Treinta y ocho
 

Día ochenta y dos. 

Delia transitaba la medianía de la vida y desde el primer momento, al bajar del ómnibus de la empresa Núñez, estuvo predispuesta a sobrellevar la nueva situación. Por un tiempito dejaría a su nieto en manos de Andy, la novia de Tresfilos, aceptando que los cambios de rutinas le harían bien al niño.  

No te podés enojar, le había dicho al salir, por unos días tendrás una maestra tan linda como la señorita Eugenia. Y, además, Andy prometió enseñarte a interpretar el paisaje de las cuchillas, como en los cuentos de misterios y acertijos.  

Paisaje mágico y liberador, para asombro de un niño de la ciudad, había dicho la maestra rural al momento de emprender el viaje. 

Delia tomó el control de la cocina bajo la mirada serena de Pancho Cruz, el anciano padrino de Andy Vallejos y dueño de casa. 

El hombre de pensamiento libertario y mirada larga se sentía y vivía como un lobo solitario cuando al fin de sus días y después de tanto, decidió dejar de andar para sentarse a tomar sol al reparo del viento de las cuchillas.  

Al decir del cantor, un solo traidor puede con mil valientes… musitaba dolorido. 

Cruz en su juventud había sido un hombre de rostro ceñudo y mirada severa, característica de los trabajadores de la campaña, que, a los rigores del clima y la rudeza de los oficios camperos, debían lidiar como tantos compañeros con el paternalismo autoritario de los viejos estancieros. 

Si de tanto en tanto, se decidían a reclamar lo adeudado de la temporada de esquila o pedir una bolsa más de fariña para los guisos de galpón, entonces la osadía se pagaba en el calabozo del pueblo, o purgando el atrevimiento doblando el lomo en la chacra del comisario… 

Al primer atardecer en la casa de don Cruz, Delia se ganó la simpatía del viejo con una fuente de buñuelos espolvoreados con azúcar y canela. Y en los días siguientes, la relación entre ellos fue cordial al calor de otras delicias caseras, que Delia conjugaba con los sabores de la cocina sencilla y el viejo retribuía con historias inventadas. 

Andy y Dieguito por ratos permanecían en la escuela, ella conversaba con las maestras de temas variopintos como se estila en esos lugares, mientras el niño jugaba con otros niños a la hora del recreo. El director no demoró en aceptar de buena gana, a que algunos días pasasen por la escuela a retirar los deberes y de paso hacer sociales… Lo comprendía, había tanto para conversar. 

A la hora de la siesta las dos mujeres y el niño salían a caminar con el termo bajo el brazo y golosinas en los bolsillos.  

El pueblo supo tener cierta importancia mientras funcionó el ferrocarril, cuando los galpones exudaban el olor de la lana y los cueros, y el regimiento de fronteras estaba en plenas funciones. 

Desde hacía décadas los habitantes iban mermando año a año y el poblado apenas si se extendía orillando las vías muertas y la vieja Ruta 7, daba cabida en silencio a algunos edificios públicos y casas comerciales. 

En pueblo chico se conocen las caras y las almas. Salvo, por la estadía de los trabajadores ocupados en los obrajes forestales, gente de frontera y contratistas de otros lugares que nadie conocía. 

Lo que no conocían los de afuera, es que a veces en la calle principal se cruzaban vecinos sin apenas mirarse, el violador y su víctima, el viejo torturador y el detenido. De estas cosas sabían los ancianos, que traspasarían a su descendencia con medidas palabras, en los secretos comentarios cada dos de noviembre… 

O el azar y la desgracia, donde nunca faltaba una palabra y un puñal entre partidas de barajas y caña brasilera, como para reverdecer el odio y los rencores de algunos paisanos guapos de paso por el club Veteranos de Masoller.  

