Tresfilos Tavares 41 / José Luis Facello


 El comisario Cartagena se presentó tarde en la oficina, con la barba crecida y los signos de haber pasado una noche borrascosa. 

El sargento Sosa respondió al saludo de los buenos días, en tanto, seguía con la mirada a su jefe hasta que se detuvo frente al diagrama del operativo Tacoma. 

_ ¿Qué pasa Filiberto que hoy no se matea en la oficina? 

_ Enseguida jefe preparo una cebadura nueva, respondió el sargento. 

El comisario evocó como algo soñado más que ocurrido, la gozada de esa noche en compañía de la detective Jamila del Campo.  

Jamila era una mujer común y excepcional a la vez. La amante perfecta. 

Al anochecer habían salido a trotar por el parque Batlle. A la vuelta, pidieron algo para comer y recostaron a ver una vez más la película Río místico. Detrás de las luces y la cámara, la mano del duro de Clint Eastwood, el ideal de todo policía que se precie de tal. 

Hicieron el amor, fumaron, y entonces Jamila hizo la pregunta que rompió el hechizo. 

¿Amor qué estamos esperando para vivir juntos? 

El comisario tomó el primer mate de la mañana y se sintió de pronto reconfortado, al fin de una noche lujuriosa, empañada por la maldita pregunta de la mujer que aún resonaba en su cabeza, como si hubiese recibido un mazazo.  

¿Amor qué estamos esperando para vivir juntos? 

El sargento Sosa mientras cebaba imitó a su jefe, ambos, absortos frente la cartelera. 

_ Si de todo este pastel, dijo Cartagena señalando el entramado de fotografías y notas, relativizamos el comercio ilegal de arte falsificado, bajamos un renglón a Archanjo el coleccionista, descartamos al timonel y el muerto ¿qué nos queda? 

El sargento sorbió la bombilla con parsimonia, dejando correr el tiempo, porque la pregunta que quedó flotando en la oficina no correspondía responderla a un sargento.  

Se daba por bien pago secundando al comisario, manejar el patrullero o echar una mano si se lo pedían en algún interrogatorio. Un sargento acata las órdenes, pero no a las preguntas de un superior sometido a grandes presiones. 

Otra vez el comisario no había dormido en su casa. Y estaba clavado, que el operativo en Piriápolis iba camino al fracaso, razonaba el sargento después de atender a primera hora, al secretario del Juez.  

El llamado del señor Fader fue categórico al revelar los resultados del peritaje, de tres pinturas analizadas, las tres resultaron falsificaciones. Suficiente con esto para no tirar más plata del presupuesto, dijo el secretario al silenciar la comunicación. 

En eso estaban, sondeando profundidades para no ser tragados por el pantanal del caso, cuando se escuchó sonar el teléfono de la oficina. 

_ Atendé el teléfono Filiberto, hoy no estoy para nadie. 

El sargento al principio escuchó sin entender, después midió las palabras del tipo del otro lado y alcanzó el tubo a la mano del comisario. 

_ Está diciendo algo como que vio a un tipo en un techo, dijo Sosa desentendiéndose del asunto. 

_ Lo escucho, dijo el comisario con humor de perros. 

Tomó nota de la denuncia al 911. 

_ Estese tranquilo, estamos cerca del lugar y de inmediato salimos para allá. 

_ Vamos en mi coche, ordenó Cartagena una vez que cortó el llamado. 

Diez minutos después llegaron al lugar indicado. 

La rambla, a la altura de la playa del ferrocarril, una fila de galpones y un hombre mayor esperando en la vereda de la concesionaria de automóviles.  

_ Soy el sereno del local, cuando me dirigía a tomar el turno, vi a un tipo en el techo de aquel galpón, pero no le di importancia. Pensé en un operario haciendo reparaciones. 

¿Si recuerdo la hora? Quince minutos antes de las cinco, soy de los que llegan temprano al trabajo. 

No vi más que lo contado y tampoco escuché nada porque a las cinco, entre el tránsito por la rambla y que escucho poco…  

Pero créame señor, la cosa fue a la mañana siguiente, cuando al salir de trabajar me crucé como de costumbre con Inés, la señora de la limpieza, se notaba demacrada del susto y apenas si pudo decirme que algo malo había pasado, que había mucha sangre en la vereda. 

Yo el charco de sangre lo vi con mis propios ojos. 

Ahí donde usted está parado. 

