Tresfilos Tavares 30 / José Luis Facello

 



Treinta
 

Día setenta. 

El detective encaró el nuevo día con ganas desusadas. 

Una afeitada y encender el primer cigarrillo. 

Bebió un café y no olvidó llevar antes de salir, la correa de los perros y el revólver corto. El reloj de la cocina señalaba las seis y cuarto.  

Afuera, los sonidos de la noche. 

Malevo lo precedía unos cuantos metros imponiéndole un trote parejo, como para que la presión arterial de Tavares, el calentamiento de las piernas y la forzada respiración confluyesen a un ritmo, por momentos, sofocante. 

El viento marino le tajeaba el rostro y la bruma daba grises de tono variado en todo a su paso, grises la rambla y el perro, arena y olas agrisadas, el telón del cielo gris.  

Se sentía doblemente reconfortado, al anochecer del día siguiente iría hacia Antonina Creuza. El lugar de encuentro, un automóvil de alquiler no hacía otra cosa que reforzar sus dudas sobre la persistencia de ella en borrar las huellas a su paso.   

Los meteóricos viajes a Montevideo, y Bermúdez un ladrón a su servicio dispuesto a matar, la envolvía en un misterioso velo; las ausencias temporarias de la mujer y estar en los lugares equivocados, la convertían según la opinión de Panzeri, en sospechosa de cometer cualquier ilícito. Temperamento y agallas le sobraban.  

De su parte, él disfrutaba el momento de soledad, se sentía cómodo empapándose del paisaje grisáceo, perforado por las luces de los coches que a su paso por la rambla renovaban el siseo de los neumáticos mojados. Una sensación tan agradable como inexplicable que lo incitaba a pensar, a reordenar asuntos, a revisar supuestos y presupuestos. 

Las palabras embriagadoras de la Creuza, eu preciso falar com voce, resonaban en sus oídos con el eco que advertía sobre lo que ella no decía, las intenciones ocultas de eventos no narrados, de situaciones tan imprevistas como peligrosas. 

Recordaba la presencia descollante de Antonina Creuza el día que se presentó solicitando los servicios de T.B.&P. La cadencia de la voz denotaba el dominio de sí misma y la confianza en él. Ella, anticipaba como un hecho, localizar al ladronzuelo de Lalo Bermúdez, recuperar los cuadros y ajustar las diferencias de asuntos que el detective prefería ignorar.  

En eso cavilaba mientras bajaban por las escaleras a la playa, el perro por su lado y el tratando de ordenar las piezas de un juego donde la norma era violar las reglas. 

La playa desierta mostraba las postales del otoño, un solitario rastreando en la rompiente las señales de su destino, la arena volando rasante a merced del ventarrón y el revuelo de plásticos simulando a bandadas de gaviotas.  

Caminó con la libertad propiciada por el áspero lugar y el susurro persistente del viento que condenaba al aislamiento. El perro era una figura mal trazada, esfumado entre la bruma matinal. El sol, apenas un navegante omnipresente.  

¿Qué sentido tenía el encuentro con Creuza en un automóvil de alquiler? Sino evitar un lugar fijo como para evadir el ojo de las cámaras y el rastreo de la policía.  

¿Quién la protegía como para garantizar un lugar seguro, inviolable como una embajada? Una vez que la fiesta punta esteña acabó y ella se esfumó como por arte de magia, con pases de whisky y cocaína, como afirman los testigos citados por el comisario Cartagena.  

¿Cuál sería la versión de Creuza en torno a las sospechas de asesinato sobre su persona? Se lo preguntaría a la primera oportunidad, porque él, Tresfilos Tavares quedaba vinculado a la mujer por el contrato firmado con T.B.&P. y la mierda de fotografía de ellos dos abrazados junto al Portanari recuperado.   

Tavares se fastidió por olvidar los cigarrillos.  

También, el detective se dejó llevar en sus cavilaciones, la fatal mujer debería responder a riesgo de quedar involucrada, sino por el crimen de Adào por complicidad. 

¿Qué había ocurrido realmente para que uno de sus amigos brasileños, un tipo joven, adinerado y de vida regalada, terminase asesinado?  

Se detuvo para chiflar al perro en algún lugar más allá del banco de niebla. 

¿Un tipo con treinta años de mantener una relación sentimental, por diferente que fuese, caería como una víctima más de los celos? 

Todo resultaba borroso. 

¿Qué hizo ella durante las horas de la fiesta, último lugar donde Creuza y Adào fueron vistos juntos hasta el hallazgo del cadáver en la costa del Buceo? 

De las respuestas de la mujer pendía en gran medida conocer la verdad, tanto como para demostrar su inocencia, los reales motivos del crimen y la identidad del asesino.  

A partir de algunas confidencias hechas a Panzeri, el comisario Cartagena dejó entrever que la pesquisa llevó a considerar un tercer sospechoso a partir de considerar una nueva escena del crimen. 