La reconstrucción de la iglesia barrida por los temporales, como el paso a horario de los ómnibus a Melo o Montevideo, como la escuela y el liceo público pintados de blanco o los estoicos almacenes de ramos generales, o la raleada sucursal del Banco República y tantas otras cosas, también perfilan la idiosincrasia de la gente del pueblo, de un pueblo como tantos sacudidos por la tiranía de los tiempos modernos… 

Andy respiró aliviada cuando unos días después vio bajar a Hannah del ómnibus. 

La radio había dado cuenta del vuelco de un camión a la altura del mojón 248 y un rato después el empleado de la agencia lo confirmaba, ampliando la noticia de que el ómnibus con destino a Melo tendría una demora de una o dos horas. La radio dio cuenta que el chófer, de apellido Santana, sólo sufrió algunas raspaduras; mientras la locutora informaba que una cuadrilla de la intendencia, en plena noche, estaba despejando las tres toneladas de alimento balanceado derramadas sobre la ruta.  

Las dos mujeres se abrazaron y al llegar a la casa fueron recibidas por Delia con una sopa caliente y boniatos hervidos.  

Francisco Cruz como gesto de bienvenida, presentó en la mesa con manos temblorosas una botella de aguardiente de caña envelhecida, pero ante la extraña presencia de un niño en la casa, se obligó a un gasto extra y así también pudo convidar con una caja de garotos, los chocolates brasileros. 

Cuando la abuela llevó el niño a dormir, el tema de la sobremesa lo ocuparon las armas de fuego.  

Pancho Cruz hizo algunas consideraciones mínimas, más que del uso, de las razones y sinrazones, con o sin sentido moral, como para empuñar un arma, disparar y matar.  

Al recordar sus años de francotirador una lágrima deslizó por la mejilla, que podría piadosamente, atribuirse a un trago de aguardiente en la garganta del anciano.  

Pero si fue categórico Pancho Cruz, al referir de modo escueto a las luchas y las derrotas, tanto que la atmósfera del lugar se enrareció al nombrar, más que nombrar, maldecir a los traidores y su descendencia.  

Señora Hannah, yo no la puedo ayudar más que con los consejos, pero puede confiar en mi ahijada porque ella de estas cosas entiende, dijo mirando a Andy con complicidad. Pensó, gracias a ella y al detective que lo ayudaron a salvar su vida.  

Por mí ahijada, continuó, conocí gente guapa y decidida como la enfermera Aurora… Roballo. Y también al detective Tavares, buena gente para quienes no tengo palabras de agradecimiento, dijo con voz entrecortada y retiró dando las buenas noches. 

Al otro día, las dos mujeres se internaron por una quebrada, al borde de la forestación y bien dispuestas a practicar tiro con un revólver S&W corto. 

Eso duró hasta pasada la media tarde, agotadas las municiones como la proseada, habiendo fumado el cannabis e invocado a los espíritus buenos de la cuchilla, decidieron regresar al notar las amenazantes sombras del atardecer.  

(espacio) 

 

Parlamentaban toda la noche con la insana idea de reconstruir sus vidas, dormían cuando les venía en gana y apenas si comían cuando no fumaban. 

Los dos hombres al borde del pretil de la azotea, como una metáfora, buscaban a su modo interpretar más allá y que en ocasiones como esas, llevaban al detective a mantenerse en un estado de alerta rayano con la paranoia y al otro, a sobrevivir a los ataques de tos y los calambres que lo despertaban en medio de la noche.  

En la azotea pretendían sosegarse a ratos, mirando desde lo alto el todo y las partes, los techos con ropa tendida y los trastos viejos acumulados, a las grúas del puerto enfrascadas en el afiebrado trajín, sin pausa ni horario, hasta volver a caer en el desasosiego. Cuando no acertaban a captar el mínimo sentido al sinsentido del eterno movimiento, se llamaban a silencio bebiendo otra cerveza. 