No quedan marcas porque la señora Inés tomó coraje y limpió todo con la manguera y agua Jane, antes de que llegaran el gerente y Gonzalo, el empleado. 

Sí, le explico. 

El galpón es aquel, el del portón gris. Si mira bien, al lado hay una puerta también gris con un portero eléctrico. 

Llame que alguien lo va a atender. 

De nada señor. 

¿Por qué los llamé después de tanto? 

Bueno, primero esperé si venía el móvil policial o alguien… 

Después miré el noticiero de las nueve y nada. 

Con el paso de los días, le digo francamente, me olvidé de todo. 

Si la señora Inés hoy no me lo preguntaba, yo seguía sin recordar la cuestión. 

Y gracias a ella, llamé a la comisaría.  

De nada y a sus órdenes señor. Mi nombre es Bienvenido García. 

El comisario y el sargento cruzaron la rambla maldiciendo su suerte. 

Hablaron con el encargado del depósito que dijo no saber nada del asunto, pero les facilitó las cosas de inmediato, al indicarle a un muchachito que los llevara hasta la escalera externa. La única para subir y bajar al techo, dijo el botija y los dejó a solas. 

Usaron guantes de hule. 

Los dos hombres miraron la escalera vertical que trepaba hasta las nubes y por segunda vez en minutos maldijeron su suerte. 

Al acceder al techo parabólico, transpirando y sofocados con la brisa helada azotando sus rostros, caminaron por una pasarela metálica hasta la escalera del tanque de agua. Una mole de hormigón armado dispuesta a abastecer el sistema contra incendios.  

Apenas trepar al tanque encontraron un amplio y plano lugar, a no más de cien metros del frente de la concesionaria. Los dos policías coincidieron que era un buen sitio desde donde disparar. 

Cartagena observó el panorama y a continuación tomó algunas fotografías.  

Antes de bajar, el comisario llamó a los muchachos de la técnica y transmitió la dirección y señas del lugar. 

Una hora después, el comisario recibió el llamado de los técnicos con un informe preliminar. Habían hallado el casquillo de un calibre 7,62 en una canaleta del desagote que podría pertenecer a un rifle H&K o similar, tiro a tiro, de alta eficiencia.  

También recogieron algunas huellas dactilares en la escalera junto al tanque y posiblemente una o dos más impresas, aunque incompletas, en el casquillo.  

_ Los resultados estarán en veinticuatro horas, dijo Cartagena poniendo al tanto a su compañero y a la espera de los avances de técnica. 

El comisario encendió un cigarrillo y entreabrió la ventana, en un día de perros lo único que faltaba era que se activase la alarma anti incendio de la remozada oficina.  

Había dejado en lo hondo de su mente la requisitoria de Jamila, pero algo oscuro bullía en la cabeza hasta que se sorprendió al recordar. 

¿En qué anda el comisario Panzeri, retirado y a su edad, dedicando una mañana para revisar el archivo de los francotiradores que dejaron su marca en el país? 

_ Sargento, en la agenda está el teléfono de T.B.&P., la agencia de detectives del comisario.  

Llame y pida para hablar con Jacinto Panzeri, de parte mía.  

Cartagena mientras tanto retornaba a sus cavilaciones, descorazonado ante el mapeo del contrabando y los nexos con el crimen organizado. Dibujó otra silueta con una flecha y la data: “policía retirado” sólo como una posibilidad… Ojalá estuviese equivocado. 

Pero su rostro se emborrascó al recordar que fue él y su gente los que desbarataron a los corruptos infiltrados en I.P. Fue la noche que fracasaron al pretender eliminar al comisario Panzeri y el ex policía Tavares, durante el asalto a la vieja oficina. 

_ Jefe, el único que responde es el contestador. 

_ ¡Qué los pario! Hoy me tenía que haber quedado en casa… 

Filiberto Sosa nada dijo, pensando cómo haría el comisario para quedarse en la casa si había dormido afuera.  

_ Filiberto, en cinco minutos bajo, encienda mi coche que vamos a visitar a los muchachos de T.B.&P.  

Algo no encaja en todo esto y tenemos que saberlo, dijo a media voz. 

_ ¿Decía comisario? 

_ Nada. Pero no deja de ser raro que Bermúdez haya andado a los tiros por la calle Rincón y como supimos después, el socio de Panzeri resultara herido. Pero más raro es que un tirador trepado a un tanque de agua, disparase a la distancia con un arma calibre 7,62 contra alguien que no sabemos si está herido o muerto… Y que después, Panzeri nos visite, solicitando el favor de revisar los archivos de los contados francotiradores registrados. Demasiados enredos para ser obra de la casualidad… 

_ La verdad que es como usted dice, comisario. 

