Mauricio Rosencof: “La vida valió la pena” / CARAS & CARETAS

A sus 87 años, el emblemático escritor uruguayo, protagonista de la historia que inspiró la película La noche de 12 años, comparte memorias y anécdotas de una vida estremecedora: su eterno cautiverio, su vínculo con la literatura y su espíritu revolucionario.

Foto: Dante Fernández

Textos Daniel Alejandro

 

¿Cómo es posible que un hombre que ha sufrido tanto siga teniendo en su mirada ese brillo especial de un joven ilusionado? Esperanza y amor son los sentimientos que traducen sus ojos, esos que han sido testigos de las más crudas realidades. Nadie más que él sabe contar mejor una historia tan dura como verdadera: es el protagonista, pero además un dramaturgo de pura cepa.

Mauricio Rosencof nos recibe en su casa, en una sala rodeada de libros y retratos que hablan de toda una vida -o mejor dicho, de sus muchas vidas-. Fidel Castro observa el diálogo, el reloj corre tan lento como sus días en cautiverio. Y es que el tiempo se detiene con el respeto digno que solo un hombre de firmes ideales merece. Más aún si continua en la barricada de la resistencia.

 

¿Lo que se vio en la película es tan solo una parte de lo que realmente tuvieron que vivir?

Lo que habíamos vivido lo definí en una historia muy entrañable con el viejo Atahualpa del Cioppo. Cuando salí de la cana, la gente del teatro me hizo un gran recibimiento. Fue muy emotivo. Atahualpa era un ser único en el teatro porque aparte de su talento, era un tipo de una fidelidad y solidaridad tremendas con sus compañeros. No se perdía un estreno y siempre tenía un buen consejo para dar. Él tenía una frase que fue proverbio bíblico en ese entonces, decía: “Ha sido una experiencia muy interesante”. Aquel día cuando volvimos a encontrarnos, nos dimos un fuerte abrazo. El viejo estaba muy emocionado, le temblaban los huesos. Así que para cortar un poco la tensión, lo retiré, lo tomé de los hombros y le dije: “Don Atahualpa, ha sido una experiencia muy interesante”.

 

¿Qué anécdotas con su padre y su madre lo ayudaron a mantenerse vivo para sobrellevar la batalla de 12 años?

La Vieja era el retorno a casa, al patio de los malvones. Aunque yo venía de una Europa de perseguidos, mamá me daba los mismos consejos de siempre. Cuando me visitaba, el diálogo era como si estuviera de visita en mi departamento. Eso era muy conmovedor. “¿Comiste? ¡Estás muy flaco!”, me decía. O si no, me preguntaba: “¿Qué hacés todo el día acá? ¿Mirás tele?” Es decir, su cerebro no terminaba de procesar la situación que estaba viviendo y tampoco se le daban todos los detalles. No estaba en condiciones de entenderlo. El viejo, en cambio, era otra cosa. Llegó a decirme que nunca habíamos hablado tanto como cuando me visitó durante 10 años, siguiéndome de calabozo en calabozo. En ese tiempo pudimos contarnos cosas que de pronto en casa no tenían lugar. Él era un militante sindical, era sastre. Y tengo historias magníficas con mi viejo en la cana. No fueron muchas, si sumás los minutos no llegan al horario de trabajo de un día. Son minutos concentrados. En mis días de prisión he atravesado de todo. Viví en un gallinero, en un excusado. Un buen día, me sacan de la celda así como estaba, sin saber por qué ni para qué. Me llevan a otra habitación y me sientan en una mesa de cocina con una silla en frente. Alrededor estaba repleto de soldados armados y perros, un aparataje de la gran puta. Y en eso, entra el viejo, se saca un sombrero gris y un oficial le dice: “Ahí está su hijo, tiene diez minutos”. Entonces el viejo me mira, mira a su alrededor y pregunta: “¿Dónde está mi hijo? Él no es mi hijo”. Durante los diez minutos le expliqué que era yo, necesitaba que me reconociera. Y finalmente, solo a través de nuestras anécdotas únicas, me creyó.

 

Si hoy tuviera la chance de reunirse con ellos, ¿qué les diría?

Los encontraría en casa. Miraría a la vieja a través de la ventanita de la cocina y le preguntaría: “¿Está pronto?”. Con el Viejo, abriría el aparador y compartiría una grappamiel. Era un ritual que teníamos y disfrutábamos mucho.

 

¿Valió la pena todo?

La vida valió la pena, la vida vale la pena. Y siempre hay camino por delante.