Josualdo señaló la ubicación del Nuevo Corsario. El antiguo bar que por obra de los albañiles no tardó en convertirse en un remedo de los, otrora afamados cabarets de la Ciudad Vieja.  

Pero el espíritu de la noche es otro, aunque el trasfondo sea el mismo, las cantantes y acompañantes de melenas rubias y habla inentendible… francesas, polacas o turcas, terminados sus años de esplendor dejaron el lugar a otras bellas, de sonrisas frescas y pelucas rubias, inmigrantes de tierras calientes, colombianas, panameñas o nigerianas.  

Los gustos por la champaña helada era el mismo y la preferencia por la cocaína y el cannabis seguía siendo indiscutible.   

En pocas palabras, habló Josualdo, decía un barman que conocí en el penal de Santiago Vázquez, que nada cambia entre la clientela y como memorioso portador de los recuerdos de su abuelo, lo llevaba la deriva al contar anécdotas imposibles… 

Mucho antes, entre guerras, sitios lujosos como el Café Morisco rebautizado como el Cabaret de la Muerte, versaba el joven barman por lo escuchado, recibían en los salones a estancieros ignotos como a marqueses y condes de la decadente nobleza europea, o a escritoras vanguardistas o a navieros griegos que pagaban gastos con libras esterlinas.  

Una generación de ricos dispuestos a la buena vida, algunos con el olor impregnado en la piel de los gases tóxicos derramados por el diablo sobre las trincheras europeas; otros, disfrutando a desgano con la indiferencia que provocan las catástrofes lejanas…  

Eso es pasado, decía el barman joven, en la actualidad la clientela la componen los financistas, los gerentes finlandeses y los altos funcionarios del Mercosur. El gusto por las bebidas y las drogas es el mismo, pero el deslumbramiento por las mujeres africanas y de la américa caliente a muchos de ellos los trastorna. 

Tavares creyó sentir un directo al mentón al evocar en su mente a Ñambi, la bailarina fulgurante del Karim´s Club, la misma muchacha paraguaya que conoció en el Submarino Amarillo y de la que se enamoró perdidamente.  

Una cosa trae a la otra y los pensamientos obnubilados del expolicía lo llevaron a sobrevolar los parajes exóticos de la Cuchilla Grande, a escuchar entre brumas y precipicios voces desesperadas que pedían socorro, tan real que creyó oír la voz desesperada de Delia, clamando por su nieto extraviado en alguna traicionera picada.  

No podía dar crédito a sus ojos, cuando en eso vio surgir entre las nubes a las cuatro heroínas de Neflix sobrevolando la bahía.  

¡O sorpresa! Que no eran otras que Ñambi, la Creuza, Andy y Hannah con un S&W en la cintura, que regresaban de rescatar a su madre y a Dieguito. 

El hombre reaccionó a tiempo gracias a la ráfaga helada proveniente del mar.  

Son las trampas de la memoria Josualdo, dijo el detective, sólo existe el presente y aquí estamos, apostando todo a nada, con la expectativa de que Bermúdez desaparezca de sus vidas. 

¿Acaso no ve la televisión? dijo Josualdo como un llamado a la realidad. 

A cada anochecer, la Jessica Buendía con retórica medieval refiere a Wuhan la ciudad maldita de China y a las nuevas oportunidades entre los pliegues de la crisis mundial.  

No lo digo yo, dijo reteniendo a su vieja amiga la tos. Lo dicen los espertos.  

Para entender lo inentendible y de lo que nadie sabe del presente, para sobrellevar las frases vulgares que se repiten hasta el aburrimiento, deberíamos atender a las cinco palabras claves de los especialistas, dijo el escalador enumerando con los dedos de la mano: chinos, pandemia, cuarentena, mercado negro, fosas comunes. 

Es como dice Raúl, somos testigos privilegiados de la gran vuelta a los oráculos y las hambrunas. No todos pagarán el enojo de los dioses… sólo nosotros, los más pobres. 

