tresfilos Tavares 32 / José Luis Facello

    


Día setenta y dos. 

Cerca de la medianoche del día anterior, el viejo comisario recibió un llamado de Tavares. De inmediato, se comunicó con el comisario Félix Cartagena.  

El malhumor de Jacinto Panzeri cedió, escuchando a Francisco Canaro y su jazz band. 

El detective había dejado planteadas dos cuestiones, la primera, una gestión para que la Creuza pudiese declarar de modo reservado ante el comisario Cartagena, a cargo del expediente “Adào Benjamim Veiga – Naúfrago del Buceo/2020”. Y la segunda, previsible para quienes conocen los hábitos de Tresfilos Tavares, avisando de que no regresaría a la oficina en los tres o cuatro días siguientes. 

Poco antes de las ocho de la mañana los dos policías entraron al Nuevo Bristol.  

Un lugar con buen café y poco concurrido que atesora cierta tranquilidad fuera de moda, había dicho Panzeri al sugerir el Bristol. Al observar el lugar, coincidieron en resaltar como una pérdida el cierre de bares tradicionales como el Sorocabana, a cambio de la proliferación en pleno centro montevideano, de antros como el Bar Chicago. 

Llamaron al mozo, en tanto, Panzeri se quitó el saco y dispuso a dar forma a la gestión pedida por Tresfilos. Un asunto delicado, considerando un crimen que involucra a extranjeros, adinerados y con costumbres disipadas. 

_ Lo pongo al tanto comisario, dijo Jacinto Panzeri evitando cualquier rodeo. 

_ Lo escucho, respondió el otro. 

Fraga saludó con parca formalidad, notando al policía detrás del hombre de traje azul.  

_ Tavares, mi socio en la agencia, recibió ayer un llamado de Antonina Creuza. 

_ La brasileña desaparecida… 

_ En efecto, la experta en arte que hace unas semanas contrató nuestros servicios, regresa ahora y dice estar dispuesta a declarar. No tiene nada que ocultar y de favor pidió nuestros buenos oficios para llegar a usted. Dice estar dispuesta a colaborar, a responder a sus preguntas, contar su propia versión y explicar la relación con los dueños del velero. 

Desea allanar el trámite y evitar, de ser posible, que la prensa filtre su nombre.  

Fraga trajo dos cafés y sendos vasos de agua. 

Cartagena, mentalmente recompuso la situación en torno al “Ilha de Madeira”.  

Tenía un occiso repatriado por la embajada a pedido de sus familiares y a partir de ahora, a los dos tripulantes a disposición de la policía. En esos momentos el sargento Sosa buscaba al botero que trasladó a la víctima del muelle al velero.  

Le importaba la versión de la mujer, Nina o Antonina, y estaba dispuesto a saltear el código de procedimiento, con tal de avanzar en la investigación. No era un asunto sencillo de resolver cuando los sospechosos del crimen eran extranjeros que contaban con los oficios del Consulado de Brasil. 

_ Estoy de acuerdo con encontrarnos, la señora y quien le habla, sin testigos. 

_ Bien. Defina usted los detalles, comisario.  

De mi parte quedo agradecido, agregó un Panzeri ducho en esquivar las normativas. 

Al frente, el hombre bebió el café de a sorbos mientras ideaba una respuesta. 

_ Que le parece, dijo Cartagena, realizar la reunión en T.B.&P. Con las reservas del caso, se entiende. 

_ De mi parte me limito a franquearles la puerta y dejarles un termo con café.  

_ De acuerdo, esta tarde a las seis. Confírmelo, por favor. 

_ Así será. Recuerde que al salir, la puerta cierra sola y activa el sistema de alarmas. 

 

La mujer había alquilado por unos días un coqueto y diminuto apartamento, en un séptimo piso frente a la plaza Gomensoro. La paleta del otoño asomaba al ventanal y al caer la noche, las luces de los automóviles serpenteaban por la rambla de Pocitos. 

Al detective lo perturbaba no sólo el minúsculo ambiente, sino el ventanal al balcón que invitaba a precipitarse al vacío. Y los detalles interiores, el empapelado color tiza en las paredes, la alfombra de un azul sutil que se confundía con la colcha y unos pocos muebles de madera laqueada y dudosa modernidad. 

