Tresfilos Tavares 35 / José Luis Facello


 Día setenta y siete. 

El sargento Filiberto Sosa trasvasó el agua de la caldera al termo, dando comienzo al ritual de la mateada con el comisario Félix Cartagena.  

El lugar mostraba el aspecto desolado de un pabellón hospitalario por la noche, un agente de guardia en la recepción, otro en la puerta del garaje y ellos dos, completaban el personal de servicio en la comisaria.  

El resto de los funcionarios recorría las calles de la jurisdicción policial, a instancia de los llamados al 911. 

Montevideo no dormía. 

_ ¿Está bien caliente el agua, comisario? preguntó por preguntar el sargento Sosa, porque no concebía otro modo de disponerse a tomar mate sin hacer la pregunta de rigor. Se había criado en una casa de campaña donde se hablaba lo necesario y apenas si daba lugar para preguntar nada. El resto era silencio y el mugir de los animales… hasta que poco antes del anochecer la tía Rosaura encendía la radio.  

_ Está bien, respondió el superior. 

El sargento Sosa se sentía a gusto secundando al comisario Cartagena, se había ganado su confianza, y a cambio, le encomendaba tareas como indagar a testigos o discretos seguimientos que duraban varios días. Asuntos aparentemente sin importancia pero que muchas veces cobraban real sentido, a poco antes de cerrarse la investigación.  

_ Todo tiene que ver con todo, dijo el comisario a poco de sorber la bombilla de alpaca, mientras por enésima vez observaba en la pantalla las fotografías de un correo no identificado. 

Las fotos mostraban una secuencia en primer plano de una pintura marina que creía haber visto en el velero de los brasileros. En otra se veía una mano empuñando un cuchillo a modo de destornillador, en la siguiente quitando una pieza y en otra el cuadro apoyado sobre la mesa. Una foto mostrando el panel libre del cuadro entre otros dos y otra del reverso descubriendo una pintura marina, pero distinta.  

Y los detalles en segundo plano, una pipa junto a la lata de tabaco, los cepillos de dientes en su soporte, o una pequeña fotografía de Sebastiào y Adào, acodados en la baranda de un crucero. 

Los fotógrafos se caracterizan por la innata curiosidad, por eso captan los que otras personas no, y en esta ocasión, el desconocido fisgón, alardeó en las artes del oficio al registrar las dos pinturas marinas, en una sola toma y el reflejo en el espejo del botiquín. 

_ Sosa, podés repetir lo conversado con el botero que trasladó al finado hasta el yate. 

_ Seguro, dijo el sargento, no soy de olvidar así nomás… 

Ese día empecé por buscarlo en el muelle, pregunté y nadie lo había visto, el marinero de guardia a mi pregunta respondió, que Costa Rififi vivía en La Capuera, una barriada a orillas de la laguna.  

Pregunte por él allá que toda la gente lo conoce, me aconsejó el marinero Isidoro Maltés. Y bien predispuesto agregó: lleve la moto y cuando termine me la trae.  

Termino la guardia mañana a las seis, vaya tranquilo dijo. 

_ Recuérdeme lo conversado con Rififi, apremió el comisario pasando el mate. 

_ Seguro, dijo Sosa cebando otro amargo. 

Cuando al fin di con el hombre, se allanó a contar todo de un tirón.  

Estaba borracho, puso en contexto el sargento, sin juzgar ni prejuzgar como hacen las viejas. 

Dijo que hizo el viaje al “Ilha de Madeira” sin imaginar que le traería tanta vuelta y papeleo. Reafirmó que la mujer lo había ido a buscar al almacén “Los gallegos”, lugar donde solían tomar una copa los trabajadores del puerto y los albañiles. Dijo que no venía sola, sino acompañando a un señor pasado de droga que canturreaba como un niño y apenas si se sostenía de pie. 

Al rato abordamos el yate, dijo Rififi, dejé al tipo y cobré veinte dólares por el viaje, regresé para gastarlo todo en el mostrador del almacén. Esa noche yo invité. 

Lo mío no es la navegación nocturna. No pude ver nada raro, dijo el hombre hastiado de mis preguntas, porque en este maldito balneario todo, pero todo, es muy raro. 

Y lo mejor para un pobre, es no enterarse de las rarezas de los turistas y menos decir una puta palabra. ¿Me entiende? dijo Rififi. 

Y eso fue lo último que dijo, porque el tipo se durmió en la silla. 

El comisario Cartagena encendió un cigarrillo y fumó en silencio. 

Desde abajo se escucharon gritos, cuando de un patrullero bajaron a un par de tipos. 