¿Y usted se preocupa porque su cabeza penda de un hilo? dijo Josualdo con la mirada perdida en los destellos del faro. Imagine las cosas fuleras por venir… 

 

*** 

 

En los ratos de lucidez asomaban algunos pensamientos mínimos, confundidos entre la oscuridad de su mente y del derredor.  

Pensamientos orilleros, como qué si Eva habría recibido su última carta o tratar de discernir si en verdad existió un pequeño sol, por donde traspasó los cabellos anudados con el mensaje de que ella estaba allí esperando… o fue sólo el reflejo de sus ojos. 

Lo suyo era la reiteración de un monólogo sin sentido, desde el momento que no obtenía ninguna respuesta ni señal, como para templar, aunque más no fuese, su espíritu alicaído. Hubiese tenido mejores opciones de haber quedado atrapada en el túnel de una mina o dando giros como el astronauta extraviado en los confines del cosmos… que en el micro mundo de su calabozo. Pero ella había perdido el teléfono celular y se sentía más allá de la realidad, donde el único humano o ángel, la había rescatado en la escalera y le traía el tapper con la comida. Escuchaba el jadeo del otro, pero ni por un segundo se dignaba pronunciar una palabra. ¡Pedía tan solo una palabra! 

Detenida en un callejón del tiempo, desde la noche del apagón, comenzar a creer que sobrevivía en el pasado, entre la soledad y el olvido…   

No podía pensar en la muerte, ni siquiera como una posibilidad… o una certeza en los manuscritos de los filósofos, porque sencillamente no había vivido lo suficiente y eso era injusto por donde se lo mire. 

¿Guardarían acaso los dioses a los niños agonizando en las ambulancias? 

También creía estar sentada en el piso frío frente al dilema, sí era ella y la oscuridad que la envolvía como el capullo al gusano, o en cambio, había mutado de tal manera hasta convertirse en la oscuridad misma. Pero entonces, en un rapto de ingenio le dio por dudar, más que aseverar, si efectivamente seguía con vida. 

Si hubo cambios en su cuerpo no los notaba, los dedos apenas denunciaban la flaqueza de sus carnes, pero advertía algo que la primera vez la hizo estremecer, las orejas habían adquirido movimiento parecido al de algunos animales.  

Las trampas de la imaginación, o desde un rincón de la memoria emergían los documentales de National Geographic, esa ventana virtual donde se sucedían, repetidos como las gotas de lluvia los infinitos temas: el arte del camuflaje en las alas de las mariposas; la sexualidad y erotismo del calamar patagónico o los misterios a través de la historia, del microbio peregrino. Y en el caso de los animales salvajes, la fina percepción de los sonidos asociados a la supervivencia y el diseño de las orejas.  

Toda una maravilla en tres capítulos de una hora sonrió al recordarlo. 

Las formas de las orejas, la movilidad y los complejos mecanismos neuronales confluían en un dispositivo de defensa o ataque, entre el depredador y la presa. 

¡Y a ella le estaba ocurriendo! la pantalla de sus orejas realizaba movimientos imperceptibles al menor sonido exterior. Se tapó los oídos para preservarse como su madre la viera al nacer, y evitar si pudiera, ser empujada al mundo de la locura. 

En eso estaba cuando sus rebeldes orejas se movieron y ella escuchó sacudida por la emoción, el ladrido de los perros y confusamente otros sonidos que no atinaba a identificar. O lo imaginaba con la incredulidad pintada en la cara, como el fanático de Los Ramones al escuchar por primera vez a Elvis Presley o a Los iracundos.  

Los sonidos acompañantes a los perros semejaban a un tropel de pasos como distinguen a los jugadores de básquet; percibió las conversaciones que se filtraban al través de las paredes y lejísimo, como un eco salido de la infinita escalera, reconoció músicas olvidadas como las frenadas de los ómnibus y el ulular frenético del camión de los bomberos o de los patrulleros. 

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