Tresfilos Tavares 34 / José Luis Facello

   


Día setenta y cuatro. 

Al mediodía, mientras Andy iba al encuentro de la madre de Shaira a cumplir la primera parte del acuerdo con Bermúdez, en el apartamento de Tavares se ajustaban los preparativos que requería la segunda parte del trato. 

Con la mirada fija en la pantalla, los tres hombres recorrieron los alrededores de la estación Bella Vista. El zoom ampliaba el mapa y centraba en detalles particulares como una calle sin salida, o lugares donde imperaba la ley del crimen organizado, y aunque conocían la zona, no estaba demás refrescar la memoria.  

Coincidían en que los mapas satelitales era una de las maravillas del mundo contemporáneo como para archivar en el olvido los mapas dibujados, salvo para los amantes de la cartografía antigua. Más el sofisticado artilugio de los espías, el GPS que rastreaba los teléfonos personales como para localizar rápidamente lugares, desplazamientos y personas…  

Si no fuera por los hackers, que son capaces de alterar las cosas al estatus mismo de una obra de arte, a partir de una complicada trama e inaccesibles pasos como allanar códigos encriptados, triangular direcciones web para no ser detectados, hasta después de horas o días de ingeniosas exploraciones, simplificarlo, lo que el ábaco para los niños.  

¡Salven los dioses a los hackers!, escuchan las maestras de los alumnos de tercero. 

Repasaron el plan. 

Josualdo había demostrado la tarde anterior su adaptación al rifle AR-15 y éste al modo perspicaz del escalador. Tavares había insistido en que el tirador y su arma forman un equipo, se complementan y se cuidan uno al otro…  Cuidadosamente,  habían hecho  en modo manual unos pocos disparos que fueron secundados por la mudez repentina de las aves del humedal. Sin otras señales de vida, para satisfacción de los tres hombres.  

Al regreso, Tavares justificó la tenencia del AR-15 como parte de un pago cuando ofició de custodio a míster Harris, un americano que entre otras actividades transportaba caudales en cifras siderales, bajo su propio riesgo. 

En efecto, respondió el detective a Raúl, cuando te quedas sin trabajo hay que rebuscárselas haciendo cualquier cosa. Con el americano, más riesgoso que el robo de los valores eran los compinches que tenía, tipos desalmados y sin escrúpulos.  

El caso repercutió por toda la ciudad y los medios se encargaron de ello, fue un tiroteo salvaje a los fondos del Shopping de Carrasco. Yo estaba ese día cubriendo las espaldas de míster Harris, dijo Tavares, y logré estar en el lote de los que logramos escapar, pero otros tipos no tuvieron la misma suerte y cayeron a las puertas de la sucursal bancaria. Se olía en el aire el olor a la sangre y la traición. 

Raúl y yo, dejaremos a Josualdo en la calle Carbajal, a las cuatro de la tarde con su bolso y el rifle listo para armar, más lo necesario para la espera en el techo del galpón. 

De eso me encargó yo, dijo Josualdo pensando en los championes de uso exclusivo, guantes y campera por si soplaba la brisa de la bahía. Y una gorra común a cualquier changarín para en su paso por la playa de maniobras, no despertar sospechas. 

Desde el automóvil, instruyó Tavares, miraremos como son las cosas reales, el movimiento de gente, los baches de las calles, la ubicación de las cámaras si las hubiere. Y este tramo dijo señalando el mapa, es el más recomendable porque esa será la única salida, tranquila o apresurada, que usaremos al retirarnos después de las seis de la tarde.  

Con un tipo como Bermúdez nunca se sabe… 

Yo iré, anticipó el detective, en busca de la Kawasaki dispuesto a esperar a dos o tres cuadras sobre la rambla, hasta que sea la hora convenida. En la mochila cargaré la otra mitad del dinero y en la sobaquera la Bersa Thunder .380  

El coche lo llevé antes de ayer al taller de Tito, un amigo y mecánico de confianza. Un loco apasionado del mundo motor, preparador de coches para carreras o vehículos para cualquier tipo de trabajo. Allí está a su guarda la moto con los papeles dobles… 

Diez minutos antes de las seis, Raúl regresa a la calle Carbajal y nos espera.  