_ ¿Vio anoche a la Buendía entrevistando al brasilero? 

_ Disculpe, pero la verdad que no vi nada.  

Sosa nada dijo, dudó, pero su jefe algo se traía entre manos. 

_ Tengo el pálpito que en la investigación del muerto del Buceo, a cada paso que damos resulta que retrocedemos dos… 

El sargento Filiberto Sosa dio vuelta el mate y continuó cebando como si nada. 

_ Lo único que tenemos son las fotografías y las pinturas encubiertas… 

Deberíamos actuar rápido, pero en otra dirección y probar que estamos ante otra maniobra del crimen organizado. Esta vez el contrabando de obras de arte en un lujoso yate no levantaría sospechas, no como aquella vez que fueron descubiertos, equipos electrónicos, drogas o armas, en las mugrosas bodegas de las barcazas con soja. 

Empezaremos por investigar a Antonina Creuza y al detective Tavaresen particular. Esos algo traman… y no le pierda pisada al comisario Panzeri por si acaso. 

 

Tavares sin entender, observó el techo del galpón y vio entre las sombras descender a alguien, empuñó la Bersa .380 para seguirlo a cierta distancia, un redondel de luz en el playón del ferrocarril le permitió adivinar que el tipo era Josualdo, con la gorra y el bolso al hombro que lo mimetizaba en la barriada proletaria. 

De a poco, el detective fue recuperando la serenidad al advertir que el otro iba en dirección a la calle Carbajal, pero lo desquiciaba advertir que Bermúdez escapó con una bala en el cuerpo y la amenaza latente sobre la cabeza de los suyos.  

_ ¿Qué pasó Josualdo? fue lo primero que preguntó al entrar al vehículo. 

_ ¿Cómo qué pasó? repreguntó el hombre con el bolso que guardaba el AR-15. 

Tavares razonaba aceleradamente, pero no alcanzaba a entender la situación que se presentaba con visos de irrealidad. 

_ Josualdo, hay algo que no comprendo. ¿Vos hiciste un disparo? 

_ Para nada, dijo el otro con extrañeza. No sé de qué está hablando. 

_ ¡No puede ser! Algo ocurrió que no vimos…  

_ ¿Nos ponemos en marcha? preguntó Raúl al notar que la cosa iba para largo. 

_ ¡Sí! Vamos por donde ya dijimos, contestó con apuro el detective. 

Josualdo no dijo nada, desde el asiento trasero observó a Tavares que por primera vez se lo veía desconcertado por algo...  

_ Repasemos las cosas, seamos meticulosos en reconstruir lo sucedido, pidió el detective aparentando dominar las impresiones que se agolpaban en su cabeza.  

¿Contanos qué veías desde el techo del galpón? 

Josualdo se tomó su tiempo, no tanto por la pregunta en sí sino porque sentía pisar un asunto resbaladizo y eso no le caía bien. Lo suyo era un trabajo y punto. 

_ Le cuento ya que lo pide. Desde mi posición tenía delante de mí al tipo que había bajado del taxi. Permanecí durante un cuarto de hora pispiando sus movimientos, a intervalos, porque quince minutos a veces resulta una eternidad. La media luz del atardecer favorecía mi posición, como que recortaba con nitidez la de Bermúdez. 

¿Después? 

Con la certeza de que usted llegaría a la hora exacta, cinco minutos antes tenía el rifle a mano y recién entoncescomo quedamos, puse la bala en la recámara y ajusté la mira sobre el objetivo. 

_ Bien, dijo Tavares preso de los nervios. Seguí, seguí…  

_ Lo único en movimiento era el tránsito por la rambla, cuando usted llegó a hacer la entrega del dinero y la Kawasaki.  

Al tipo lo tenía en la mira y esperé por si acaso a apretar el gatillo. Pero todo fue rápido y limpio, el tipo revisó la mochila, subió a la moto y se fue. Yo aflojé mis nervios, esperé un par de minutos para desarmar y guardar el arma.  

Entonces, dijo Josualdo, me distraje pensando si ya no estaría un poco viejo para algunos asuntos… 

Bajé como si nada, trepar al techo de un galpón no es ningún desafío para nadie. 

_ Cuando Bermúdez se pone en marcha ¿viste o escuchaste algo que te llamara la atención? 

Josualdo creyó haber dicho todo y no atinaba a saber que daba vueltas en la cabeza del detective. 

_ Francamente no noté nada fuera de lugar, salvó que usted se quedó parado mirando la vereda… 

_ Sin embargo no vimos a tiempo que algo estaba fuera de lugar, dijo Tavares. 

Josualdo lo escuchaba sin comprender. 