 

¿Volvería a tomar ese camino de guerrillero?

Estoy en eso. El término no es guerrillero, nosotros fuimos una organización política en armas. Fui militante social y de izquierda, luego del MLN desde los 14 años. Es una opción de vida.

 

¿Piensa en la muerte?

Es como dicen los filósofos griegos: para mí la muerte no es problema; cuando yo estoy, ella no está, y cuando está ella, yo no estoy. Así me llevo. No tenemos dialogo de momento.

 

¿Qué le gustaría volver a vivir de su juventud, algo que lo haya marcado para toda la vida?

La imaginación. No hay almanaque en la imaginación, no hay días ni fechas. Vos te recordás cuando eras niño andando en bici y estás ahí, no buscás detalles, sabés que sos vos. La memoria se dispara y a veces es un recreo. Así la califico en La caja de zapatos, la novela que saco ahora. ¿Qué es lo que pasa por la cabeza de un hombre que está bajo un cono turbio de sombra? La memoria. Y yo tengo la memoria en una caja de zapatos con fotos de mi familia, mi infancia y mi adolescencia.

 

Cuénteme un poco de la Caja de zapatos. ¿Cómo surgió?

Todo se desarrolla en la cabeza de un individuo que está bajo la capucha con el temor de que la puerta se abra. Y entonces su cabeza se llena de miedo, memoria, angustia, recuerdos y recreos. Es el universo que se crea dentro del cerebro, cómo le van cambiando los decibles de los sonidos, porque el oído no tiene parpados y todos los sonidos que llegan producen alerta: una pisada fuera de hora o una puerta que se abre.

 

¿Cómo no pudieron derrotar a la memoria con todo lo que hicieron?

Porque la humanidad es la memoria. Sin memoria no somos nada. Uno no llama a los recuerdos, vienen porque sí. Una vuelta, por la ventanita del calabozo sentí un olor a limón intenso y entonces se instaló un limonero en la celda. Y en seguida viajé a Las Toscas, donde estaba el rancho de mis viejos. Es curioso porque cuando salí, volví al galponcito que hay en el fondo y en diez días despachamos Memorias del calabozo con el Ñato, de día a mate y de noche a combustible. El primer tomo salió en el 86 y no hubo que retocar nada. Grabamos 47 casetes. Nos leíamos el pensamiento, le sacábamos jugo a lo vivido. A la distancia, uno piensa que lo más duro de aquella peripecia tiene que ver con el tiempo. Escalar los minutos, las horas, los días, los años, da trabajo. Porque no tenés nada, entonces, actúan la imaginación y la memoria.

 

¿Lo extraña al Ñato?

Es muy difícil no extrañar la lucidez, la inteligencia, el humor. Era un tipo de una lucidez impresionante. Hay hechos que hoy se cuestionan porque no son bien comprendidos. Él tenía más visión de lo que la gente se imagina. Me acuerdo una vez que estábamos en una catacumba en Paso de los Toros, casi sin ventilación porque el aire entraba solo por la escalera. Con el Pepe y el Ñato estuvimos allí durante dos años. Un buen día el Ñato me dice: “Ruso, puedo llegar al techo, hay unos bulones, voy a tantearlos”. Entonces tuvimos que organizarnos para que si un guardia llegara a aparecer, el Pepe que tenía su celda pegada a la escalera, pudiera distraerlo. Así es que llega hasta la superficie y se da cuenta que las tuercas estaban aflojadas, pero las chapas no las movía ni Cristo. Tiempo después nos enteramos que arriba estaban colocados los tramos de esos puentes de hierro que usan los ingenieros para cruzar el agua. Y bien digo Cristo, porque resulta que cuando vino Juan Pablo II a Montevideo, la base del escenario en bulevar Artigas era ese puente.

 

¿Por qué escritor y no albañil?

Soy albañil de la memoria, y me gusta la imagen porque es de Seregni.

 

¿Qué es escribir para usted?

Dar testimonio. Parafraseando a Pablo Neruda: confieso que he vivido. Y agregaría: y sigo tirando.

 

Biografía
Nació en el departamento de Florida, en 1993. Fue dirigente del Movimiento de Liberación Nacional y fundador de la Unión de Juventudes Comunistas. Estuvo detenido, aislado e incomunicado durante once años y medio junto a José Pepe Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y otros compañeros hasta el fin de la dictadura militar en 1985. Tiene más de 25 obras publicadas, entre ellas, la emblemática coautoría Memorias del calabozo. Entre 2005 y 2010, fue director del Departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo.

Comentarios

Entradas populares