Bajás, dijo al otro, a revisar el motor a modo de justificar la espera, sin llamar demasiado la atención de los vecinos como para tentar a alguno a llamar al 911. 

¿Alguna pregunta? dijo el detective mirando a sus compañeros. 

En eso, sonó el teléfono de T.B.&P.  

Tavares escuchó tensando cada músculo del boxeador que fue y después cortó sin decir palabra. 

El timbrazo de la entrada sobresaltó al detective con mirada enajenada. Los hombres a una observaron el monitor y vieron borrosamente a Andy.  

Traía un envoltorio aplanado abajo del brazo. 

He aquí el cuadro, sano y salvo, con la certificación correspondiente que se veía debajo de la rotura en una parte mínima del paquete. Lo que el calado a la sandía, dijo la maestra rural en términos pedagógicos.  

¿Cómo fue todo? 

Cómo estaba previsto, salvo por algunos recaudos que tomó Bermúdez. 

Serena sin disimular los nervios me esperaba en el local de comidas colmado de gente. Por suerte conseguimos una mesa junto a una pared espejada, dando la tramposa sensación de estar sentadas en medio de una multitud ruidosa y nuestro mismo encuentro una irrealidad.  

Tres minutos después vibró el teléfono de Serena. Escuchó sin hablar y cuando cortó dijo que se había desocupado una mesa junto al ventanal del frente. Tomamos cada una sus cosas y yo no tuve inconveniente en cambiar de mesa. 

No tiene importancia, dijo la otra mujer, son ocurrencias de Lalo. 

En una palabra, Bermúdez seguía de cerca nuestros pasos y en ese momento se me ocurrió pensar, si el tipo tendría planes distintos a lo conversado entre Serena y yo. Es de los tipos que no confían en nadie… dijo Andy y dejó la frase en suspenso, mirando a Tavares con una nube de preocupación en la cara. 

Raúl y Josualdo, en silencio acusaron recibo de la advertencia. 

Bebimos el capuchino, continuó ella, con deliberada parsimonia de parte de Serena, y no tardó mucho, cediendo a la simpatía de género en confesar los sobresaltos que implicaba amar a un tipo como Lalo Bermúdez. El caso de infinidad de mujeres, de saberse perdidamente enamoradas y orgullosas de estarlo. No importa el precio. 

A poco, Serena evocó la gran aventura de emigrar a Francia, sufrir impotente al momento de dejar a la bebé en manos de la abuela; y unos años más tarde, tener que regresar con el sabor amargo de la frustración. Salvo por lo disfrutado en buenos términos, dijo la mujer, regresamos con unos pocos dólares y la peligrosa perspectiva en la que estamos metidos. Aseguraba que las drogas y los negocios con los brasileros llevarían a su hombre a la perdición.  

Si el otro que estaba con el astuto Tavares no le perdonaba la vida en la calle Rincón… hoy no estaríamos aquí. ¿Tú te das cuenta de mi situación?  

Me dijo mi hija que tú sos la amante del detective, y sonrió al decirlo. Te deseo suerte, porque las que vivimos para amar y somos parte de un grande y recíproco amor… a veces pagamos con una gran decepción. 

¿Se entiende? volvió a preguntar, amo a Lalo y enloquecería si lo pierdo. 

En ese momento que rozaba lo sublime, en medio del vocerío de los comedores de hamburguesas y helados, de improviso llegó Bermúdez. Tomó el bolso con el dinero y ordenó que esperásemos cinco minutos antes de salir. Como llegó desapareció. 

Los tres hombres habían imaginado un trámite sencillo, pero lo dicho por Andy los perturbó al punto de guardarse a silencio, pensando en las horas por delante. 

Exasperada, le recriminé a Serena su traición que no la diferenciaba de Lalo Bermúdez. ¡Un vulgar mentiroso con vocación de andar a los tiros! grité impotente. 

Ella se largó a llorar mientras éramos el centro de atención para los botijas que andaban curioseando por todas partes. Las madres amonestaron a los niños preguntones, pero las situaciones imprevistas ponían los nervios de punta a otras madres y muchas intimaron a sus hijos a comer rápido y largarse de una vez.  

