Tresfilos Tavares 29 / José Luis Facello

 


Veintinueve
 

Día sesenta y nueve. 

La estrecha oficina del comisario no tenía ventanas y a duras penas lograba cierta privacidad gracias a las cortinas americanas, normalmente entreabiertas de lado al pasillo.  

El comisario no quería entrometidos y cerró las persianas a espaldas del otro.  

La luz cenital acentuaba un dejo lúgubre sobre el escritorio, los archivadores metálicos y la computadora portátil. La alfombra de tejido sintético fue en un lejano tiempo de color gris perlado, pero el ir y venir a paso cansino la fue impregnando de un matiz gris ratón.  

Los funcionarios optaban por no mirar el suelo que reverberaba el aspecto artificial e inhóspito del lugar donde transcurría el mayor tiempo de las jornadas. Los pasillos se repetían y las oficinas más grandes o chicas eran todas semejantes, colgado a un tabique una lámina enmarcada del jefe de los orientales, una bandera de la patria, las luces blanquicientas, las cortinas y las alfombras desgastadas.  

El rostro de Félix Cartagena no escapaba al espectro. El pelo canoso ceñido por el gel, los ojos vivaces asediados por las ojeras, barba rala al uso y el humo del cigarrillo sobre la cara le daba el carácter de un personaje de película en blanco y negro.  

Enfrente, Nicandro Figari disimulaba el dolor en la espalda apretando los dientes. 

El comisario sabía que no tenía demasiado para inculpar al otro, salvo que violara las reglas como plantar pruebas o recabar testimonios falsos, que para el caso no hacía falta porque según las respuestas salía o se quedaba en una celda. Recordaba cuando años atrás, por averiguación de antecedentes se podía retener a una persona un día, dos días o lo que hiciese falta; ahora la despiadada tecnología daba la data de los individuos, de la condición que fuese, chetos o planchas, en cuestión de segundos.  

Percibía con desgano que la fuerza policial a la que dedicó treinta años de su vida, se transformó de un equipo de personas al servicio de la sociedad en un conglomerado competitivo y meritocrático, donde la mayoría de los funcionarios proceden obsecuentes a las instrucciones del ministro y a los dictados, exudando azufre, de los jueces.  

En medio el dios dinero. 

Él no era una persona principista, apenas demócrata y formalmente católico, con esposa y una hija, pocos amigos, lo que se dice un tipo común… Pero con la capacidad de percibir en las calles un sinnúmero de factores que, en unas pocas décadas, habían logrado trastocar todo sin tocar la estructura del destartalado edificio.  

Cambiar para mal, en el país y en el mundo, pensó Cartagena en una nube de sombras. 

Lo miró a Nicandro Figari y se preguntó quién sería en realidad ese muchacho, si discerniría como para entender el embrollo entre los acontecimientos y los relatos.  

Menos advertir, más allá de lo genérico, a los dueños del poder en serio.  

¡Já! otro joven afectado por el ilusionismo de los progresistas… 

El pasillo de los espejos y la confusión. Recordaba que a las preguntas de Jessica Buendía había respondido con el cinismo con que ella acostumbraba a abordar los temas, de modo pintoresco y amigable lo que para muchos televidentes son vivencias dolorosas, pero a la vez, se regocijan a menudo en el dolor ajeno. 

El comisario encendió un cigarrillo y convidó al muchacho que cayó en la redada.  

Esta vez el azar le jugó en contra, fue él como podía haber sido cualquier otro. 

Nicandro Figari se limitó a decir que no fumaba, mientras el dolor del apaleamiento punzaba la espalda y los riñones. Probó a respirar por la boca hasta sentir un poco de alivio como para reordenar su atontada cabeza. 

El comisario miró el monitor con desgano constatando que el muchacho no tenía antecedentes de relevancia. Expulsado del liceo por destratar en el aula a la profesora de artes plásticas y visuales; secundando al padre en el mantenimiento de jardines en los chalets al otro lado de la avenida Italia. Por las noches, era de los sujetos jóvenes que acumulaban denuncias al 911 por deambular en el barrio, o reunirse a tocar los tamboriles a los fondos de las canchas y los potreros. Juntarse a beber cervezas y fumar cannabis con o sin legalización. 

Contra el muchacho no constaban denuncias por rapiñas, ni acoso a mujer alguna, ni riñas en la vía pública. Tenía una novia que lo acompañaba en las andanzas nocturnas. 

El teléfono móvil de Figari estaba limpio.  

Un botija del común, lo que se dice uno entre miles de giles, concluyó el comisario mientras cerraba el archivo virtual. 

Lo miró al trasfondo de la angustia pintada en los ojos y fue al grano. 

_ Una pregunta y una respuesta, te vas por esa puerta o pasás la noche en el calabozo. 

