Parámetros y paradigmas / Marcelo Figueras / El Cohete a la Luna.

 



¿Por dónde pasa la Historia con hache mayúscula de nuestros días? Revisar hechos consumados y sacar conclusiones es relativamente fácil, lo arduo es distinguir cuáles son las tensiones centrales del tiempo en curso — las luchas de hoy que están alumbrando el mañana. En teoría, no sería fácil hacerlo. Pero yo creo que se puede. Tal vez porque tuve una suerte de locos y me fue dado ver la Historia viva cara a cara: tomé té con Paul McCartney, hablé de Eva con Madonna, de Torre Nilsson con Scorsese, de Boca Juniors con Daniel Day Lewis, trabajé con el periodista más formidable de mi tiempo, hice reír a Cristina, intercambié —e intercambio todavía— figuritas con el Indio, cubrí la segunda Intifada en el año 2000, charlé con Favio en esa toldería que había armado en un departamento del Centro, lo oí a Charly cantando Afterglow para mí solo, conversé con Arthur Miller y tuve la delicadeza de no hablarle de Marilyn. A veces me siento un Forrest Gump criollo. (Y no, no me molesta compararme con un personaje cuya cabeza funcionaba distinto, porque coincido con su madre en eso de que estúpido es aquel que hace cosas estúpidas, y este no sería el caso.)

La naturaleza de nuestro país nos convierte a todos en Forrest Gumps. Esto no es la Suiza que en quinientos años de paz y amor fraterno no creó nada a excepción del rejoj cucú. Como en la broma que Harry Lime (Orson Welles) dice en El tercer hombre, estamos más cerca de ser la Italia que bajo el poder de los Borgias tuvo guerra, terror y crímenes, pero al mismo tiempo permitió que se desarrollasen Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. El dramatismo de la cosa pública en Argentina —yo no recuerdo un año tranquilo, ¿ustedes sí?— nos reveló que todos desempeñamos un rol en la Historia, y no en los papeles sino en los hechos. ¿A cuántas marchas que cambiaron el curso de la cosa han asistido en sus vidas? Por eso mismo —porque nos consta que en tantas oportunidades hemos escrito historia con el cuerpo—, deberíamos hacer el esfuerzo de entender qué está pasando por detrás de los fuegos artificiales que hoy hacen estallar los medios y las redes. Porque de esa comprensión depende, en buena medida, el lugar donde terminaremos ubicándonos respecto de la mecha. Es así como lo dijo Rosa Luxemburgo: «Aquellos que no se mueven, no perciben sus cadenas».

 

 

Chicago, 1968.

 

 

Néstor y Cristina nos reconciliaron con la política y menos mal que lo hicieron, porque toda intervención sobre la vida pública con intención de mejorarla es, por definición, política. Pero tengo la sensación de que este tiempo está sugiriendo —a pesar de hechos auspiciosos, como el resultado de las elecciones bolivianas— que sin la política tradicional no se puede, pero con la política tradicional no alcanza.

Me pregunto si Rubin y Hoffman no percibieron algo tan importante que lo recordaban aun cuando se había disipado el efecto de las drogas. Porque aun si perfeccionamos el instrumento político, si lo tuneamos de modo que humille a la versión más moderna del iPhone, seguirá siendo tan bueno como la mano que lo empuña. Y si algo revela hoy el uso de las redes es que existe gente en franca rebelión contra la idea de la evolución, de la iluminación, de todo aquello que signifique esfuerzo para elevarse por encima de las propias limitaciones. Por el contrario, asistimos a un movimiento planetario de corte informal de gente que defiende su derecho a no aprender nada nuevo, a chapalear en su propia mierda, a ser mezquina y cruel, a expresar sus fobias como si fuesen ideales y a cagarse en el futuro. Si esa población se multiplica, la política que practique, por moderna que sea la tecnología que la vehiculice, será un instrumento fascista.

 

 

Chicago, 1968.

 

 

Estoy lejos de ser experto en estas cosas. Pero sospecho que la política partidaria haría bien en alentar aún más —y en abrirse a— las causas que desbordan los instrumentos con que contamos en materia institucional, de modo de permitirnos salir del laberinto por arriba. Por ejemplo el rescate de nuestro planeta / bomba de tiempo, por encima de los problemas nacionales. La nivelación entre géneros, de modo de eliminar las diferencias artificiales. La proscripción de las discriminaciones de raíz racial. El cuestionamiento de la entelequia moneda como patrón medida de todo lo que vale en este mundo. (No me digan que es imposible dar con una idea superadora.) Para que más gente abrace estas causas y se sume a acciones nuevas, habría que (in)formarla. No existe cambio profundo —no existirá revolución cultural— sin una educación que prepare el terreno. Si se fijan, Néstor y Cristina lo estaban diciendo ya en mayo de 2003, y no sólo cuando reclamaban un «cambio cultural y moral»: «En este nuevo milenio, superando el pasado, el éxito de las políticas deberá medirse bajo otros parámetros en orden a nuevos paradigmas».

Hay que ayudar a que la Historia deje de hablar sólo de guerras y de muertos, de números y de pestes, para convertirse en el género literario que cuenta el lento pero persistente camino de la especie hacia la felicidad.

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