Yo no sabía nada, decía Serena y lo juraba una y otra vez mientras usaba un pañuelo de papel para secarse las lágrimas y sonarse la nariz. 

Así estuvimos, yo reclamando amablemente que me entregara el cuadro de la Amaral porque ellos ya tenían el dinero acordado; ella rogando que esperásemos cinco minutos porque si no, ella pagaría con su cuerpo la ira de Lalo por desobedecerle.   

Bueno, la hago corta, el tipo constató que el dinero era bueno, llamó por teléfono y mi parte quedó cumplida. Ella sonrió como sólo las maestras rurales saben hacerlo y dejó sobre la mesa la pintura propiedad de Ademar Marcio Archanjo. 

La valiosa prenda que habilitaría de parte del millonario brasileño, acreditar el dinero del trabajo en la cuenta de T.B.&P.  

Tavares la abrazó y fue por café. Los hermanos salieron al patio a fumar, festejados con la danza atropellada de los perros.  

 

A las seis menos cuarto de un atardecer otoñal, Bermúdez se apeó de un taxi frente a la concesionaria de automóviles y con cautela se aproximó a la entrada del negocio, observó en derredor mientras encendía un cigarrillo, sin que nada despertara sospechas. 

Consideró que habían logrado zafar de la mala racha y así se lo hizo saber a su atribulada mujer al salir de la casa. Antes la había felicitado por el intercambio del bolso con el dinero transado por la pintura que le había birlado al millonario. 

Dada su situación no estaba en condiciones de sacar un peso por el puto cuadro. 

Su suerte estaba echada, nadie atendía el teléfono después que se corrió la voz en el ambiente del entrevero en la calle Rincón. Bastaba un rumor para que la bola rodara… 

Ahora le tocaba terminar con la segunda parte del trámite, consciente que dependía exclusivamente de su ingenio personal para lograr el objetivo y desaparecer por un buen tiempo. Tenía conocidos en Mendoza y Valparaíso y con dinero en la billetera todos acostumbraban comportarse como los viejos amigos. 

Minutos después de las dos de la tarde se había comunicado con el hijo de puta. El detective lo escuchó y colgó, pero el mensaje lo había recibido, pausado y claro. 

Exigió para las seis la otra parte del dinero y la Kawasaki, llegar solo más una amenaza: detective si algo salía mal lo pagarían la puta vieja y su hijo. 

A las seis menos diez Bermúdez caminó en dirección al puerto, mirando la fila de depósitos cruzando la rambla, no se veía persona alguna y tan solo se escuchaba el cruce de los automóviles y los pesados camiones de la forestal. Los techos de los galpones se recortaban sobre los nubarrones anaranjados y el azul fortísimo casi negro.  

A las seis menos cinco giró para retroceder al punto de encuentro, la vereda, a mitad de la concesionaria y los dos galpones ferroviarios. No se veía un alma… 

Tavares vendría por la rambla en dirección al Cerro, salvo que optara por la mano contraria para guardar cierta distancia previa. Pero esta vez no lo haría, no tenía la iniciativa porque sabía que la vida del hijo estaba en sus manos. El tipo vendría por su misma vereda y él disfrutaría verle la cara pintada de los perdedores. 

Encendió un cigarrillo y quitó el seguro a la S&W que traía bajo la campera. 

A las seis en punto escuchó la aceleración de una moto de gran cilindrada y en segundos la figura del detective se agigantó hasta detenerse a unos pocos pasos. 

Tavares tiró la mochila con el dinero a los pies de Bermúdez y alejó unos pasos de la motocicleta, mientras esperaba el próximo movimiento del tipo que se había atrevido a mezclar a Dieguito con la mierda de sus sucias vidas. 

Bermúdez sacó el revólver y acto seguido tomó la mochila, le ordenó que retrocediera con una mueca de triunfo dibujada en la boca, con una mano revisó los fajos de billetes, corrió el cierre metálico y se montó a la Kawasaki. 