¿De dónde salieron las cajas de aerosoles? atropelló el comisario presuponiendo la prueba de un acto ilícito. 

La pregunta confundió al grafitero.  

Había visto a la policía cercando el barrio para interrogar a los vecinos, detenido personas al voleo, las redes vociferando suciedades y ahora el maldito tipo preguntaba cómo consiguieron los aerosoles… 

_ Acordamos un trueque, pintura por guiar en el barrio a la gente empecinada en dar con Valeria, la muchacha que nadie encuentra por ningún lado… 

Félix Cartagena titubeó un instante y extravió la mirada en la alfombra gastada, quizá recordando los campos ocres del otoño y las bandadas de pájaros migrando al norte.  

Quizá, pensó por primera vez, es la hora de jubilarse y decidirse a empezar a vivir lo postergado… 

El comisario estaba cansado, al borde del estrés y con la mente a la deriva.  

Nicandro Figari aprovechó para insistir con su verdad.   

_ Hacemos arte callejero sin jorobar a nadie, las paredes y los aerosoles son nuestro material de trabajo. Nuestro arte no cotiza para los pequeños burgueses… 

_ Andate botija y cuida las amistades, dijo el comisario temiendo arrepentirse. 

Cartagena pulsó una tecla del intercomunicador y llamó al asistente con la expresa indicación de acompañar al demorado hasta la puerta de calle. 

 

Sebastiào Manoel de Abreu desde hacía unos días se mantenía imperturbable en el Ilha de Madeira, aguardando la autorización de la prefectura para zarpar de Piriápolis de una buena vez. 

Poco después del amanecer, cuando las embarcaciones de los pescadores ya se habían hecho a la mar, llegó desde Montevideo el comisario con su gente.  

Eso de alguna manera altera mis nervios, de por sí tensos a causa de la solitaria e interminable espera que disipaba entre copas y cálculos propios de las circunstancias. 

En cuestión de una hora, tres buzos merodeaban el fondo adyacente al velero y los pilotes del muelle, buscando algo que me incriminara en la muerte de Adào.  

Caminé dos pasos delante del comisario y bajamos a la cabina de estar.  

El comisario Cartagena pretendía amedrentarme haciendo las preguntas del manual. ¿Si había tenido alguna noticia de Nina? ¿Cuándo había visto a Adào por última vez? ¿Quiénes eran los amigos en Punta? 

El policía observaba las pinturas marinas pendientes de los mamparos y después de preguntar sí podía, abría los muebles, al parecer más que por investigar, por la curiosidad que le provocaban las bisagras y los cierres aptos para soportar el zarandeo de las embarcaciones en mar picada. 

¿Puedo? preguntó el comisario Cartagena, y pasó a tomar nota de cada pintura en particular, lo que ignoraba lo preguntaba.  

¿Quién era Turner el del pequeño óleo lavado? ¿Cuánto podía valer uno de esos en el mercado de arte? Sólo por preguntar, se excusó sin vergüenza alguna.   

Un policía no tiene ahorros para darse semejantes lujos, remató el infeliz.  

Típico comentario de un sujeto dominado por el rencor clasista, pensé desganado por la pérdida de tiempo y la circunstancia que no iba para adelante ni atrás. Es más, que me eximía de cualquier sospecha de un acto criminal. 

Después el tipo observó las pipas ordenadas en semicírculo y la lata de tabaco Samuel Gatwith, curioseó en la caja de madera con la brújula acimutal del siglo XIX y finalmente, recorrió con la mirada los escudos y fotografías con temas marinos y navales. 

Interesantes fotografías, dijo el tipo con las manos en los bolsillos del sobretodo gastado y calzando borceguíes negros, sin medias.  

Nunca habría imaginado que al Ilha de Madeira lo abordase un sujeto tan ordinario. 

Esa serie de desnudos y del mar que ve en la esquina fueron tomados por Nina, dije como forma de hostigarlo en su ignorancia. 

Interesante, se limitó a decir el policía. 

Miré el reloj y calculé que habían pasado casi tres horas de iniciarse la inspección. 

Desde el muelle se escucharon voces llamando al comisario, con mis nervios a punto de estallar seguí tras los pasos del comisario. 

Un instante después, los buzos informaron de los resultados negativos. El rastreo del lecho marino fue otra pérdida de tiempo.  

El comisario maldijo por lo bajo recordándome que si quería regresar a mi país pidiera ayuda diplomática, porque seguía siendo el principal sospechoso de cometer el crimen de Adào. 

Después el tipo subió al automóvil y el sargento aceleró.  

Se van con las manos vacías, dije sin poder disimular una sonrisa mientras encendía la pipa. 