Panzeri fue al grano por los dichos de Cartagena. Al anochecer del día de la fiesta  un pescador de la flotilla habría visto cruzar un gomón con un pequeño bote de tiro, de los que usan los niños aprendices en la práctica de la vela en las aguas de la Mansa. Iban en dirección al velero con dos personas, uno piloteando la embarcación y el otro bajo los efectos del sueño o la borrachera de la cocaína.  

¿A si había visto a alguien en el bote a remolque? el pescador aseguró que no iba persona alguna, estaba muy seguro. Dijo tener cuarenta y siete años, pero contar con buena vista gracias a Dios, tanto que no tiraba la plata en doctores ni oculistas. 

¿A si recordaba algo raro? fue terminante al contestar: lo común para un viaje de pocos minutos, el bote llevaba los remos y la soga que lo unía al gomón. 

En efecto, había dicho el hombre al sargento Sosa, podía jurar que en el gomón que pasó a estribor de su lancha “La bonita”, viajaban dos personas y ninguna era mujer. 

Panzeri no descartaba nada de lo conversado con Cartagena, pero desataba algunas hipótesis del manojo de posibilidades, como preguntarse si el dormido supuestamente Adào, ya para entonces era cadáver.  

La aparición de un tercer hombre resultaba perturbadora, podía ser un simple buzo que en los veranos se ganaba la vida uniendo el muelle con el fondo marino, o asignarle el papel del criminal, o un compinche del verdadero asesino.  

¿El tercer hombre se habría desecho del cadáver costa afuera, aprovechando más allá de la isla, las corrientes marinas del Brasil? 

Si se quiere algo sencillo. Después de dirigirse al “Ilha de Madeira” en el gomón y regresar en el bote al puerto, una vez cobrado el dinero acordado por el macabro trabajo. Quizá hasta haya tenido tiempo y aceptar del timonel un vaso de whisky del importado.  

Y de este modo agregar más confusión, decía Panzeri, a un asunto que se enredaba en sus propias intrigas a cada día que pasaba.  

Porque al preguntarle al pescador de “La bonita”, si había registrado el regreso del bote al puerto, dijo que imposible ver nada porque ya era muy entrada la noche.  

Noche sin luna, remarcó el curtido hombre de mar. 

El viento arreció a su espalda cuando el detective y Malevo emprendieron la vuelta. 

 

_ Una mujer aparece en mis sueños, dijo el comisario Cartagena. 

El sargento Filiberto Sosa le alcanzó un mate en ese preciso momento que anticipa a la madrugada, cuando parece que todo movimiento cesa en las calles, que prolonga el regocijo de los amantes o da un resuello a los tipos como ellos, enfrascados en las rutinas de la oficina mientras afuera cesan las emboscadas y los gritos pidiendo auxilio. 

Pero lo dicho en voz baja por su superior, lo ponía a él un subalterno, en una incómoda situación como para preguntar nada. 

¿Quién era la mujer en cuestión? rumió el sargento mientras cebaba un amargo. 

Acaso la propia mujer, la señora Jacqueline a quién tuvo la oportunidad de conocer el día que entregó en mano, una caja de chocolates suizos de parte del comisario Cartagena, su esposo. O en las contadas ocasiones que llevaba al comisario hasta su casa y la señora Jacqueline lo recibía en la puerta, saludándolo de lejos con la mano y una sonrisa de cortesía. 

 O la mujer del sueño pudiese ser la veterana detective Jamila del Campo, una oficial de cuerpo magro, fibroso tanto como su temperamento, añejada en camas de amuebladas a la que los rumores puertas adentro de Inteligencia Paralela, sindican como la amante de su jefe. 

Cebó un mate que entregó al comisario todavía sumido en el silencio. 

Durante toda la noche el comisario había estado enfrascado en sus investigaciones, revisando archivos en la computadora, fumando o masticando caramelos, anotando en la libreta con tapas de piel de tiburón, haciendo llamados telefónicos. Uno, por lo que pudo escuchar a la pasada, dirigido a un viejo conocido de I.P. en algún lugar del departamento de Rocha.  

¿La mujer de los sueños sería la brasilera, una atorranta a la que refería su jefe? 

No la conocía, salvo por comentarios del comisario y ojear las fotos de una diosa en cuerpo entero que movía al deseo. Él detestaba a los mirones, pero la Creuza llamaba a la admiración, pero porque no decirlo aunque comparar a veces jode, a cada verano nuestras mujeres de maravilla desatan pasiones en los desfiles de carnaval.  

Lo único perturbador, si es que en eso no radica precisamente la magia del carnaval, es que los disfraces, las caretas o los maquillajes despistan al observador como la perdiz de los pajonales; a las mujeres a los hombres a los homosexuales y a los niños, escondidos en un fantástico torbellino de colores, espuma y papel picado. Confunde por unas noches, a los ricos a los pobres y a los creyentes con los incrédulos, amiga a los viejos con los jóvenes en una sola movida: danzar enfervorizados hasta la llegada del embriagante amanecer que adormila a los mismísimos dioses. 