¡Maldito policía esta vez te tocó perder! bramó Bermúdez, acelerando en dirección al empalme con la Ruta 5.  

Tavares lo vio alejarse media cuadra, hacer un inexplicable zigzag para después de una audaz acrobacia continuar la fuga.  

El detective se acercó al lugar del extraño percance, encendió un cigarrillo y miró en derredor, mientras fumaba y renacía la calma observaba las marcas de los neumáticos.  

Recién entonces, descubrió las manchas de sangre.  

 

*** 

 

El equipo móvil del canal estacionó frente al Gran Hotel Piriápolis a media mañana.  

Mientras los técnicos tendían los cables para asistir al iluminador y el camarógrafo, Jessica Buendía presa de la resignación tomaba un té con flores de Jamaica mientras se entregaba a las artes de la maquilladora. Para ello, una habitación fue cedida por cortesía del gerente Johnny Barreto. 

A las once grabarían la entrevista concedida por Sebastiào Manoel de Abreu. 

Capitán del yate “Ilha de Madeira” y visitante privilegiado en estas playas, diría la conductora del Desatino de la brújula, a modo de presentación a la teleaudiencia.  

El timonel lucía un ambo beige de media estación, camisa estampada en tonos ladrillo, más una gorra visera del Manchester City y gafas oscuras Tribord, todo eso para atribuirse la estampa artificiosa de un millonario jovial y despreocupado. 

_ Tres, dos, uno. ¡Grabamos! dijo el director-junior.  

_ Buenos días Sebastiào, en primer lugar es un gusto estar en este hermoso lugar y te doy las gracias por recibirnos con la gentileza que te distingue.  

Nuestro entrevistado de hoy es Sebastiào Manoel de Abreu, el capitán del yate “Ilha de Madeira”, es uno de los visitantes privilegiados que distinguen a nuestros balnearios de fama internacional. 

_ El gusto por el reencuentro es mío, dijo Sebastiào más distendido. 

_ Ahora que lo mencionas, la última vez nos vimos fue al comienzo del verano en la última edición del Jet Summer.  

_ Sí, recuerdo aquellos días felices… dijo el timonel con velada ironía.  

Jessica Buendía extravió la mirada en el mar preguntándose si su vida había tenido algún sentido… en particular la cara profesión de simular en público. El instinto la provocó a preguntar, más que a buscar respuestas por el momento. 

_ Amigo mío ¿qué fue lo que ocurrió en honor a la verdad? 

_ ¡Una gran desgracia!  

Me han condenado a la soledad en este frío y apartado lugar del planeta, a la espera de que se resuelva mi condición de hombre con derechos, occidental, libre en el más amplio de los sentidos. Lo qué ocurrió se inscribe en los misterios de la ciencia ficción.  

Soy una persona con el corazón destrozado, tú sabes… 

_ Te conocí acompañado por el gran amor de tu vida, apuntó la Buendía. 

Las cosas no estaban saliendo bien. La entrevista derivaba por los lugares comunes tan caros a la gente linda de Punta, pero soslayar la muerte de Adào no hacía otra cosa que alimentar el morbo de los televidentes en relación al ahogado del Buceo.  

No era una expectativa menor, la historia de un gran amor gay había calado en los sentimientos del público montevideano, pero algo anómalo interfería, aunque era apenas una sombra deambulando amenazante. Un asesino más caminando libremente, era suficiente para trastornar la sensación del ciudadano protegido. 

_ El comisario no tiene una sola prueba de delito alguno… En cambio, yo puedo afirmar mi inocencia en este momento tan doloroso de mi vida, dijo Sebastiào asumiendo el papel de circunstancialvíctima.  

En algún lugar, cavilaba la Buendía, había leído o escuchado que la muerte es la única certeza al momento del nacimiento. Pero, curiosamente la única preocupación de las gentes era desestimar el asunto durante los putos días y noches mientras durase su existencia, no nombrar a la muerte, olvidar a los muertos o gritar en la agonía del final. 

_ ¡Todos estamos con vos! esperemos juntos la hora de la verdad porque ella encarna el sentimiento irreductible de los orientales, concluyó la conductora de El desatino de la brújula

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