La mujer dijo preferir los hoteles, pero allí podrían permanecer por dos o tres días, al resguardo de terceros y el anonimato que permiten los documentos falsificados. 

Bebieron cervezas mexicanas y disfrutaron las delicatesen de frutos del mar, que minutos antes les proveyó una boutique de comidas saludables.  

La Creuza con la mirada perdida más allá del balcón, comentó con saudades que ese panorama le recordaba a su Rio natal. Pero la nostalgia de la mujer dio lugar al sabor de consumar la conquista, desde el momento que el detective se rindió a sus encantos. 

Retomaron lo que habían iniciado en el Mercedes. El mínimo roce de los labios y las caricias insinuantes, descubriendo palmo a palmo el cuerpo del otro, hurgando con la preciosidad de un anatomista, hasta el momento que los confundió en una vorágine de crudo erotismo sobre la aterciopelada colcha azul. 

Cuando se apagaron las luces de la ciudad, salvo las luminarias opacadas por la bruma, los amantes dormían abrazados como los niños a su muñeco preferido.   

A hora temprana, el sol asomó furtivo sobre el mar dulce.  

La mujer encendió un cigarrillo. 

El humo la llevó de uno a otro pensamiento. 

La muerte de Adào la había afectado y mucho. Por su amigo del alma guardaría el recuerdo de los días felices, pero también la atemorizaba la existencia de un asesino acechante, como las partes de un mismo y trágico asunto. 

¿Qué le diría al comisario Cartagena? 

Que al enterarse de la muerte de Adào huyó temiendo por su propia vida, después de no encontrar explicación al demencial crimen. Ella probaría su inocencia y eso reduciría a dos los sospechosos, Sebastiào Manoel y Costa Rififi, el guía submarino. 

Pero era difícil de creer, ni ella misma podía entenderlo… Sebastiào amaba a Adào. 

Tavares escuchó el repique del agua imaginando que llovía sobre la ciudad, pero al no ver a la mujer comprendió que ella estaba en la ducha. 

Bebió el último resto de la lata y reconfortado, encendió un cigarrillo. 

Escuchó la lluvia al otro lado de la puerta y la curiosidad lo empujó a mirar el cajón entreabierto del mueble de la ropa.  

Lo abrió cuidadosamente y observó el revoltijo de las prendas íntimas de la mujer, predominaba el blanco sobre los rojos y el negro, en la mayoría de la lencería abundaban los encajes o los bordados procaces.  

La lluvia resonaba tras la puerta cerrada.  

Con delicadeza, cómo se acaricia el pelo a un niño, pensó en Dieguito, deslizó la mano sobre las prendas y al hacerlo descubrió algo que le produjo escalofríos.  

Al fondo del cajón asomaba una negra y pavonada pistola Glock 17. De las que usan las fuerzas policiales y militares de Austria.  

Volvió todo a su lugar y continuó el diálogo con su cigarrillo.  

¿Qué hacía esa arma allí? 

La noche con la Creuza había conjugado el deseo y los placeres imaginados por cualquier hombre con una diosa, aunque amedrentado por una secuencia interminable de citas referidas al amor y la desgracia.  

Y ahora esto, una pistola en el guardarropa.  

Esa noche Antonina soslayó las lides amorosas de su propia cosecha y apeló con la fiebre de los trópicos a su especialidad: la pasión y el arte. 

La cerveza y el cannabis dieron la sintonía entre lo idílico y la bizarría. 

La brasileña trajo a cuento los oscuros amores amparados en las cortinas del Moulin Rouge, en las pinturas de Toulouse-Lautrec. Refirió a la igualdad evocando las bellas mujeres gordas de Botero, o los cuerpos desnudos en los óleos del joven Modigliani. Después enumeró los perturbadores autorretratos de Frida Kahlo y por fin, se detuvo en la sensualidad con forma de mujer de Tamara de Lempicka, con la que tanto se identificaba. El ícono de considerarse mujeres independientes y artistas disconformes. 