 

<Mañana a las 9 en el Bar Chicago> leyó en su móvil Jacinto Panzeri. 

Al día siguiente, Cartagena entró al bar, observó el local vacío, saludó al tipo del mostrador y fue directamente al baño cuando escuchó los gritos.  

Sacó el seguro de la pistola y abrió la puerta, un sujeto caucásico de metro ochenta aferraba con una mano el cuello del muchacho, mientras con la otra le revisaba los bolsillos. La sangre manchaba las ropas y la cara acusaba el castigo de la víctima. 

_ Las manos en la cabeza, dijo Cartagena, clavando el caño del arma en los riñones del sujeto, sin otra razón de proceder porque tres tipos en el baño de un bar resultaba una maniobra imposible. Neutralizó al tipo abrazándolo del cuello y punzando la pistola como una advertencia mientras retrocedían unos pasos, cerró en la muñeca del sujeto una esposa y la otra a un caño de la barra. El otro sentado en el mugroso piso resoplaba bajo los efectos de la golpiza.  

Al entrar al bar, Panzeri advirtió algo fuera de lugar, un tipo esposado y el otro desfalleciente en una silla. Sacó el arma observando al mozo, indiferente detrás del mostrador, encaminó sus pasos al baño entreabierto, mirando de refilón a los costados y cuando encaró entrar, Cartagena ya salía. 

_ El baño está limpio, adelantó el comisario al advertir el apoyo de Panzeri.  

Explica corto y claro qué carajo fue lo que pasó. 

_ … 

_ Elegí hablar ahora o en la comisaría, lo intimó Cartagena al fin de una jornada agitada. 

Al regresar de la malograda búsqueda en Piríapolis no había tenido tiempo ni siquiera para ducharse y comer alguna cosa.  

_ No pasó nada… le pagué lo que me pidió, pero el muy marica no me la quiso mamar. 

Cartagena estaba cansado, caviló un par de minutos bajo la mirada de los otros, después le quitó las esposas mientras hablaba. 

_ Hacete cargo, llevalo a la guardia del Pasteur y declara que lo encontraste tirado en cualquier esquina.  

Haces otra gilada y te mando a buscar con la patrulla a donde sea.  

El mozo trajo dos vasos, un bol con hielo y una botella de whisky escocés que dejó en la mesa. Después quejándose de su puta suerte, encaró de mala gana la limpieza del baño. 

Los dos hombres se miraron imaginando el absurdo al invertir los roles. 

Félix Cartagena, con los pies descalzos sobre una silla tomaba mate en su primer día de retiro; Jacinto Panzeri, soñando que los mandos superiores reclamaban su presencia activa en las filas de I.P.  

Se sirvieron otros dos scoch considerando que ese día estaba perdido. 

_ Recibí su mensaje, dijo Panzeri abusando de la obviedad. 

_ Sí claro, respondió Cartagena mientras recapitulaba la agenda.   

Dos hombres se asomaron a la puerta del Chicago, cruzaron miradas con el mozo y de inmediato se fueron como llegaron.  

_ Otros dos que buscan un baño, dijo Panzeri. 

_ Buscar algo y arrepentirse, dijo Cartagena. 

 

*** 

 

El hombre se había esmerado a la hora de elegir la corbata, rayas diagonales azules y negras a sugerencia de la detective Jamila del Campo, hincha fanática de Liverpool. Camisa blanca y traje azul casi negro, completaban el atuendo del sujeto frente al espejo. 

Félix Cartagena lucía otro.  

Encendió un cigarrillo tratando de distenderse después de la tensión que causaban los casos sin resolver, y constatar que la violencia como una visita indeseable golpeaba a la puerta. No ya, del crimen organizado sino de la vida misma. 

La presión de la prensa, el comisario mayor Raimundo del Corral su jefe y los llamados del señor ministro dando instrucciones, se complementaban como las piezas de un fino mecanismo de relojería. Demandando a él en persona y a los muchachos de I.P. más acción y respuestas positivas en nombre de la justicia, del aprovechamiento de los recursos humanos y por la eterna vigencia de la bonhomía de los orientales. 

Semejando a un virus desconocido se sucedían inscripciones y tachaduras en las puertas de los baños públicos: FUNCIONARIOS NO OS DURMAIS EN LOS LAURELES.  

Como a una persona afiebrada sin síntomas a la vista, se sentía el malestar social en el aire, pero los asesores del ministro negaban cualquier anomalía… 

El automóvil estacionó junto a la vereda. Cartagena le ordenó al sargento Sosa que aguardara y entró mejor dispuesto al estudio 4 desde donde emitían El desatino de la brújula. 

En minutos fue maquillado por manos experimentadas y después lo recibieron con aplausos, como indicaba el cartel en mano de un muchacho de aspecto esmirriado. 