_ ¿Qué dice? apremió el veterano Josualdo Márquez.  

_ Digo que en la vereda encontré manchas de sangre. Al tipo le embocaron un tiro. 

 

De las opciones para desactivar la amenaza de Lalo Bermúdez, la más sensata fue la que propuso Andy. 

Según ella y por el riesgo de infección de una herida de bala, el padre de Shaira debería llamarse a reposo dos o tres días por lo menos, y eso les daba una ventaja. La propuesta era simple, que todos viajasen a la Cuchilla Grande y esperar en la casa del padrino, en tanto las cosas se tranquilizaran. Porque, en definitiva, el tipo recuperó el dinero por los cuadros más la Kawasaki, con eso y por un tiempo podría sentirse seguro.    

Salvo, advirtió Tavares, que Bermúdez no tenga otro motivo de sospecha y yo sea el que fallé en el intento de matarlo. Y a la primera oportunidad, le dirá a su hija que, en mi sed de venganza, no me importaría arriesgar la vida de Dieguito y mi madre. 

Puedo comunicarme con la madre de Shaira y aclarar el asunto, dijo Andy con ánimo componedor. Si ustedes no lo atacaron, algún loco tiene que haber sido y él si no lo sabe nos convendría a todos que alguien se lo dijera. 

Tavares después de meditarlo, reformuló la propuesta de Andy. 

Ustedes viajen de inmediato a la casa de tu padrino, confío en don Cruz como que allá estarán más protegidos que por estos lados… 

¿Qué pienso hacer? No parar hasta dar con el que intentó liquidar a Bermúdez. 

 

*** 

 

Al llegar al barrio los chicos estaban fumando y de inmediato la invitaron a pasar el rato, de eso y no de otra cosa se trataba. No lo hacían con cualquiera porque toda tribu tiene su líder, preferencias, y la aceptación de alguien se daba naturalmente pero después de compartir el trato y el ocio, en su preciso territorio. 

Porque Cintia era una chica especial, de las que encajaba en cualquier lado cuando ella quería, independiente, tanto como que tenía buena onda con todos. Reservaba un lado oscuro que no lo conversaba con nadie. Hasta ese momento, que habló de la noche que desapareció su compañera y amiga del diecinueve.  

Esta vez Cintia fumó el cannabis con fruición, perturbada por la puta realidad que hacía de Valeria una amiga inhallable, perdida en algún lugar. Como irreales las palabras de los médiums y videntes que indujeron a pensar en uno u otro sentido. En percibir al paso de los días la desesperación de Eva, después de cada intento fallido para encontrar a su hija. Lo que hacía suponer a madre e hija atrapadas en su propio y mismo laberinto. 

Valeria sola y aislada en el absurdo confinamiento, a la sombra de la cruel atrocidad. Eva aparentando fortalezas, pero aferrada a un dialogo imaginario con su hija.  

Los botijas la escucharon y guardaron silencio ante un asunto que obsesionaba a la muchacha, desdoblándose en sus búsquedas con voluntarioso fervor más allá de las expectativas. Incluso con alguno de elegidos de la tribu, que habían sido parte de las incursiones nocturnas a la urbanización.  

A Cintia la hería íntimamente recordar algunas cosas, aspiró el humo hasta abrazarse el pecho y después giró la conversación a los que buscan escapar a la realidad, por caso dijo, los ladrones.  

Y entonces, refirió a un ladrón de obras de arte acorralado a la hora de convertirlas en dinero efectivo. De tratar con gente importante y conocer lugares de pelís a tener que esconderse y escapar para no ser atrapado por la policía. Sin importarle nada de sus fechorías ni de involucrar a su mujer y la hija.  

Uno de esos tipos con un jugoso botín abajo del brazo, pero acosado por las circunstancias que hacían de la realidad algo que conduce al infortunio.  

Como ser atropellado con luz verde, dijo uno de los botijas. 

La realidad es más fuerte que los semáforos y las cámaras de vigilancia, dijo el líder, instando a pensar la realidad en los términos del monje y la navaja de Ockham.  

Empezar a buscar la salida por lo más simple… completó la idea. 

Sino no pasaremos de ser malos muchachos y no más que para asustar a los pobres viejos del barrio, que ya bastante asustados están con los chinos. 

¿Vieron la peli del abuelo que saltó por la ventana? dijo una de las muchachas. 

El día que cumplía cien años escapó del geriátrico y en un estado de confusión permanente, recuperó con otros locos las cosas olvidadas que hizo durante su puta vida. 

Cintia agradeció el convite a fumar y se despidió recordando, que nos guste o no, con o sin semáforos, la realidad apesta.

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