Pero eso no ocurrió con la impronta de una charla magistral o de un tutorial de You Tube, sino como un ardid que se prolongó durante la noche y que, en los labios de Antonina, incitaban al desenfreno y la plenitud del gozo. 

 

Panzeri observó en el monitor la llegada del comisario Cartagena y en el margen inferior la hora, 17:45 p.m. 

Hizo pasar al comisario y a continuación le mostró las instalaciones de la agencia. 

Como un cauto policía en terreno desconocido, Cartagena observó el estar y las oficinas, se asomó al patio y preguntó qué lugar había sido ese. Lo que dio motivo a Panzeri para contar la anécdota de la antigua panadería y los hermanos vizcaínos, ambos abatidos y desconcertados por la decadente familia monárquica. 

El timbre de la entrada y una mirada al frente vidriado les advirtió la llegada de la inclasificable mujer.  

Panzeri los presentó con cortesía y les deseó una conversación productiva, ella aprovechó para agradecer por las molestias ocasionadas, y sin más que decir, el viejo comisario se retiró de T.B.&P.  

Cómo viejos conocidos, la mujer y el comisario esbozaron una sonrisa. 

_ Cómo usted comprenderá, dijo Cartagena simulando la energía que no tenía, estoy ante un caso de naturaleza compleja y delicada. Un yate anclado frente a las playas de Punta del Este, tres turistas extranjeros, millonarios y uno de ellos es asesinado…  

¿Qué la condujo a confiar en nosotros? 

La mujer preguntó si le permitía fumar. 

_ Por supuesto, respondió el comisario acercando la llama del encendedor. 

Fue ese el momento que cruzaron una mirada intensa, sin definirse todavía, quién de los dos era el cazador y quién la presa.  

_ Señor, puedo asegurarle dos cosas, que no soy millonaria ni menos una asesina… 

_ Despreocúpese, por ahora no existen pruebas que la incriminen.  

Pero comprenderá que tendrá que ser convincente al explicar que pasó, considerando que usted es una de las tres personas del círculo íntimo que navegaron el “Ilha de Madeira”, y que sólo eso la involucra en la posible escena de un homicidio. 

_ Cómo usted sabrá la última vez que vi a Adào estaba vivo.  

Yo lo acompañé hasta el muelle, encontrar a alguien dispuesto a trasladarlo al velero con nuestro gomón. Rififi, el guía submarinista puede dar fe de ello. 

_ ¿Usted dice que su amigo no podía regresar por sus propios medios? 

_ Adào estaba drogado, como tantas veces, pero bien. 

_ ¿Y después que hizo usted? 

_ Regresé a la casa de mis amigos, respondió Antonina Creuza sin titubear, y permanecí con ellos tres días. Cuando vi las noticias confirmé por la mención al Clube de Regatas Guanabara, que el ahogado del Buceo era Adào. A diferencia de Sebastiào, que detesta lucir cadenitas o collares en el cuello.  

_ Tengo información que después usted tomó un vuelo privado a Río Grande… 

_ ¿Cómo sabe usted eso? preguntó la mujer, ahora sí sorprendida. 

_ Tenemos amigos en Interpol, dijo el comisario mientras servía dos cafés. 

La mujer recordó fugazmente el llamado a Cardozo, el viaje a la estancia y el carreteo del Cessna 172 por la pista de pedregullo, hasta elevarse con dirección al territorio brasileño.  

_ Está en lo cierto, viajé en un avión de la compañía para la que trabajo, una entre otras del empresario Ademar Marcio Archanjo.  

Regresé en una empresa de línea hasta Carrasco, con la intención de aclarar sin más dilaciones mi situación. Lo hice por consejo de los abogados… 

No tengo nada que ocultar, dijo la mujer más recompuesta. 

El comisario tomaba nota en una libreta que cabía en el bolsillo del saco. 

_ ¿Cómo se relacionó con esta agencia privada?  

_ Una búsqueda por internet, optar por T.B.&P. y a poco firmar un acuerdo típico. 

_ ¿Y cuál es su relación con el detective Tavares? 

Por segunda vez la Creuza acusó recibo de algo inesperado. 

Todavía guardaba en la boca el sabor a ají picante de sus besos. 