La Buendía lo saludó con formal simpatía y lo invitó a sentarse en un sillón tapizado. 

Una entrevista y dos personas.  

Sin expertos del medio ambiente ni historiadores, sin la opinión de ex embajadores ni opinólogos sobre leyes o vicios sociales.  

La diva del noticiero de las nueve fue de inmediato al punto. 

_ Comisario Félix Cartagena, bienvenido. 

_ Gracias. 

_ Después de cuarenta y ocho días del hallazgo de la joven Lieke Haak  en el basural de Oncativo, deseamos escuchar de usted lo que hasta ahora son rumores y trascendidos. 

¿Capturaron al asesino de la bióloga holandesa?  

El zócalo, rasante como la ráfaga de una ametralladora en su trípode disparó: 

CERCAN AL CHACAL – CERCAN AL CHACAL – CERCAN AL CHACAL… 

_ Efectivamente, dijo el comisario superada la inquietud previa al momento de entrar en acción, mientras de reojo miró el zócalo del monitor y acomodó el nudo de la corbata negriazul.  

_ Queremos saber la verdad comisario, dijo la Buendía a modo de sacar detalles y precisiones que se repetirían hasta el día siguiente en el noticiero de las nueve. 

_ Las investigaciones de I.P. más el azar que esta vez jugó a nuestro favor. 

_ Explíquese por favor, dijo ella haciendo un simpático mohín en primer plano. 

_ Aunque la noticia del caso de la holandesa desapareció de los medios, un agente policial ajeno al caso, pero memorioso, entre las habituales ofertas de la feria de Piedras Blancas, erizos como mascotas, desusados relojes de agujas o las brochettes de mondiola al paso, encontró después de mucho una mesa cubierta de cámaras fotográficas. 

El zócalo cambió a: 

EL ASESINO DE PIEDRAS BLANCAS – EL ASESINO DE PIEDRAS BLANCAS… 

_ El agente, continuó Cartagena, vio entre pequeñas Kodak y desusadas Polaroid, entre filtros y zooms, una cámara Canon 5d Marck IV dando poco crédito a lo que veía. Estaba nueva, sin estuche y pidió permiso al vendedor para observarla mejor. Miró en detalle la lente, el alma de la cosa, impecable; salvo la capa de polvo y una pequeña mancha.  

_ Sorry pero temo que la audiencia se haya perdido algo, dijo la Buendía temiendo que las palabras del comisario fueran en dirección inentendible. 

¿Puede ser más explícito? 

_ Es mi única intención, dijo Cartagena con incipiente cinismo. 

El agente pagó por la Canon un precio infame sin sospechar que daba comienzo al fin del caso de la malograda extranjera, Lieke Haak. 

Pero, ya en su domicilio, al quitar la pátina de polvo quedó a la vista que la mancha era una entre otras de una salpicadura y de pronto vino a su mente el caso del basural y la fotógrafa de pájaros. Inmediatamente el agente se puso en contacto con nosotros, evaluamos la posibilidad de que las manchas fueran sangre y perteneciese a la muchacha holandesa. Recurrimos de inmediato a las pruebas de ADN. El resultado dio positivo. 

El zócalo fue de inmediato alterado. 

LA CANON LO DELATA – LA CANON LO DELATA… 

Con la identificación de las huellas de Lieke Haak, del feriante de Piedras Blancas, y del agente Somero Goncalves, fue aislada la marca del asesino. 

Una huella dactilar casi perfecta, impresa en la lente de la cámara.  

_ ¡Por favor! Continúe, aunque la angustia nos atraviese. 

_ Lo demás fue cuestión de tiempo hasta atrapar al sujeto que se cobró una vida inocente.  

El asesino, trece años, I.W.S. abandonó la escuela a los nueve y tiene los antecedentes de ser un botija incorregible y pendenciero. El mayor de cuatro hermanos que se las arreglan cada cual a su modo… Viven sin nadie más que la bisabuela de noventa años. 

El sujeto confesó, que guio a Lieke Haak por las sinuosidades del basural de Oncativo ha pedido de ella. La desprevenida muchacha le pagó veinte dólares a su asesino para poder fotografiar a las aves de los bañados montevideanos, sin advertir el peligro. 

Dijo que la degolló con un vidrio, robó sus pertenencias menos el teléfono y escapó. 

En efecto, lo encontramos durmiendo en una casilla a unas pocas cuadras del lugar. 

Dice no recordar ni menos saber por qué la mató. 

Otra vez el zócalo decía lo suyo: 

APRESAN A LA BESTIA – APRESAN A LA BESTIA… 

_ Comisario Félix Cartagena, gracias por tener hombres de su valía. 

Los jueces tienen la palabra… dijo la Buendía dando fin a la entrevista.  

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