramón le hablaba de las hormigas y de saber entender al otro y que cada uno tiene una visión distinta de las cosas y que eso estaba bien y había que respetarlo.

“Papá era poco cariñoso, pero cuando quería ser cariñoso, era hermoso. Los viernes era un día sagrado para nosotros porque papá de noche nos contaba historias de terror, de aparecidos, de lobizones. Eso mamá lo aprovechaba a su favor y nos decía que teníamos que limpiar bien la cocina los viernes para que papá de noche nos contara las historias de terror. El fogón era una cocina a leña enorme que la fregábamos con un ladrillo y la dejábamos reluciente y ese era el incentivo para que llegara papá de noche, desensillara, se bañara, pusiera las patas en sal y nosotros nos sentábamos ahí alrededor suyo para escuchar qué lobizón había aparecido, qué luz mala había en el medio del campo y escuchar qué era lo que iba a pasar”.

Eso mismo María lo hizo con sus hijos. Cuando eran chiquitos quedaban fascinados. Ahora que crecieron le dicen: «Andá, Mamá, siempre lo mismo vos con esas historias”. Entonces María optó por seguir contando las historias de lobizones y aparecidos cuando vienen a visitarla sus nietos, que llegan felices de la vida a la casa de la Iaia a escuchar las historias y a comer el puchero del abuelo Ebelio, que parece que hace unos pucheros que tienen de todo y a los que no les falta nada. “Nos metemos todos debajo de una sábana, les pongo voces de misterio y empiezo a contarles las historias hasta que en algún momento mis nietos me dicen: ‘Pero Iaia, ¡los lobizones no existen!’”.

 

“El sindicato o yo”

Nosotros somos muy familieros. Mi ausencia en casa por la militancia siempre fue todo un tema. «Mamá no está, está en una reunión sindical, está en el ministerio, se fue para Montevideo, se fue para Florida». Nunca me voy a olvidar una vez que llegué tarde a casa y estaba mi marido sentado a la orilla de la cama y me dijo: «El sindicato o yo». Le dije que en el sindicato éramos muchos y que parte de aceptarme y de amarme es entender que soy así. Él fue sindicalista, fue dirigente en el interior, sabe de salidas largas y noches perdidas. Por eso me entendió. Y la única vez que lo vi más que preocupado por mí, diría hasta asustado en serio fue cuando tuvimos un tema complejo con un empresario muy importante y una camioneta casi me pasa por arriba. Fue la única vez que lo vi muy asustado. Y también cuando me amenazaron y me dijeron que sabían dónde estaban mis hijos. Ahí nos asustamos mucho los dos. Pero, aparte de eso, lo lleva bien. Cuando me ve muy agobiada, si es invierno, prende el fuego y apronta el mate igual a las dos de la mañana. Y nos sentamos a conversar. A veces me hace un té de manzanilla y charlamos largo y tendido. “Te necesitamos en casa”, me dice. Y yo sé que es así, pero hay que salir a pelar. Sin descuidar la familia, pero hay que salir a pelear por los trabajadores y las trabajadoras. Es parte de mi vida.

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