_ Una relación profesional, se entiende… dijo encendiendo otro cigarrillo. 

_ Entiendo, musitó Cartagena a sabiendas que la mujer mentía. 

Que puede decir de esto, dijo el comisario, mostrando una foto donde se la veía a la Creuza con Tavares, sonrientes y abrazados a una pintura. 

Mucho después, el comisario cayó en cuenta que era la obra de un prestigioso pintor.  

_ Un lindo recuerdo, dijo la mujer sin inmutarse. Tavares es un detective virtuoso… que logró recuperar el Portinari y por eso lo festejamos de buena gana.  

Dinero bien invertido, en el óleo y en el detective que lo buscó sin desmayo. 

 

*** 

 

Ejercito mis dedos con movimientos en el aire, como hacen los pianistas o las bailarinas o los dibujantes cuando trabajan a mano alzada, sino giro las muñecas, imitando empuñar la cuchara de revolver la mermelada, en manos de la abuela Maya.  

Aprendí a leer y escribir como la mayoría de los chiquilines de este país, pero me angustia de solo pensar que he olvidado el trazo de muchas letras, como que me cansa los brazos dibujarlas en la nada de un invisible pizarrón. Por más que trato de recuperar de la memoria las letras, palabras e ilustraciones de mi primer libro de la escuela, ellas se escurren de mi mente como dicen que les pasa a los ancianos, y entonces sólo me queda el recuerdo de su sonido.   

Mamá, ama, ala, ola…  

Pero la persistencia de la memoria son infinitos, y eso todavía me permite pensar de a ratos… lo suficiente para no enloquecer en este agujero.  

Veo a Cintia y Loli, a la profe Aguirre… sin olvidar a Shaira… y también a Beti. 

La alegría de Beti en el cumple quince, viajar con las chicas en el 109…  

 

¡Cómo añoro las juntadas en la plaza! 

Bajo la frazada imagino el calor del mediodía o el plato de lentejas calientes que Eva cocina los sábados.  

En este lugar todas las noches son iguales y eso me da la idea del infinito que pueda asombrar los ojos de los astronautas. Mi problema es calcular si estamos en abril o mayo… o cualquier otro mes del año.  

¿Será esta la relación entre la fría negritud y el tiempo? 

Me anima recordar la temperatura de mi cuerpo al sol o la transpiración al finalizar la hora de educación física. 

¡El querido Liceo Nº 19 – Ansina! 

Si existió un personaje manoseado ese fue Ansina, había dicho una profe suplente ante la mirada perdida del alumnado. Pero también recuerdo y eso es bueno, que la pendeja logró despertar nuestro interés. 

Un personaje controversial, continuó, aunque del compañero de Artigas en el exilio poco sabemos, como no sean los relatos sesgados. Lo primero es la ambigüedad del nombre, Joaquín Ansina ¿o Lenzina? Lo segundo es imaginar si Ansina-Lenzina pudo ser también Manuel Antonio Ledesma, como rezaba en el pedestal del monumento. Todo un misterio plasmado a buril en la escultura del maestro Belloni… 

La hago corta, dijo la profe suplente, el comentario viene a cuento para que no crean todo lo que se dice o escribe, como la única verdad. Además de lo que escuchen o vean, aprendan a leer los labios de la Jessica Buendía, como para interpretar, si lo que dice es lo que dice… o quiere decir otra cosa.  

No quiero complicarles la vida un lunes a primera hora.  

Para muestra y con esto termino, el nombre de nuestro liceo.  

ANSINA, un apellido a secas sin siquiera un nombre, como si la revisión de la versión oficial o la des-construcción de los hechos históricos o de las personas pudiese reducirse a capricho, borrar el color de la piel, sino arrancar las páginas de un libro… 

Todas nosotras recordamos bien sus palabras, y las traíamos a nuestras charlas en el banco de la plaza. Las primeras y últimas palabras dichas por la profe suplente en el diecinueve. 

A la semana siguiente retomó las clases la profesora titular, sólo después de la palabra previa, moralista y demodé de la señora directora, la vieja Campo Dónico. 

Sonreí con renovadas ganas y después me dediqué a escribir en el aire una carta imaginaria para mi madre. 

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