Justamente, rumiaba el sargento, algunas cosas confundían a su jefe en cuanto al disipado modo de vivir de la bellísima mujer.  Detrás de la formalidad de una tarjeta que presentaba a la brasilera como una experta en arte, se desprendía de lo investigado los aspectos retorcidos de la Creuza pero que a su jefe no tomaba por sorpresa. 

Acomodó la bombilla y cebó otro mate. 

Todo resultaba relativo en la vida de las personas.  

Los pícaros que se jactaban de la experiencia adquirida desde el momento de nacer, o los que hacían alarde de sus estudios pero desconocían la seña del ancho falso, cuando no, los jóvenes que reducían todo a decir que la cosa empieza con ellos, desde que fueron cautivados o decepcionados por el beso de una novia o el palabrerío de la Buendía.  

Recordaba haber conocido a un tal “mosquito” Garmendia, acusado reiteradamente por amenazar a su mujer y el destrato compartido y las discusiones a grito pelado que sobrevolaba los techos de los vecinos. Todo el mundo sabía cómo eran las cosas.  

Costumbre de “mosquito”, apenas entrar al calabozo del pueblo empezaba con una letanía que se repetiría sin pausa hasta que le pasara la borrachera. Entonces, cualquier subordinado lo dejaba irse, pero el eco perduraba horas en los oídos del personal policial:  

Los números mienten, las palabras duelen… las palabras duelen, los números mien… 

A ratos se dormía. 

Para el comisario Cartagena las fotografías de la Creuza no dolían ni mentían, sino que fríamente guardaban los secretos de la misteriosa mujer. 

El sargento tiró un poco de yerba al tacho y ensilló para prolongar la mateada. 

_ La mujer que aparece en mis sueños, dijo el comisario mientras sorbía la bombilla, lleva un arma bajo el abrigo.  

 

*** 

 

Las chicas al salir del liceo caminaron a la plaza, un lugar mágico si se quiere.  

La mirada vulgar no advertiría más que árboles desnudos, el enrejado con la pintura descascarada y para unos pocos, los recuerdos vacíos del lugar que fue, o a veces, la imaginación que suplía arteramente a la enmohecida memoria…  

La plaza no era por lo que se veía o imaginaba sino por cómo se la vivía, decían ellas. 

Pero la ausencia era un fantasma que susurraba al oído: no se olviden de Valeria. 

La brisa removió las hojas del piso y recordó la presencia del otoño. 

La profesora Gardenia Gamarra, remitía a lo aburridísimo que podían ser las horas de literatura y eso fue el motivo que avivó la charla en el banco de plaza. 

A la profe la tenían por buena mina, melenita rubia y menuda de cuerpo, se repetía con la ropa de modo imperdonable, y con la impronta de vieja entre el alumnado al aceptar con ligereza que había cumplido veintiocho. 

Aburridas, porque al dictar la clase la Gardenia sobrevolaba paisajes impunemente, deliraba viajando en globo o en un submarino amarillo, y cada dos por tres, provocaba a la muerte como los super agentes de Neflix. 

El solapado arribo de indómitos virus a estas playas, había reactivado temas olvidados como los desastres de la guerra y disparado a especialistas y legos, habitués en la pantalla de la CNN, con las especulaciones más grandes de la humanidad después de la pisada del hombre en la luna. 

La Gardenia no se quedó atrás en sus objetivos pedagógicos y desempolvó Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Los miserables, para situarnos ante la amenaza global. 

Apocalipsis significa 'revelación', proviene del latín apocalypsis y esta a su vez del griego, dijo la profe mientras escribía con tiza ἀποκάλυψις. 

A continuación, como un poema maldito, la Gardenia refirió a la literatura y la peste negra en los feudos del siglo XIV; a la peste española a fines de la Gran Guerra europea; y a las bombas estadounidenses en Hiroshima y Nagasaki.  

A esa altura el hastío dio paso al murmullo subversivo del alumnado, mientras la profe poseída por lecturas diabólicas evocaba un panegírico dantesco que no olvidó las matanzas de Hernán Cortés, ni los confinamientos en Siberia, el napalm en Vietnam, ni los bombardeos a Siria.  

Para parte del alumnado, otras cosas se percibieron como no dichas, ninguneadas, lo que la basura debajo de la alfombra: las tumbas clandestinas sin una flor o las cárceles de hoy atestadas de jóvenes…  

En los países europeos, la aniquiladora pandemia entre otras reacciones desesperadas y contradictorias, había despertado durante las primeras semanas de la cuarentena el interés por La peste, la asfixiante novela de Camus.  

Y las fotografías de los balcones de Madrid o Venecia y de los lectores con barbijo. 

Mientras, comentaban ellas en el banco de la plaza, que su mayor tristeza y espanto lo provocaban los setenta días sin Valeria…

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