 

Treinta minutos después, el sargento Sosa esperaba en el automóvil mientras el comisario tocaba el timbre en la agencia del comisario Panzeri. 

Sosa observó la Zelmar Michelini en las dos direcciones, sin notar fuera de lugar a esa hora, las dos y media de la tarde. 

Miró al comisario pulsar el timbre de la entrada tres veces más, después ir hasta el portón que permanecía cerrado, lo vio empujar con el hombro y por una pequeña abertura mirar al interior, pero no por mucho porque saltó hacia atrás. Como después comentó, un perro ladró y otro mestizo arremetió contra la rendija del portón con furia asesina. 

_ Vamos, dijo el comisario apenas subió. En este lugar no hay nadie salvo los perros. 

_ Es raro como usted dice, jefe. 

_ Filiberto recuérdalo como, el día de mierda del mes. 

 

*** 

 

Los tres jóvenes habían trabajado toda la noche pintando dos paredes a la vista de todo el barrio.  

Con maestría y rapidez, el “pulga” Brayan subido a un cajón bosquejaba la imagen del identikit, a más de dos metros de altura; Cintia cubrían con colores según las indicaciones; finalmente, Nicandro con manos expertas y genio artístico delineaba los detalles, realzaba los planos de color y las texturas hasta dar por terminado el grafiti.  

Por su parte, Brayan remataba a un costado con la leyenda:  

NUESTRO AMIGO ESTÁ PERDIDO Y LO ESTAMOS BUSCANDO.  

Lo habían acordado así, primero para darle carnadura al amigo del grafiti y a la vez, convocar sutilmente a los vecinos para encontrarlo. 

Una mentira que fue considerada desde lo moral, desde el derecho a hacerlo en un barrio con los derechos marcados por las necesidades. Analizaron al derecho y al revés el mensaje que pretendían dar y al fin, estuvieron de acuerdo con lo dicho por Cintia: chicos no podemos esperar más por Valeria y esta vez quizá sea el último intento… 

Si no hallamos y pronto al tipo del identikit, nos quedamos sin nuestra amiga y sin la esperanza de honrar la vida. La culpa será más fuerte. 

Al amanecer del sábado tomaban mate en la misma mesa de hormigón que los había reunido el día anterior. Lucían extenuados y exultantes, orgullosos de lo que calificaban el intento más importante para dar con Valeria. Ese día, unas horas más tarde, se sumarían otros jóvenes que entregarían en mano copias del identikit, conversarían con los vecinos y agitando las memorias bloqueadas de los ancianos, muchos atemorizados. Porque el caso de la chica de la torre GH-57 remitía a cosas espantosas, como el de tantas mujeres desaparecidas o asesinadas, a las que refiere Jessica Buendía, en el informativo de las nueve. 

Durante esa misma noche, otros jóvenes se encargaron por las redes de difundir y compartir de modo exponencial el identikit del “amigo perdido”. Recibieron miles de me-gusta y también algunas preguntas de cómo podían sumarse a ayudar. 

Y no sólo los más jóvenes como los alumnos del diecinueve, también a media mañana llegaron cuatro mujeres que pocos conocían: Eva la madre, Andy, Hannah y Margarita.  

Beti y sus padres bajaron de la torretrayendo café caliente en dos termos, después de tanto tiempo de optar por aislarse entre cuatro paredes…. Una anciana y su sobrina aportaron una bandeja con tortas recién fritas. 

Pasadas dos horas, en el hall de entrada de los edificios se formaron corrillos de personas, arropadas hasta los dientes porque el otoño es cruel con los mayores y a poco dejaron fluir conversaciones postergadas por años, quizás hartos de cruzar miradas evasivas, indiferentes por la suerte del otro. 

Una niña pequeña dijo lo más campante, que reía porque veía a otros reír. 

A las cuatro de la tarde muchos vecinos habían regresado a sus casas escapando de la bruma que arreciaba desde el mar. Los jóvenes conformaban nuevos agrupamientos al calor de la charla y la mateada. 

A las cinco, cuando todo parecía terminado y las sombras de las torres avanzaban por los alrededores, llegaron los primeros rumores a oídos de los congregados en la mesa de hormigón.  

A una mujer que vendía comida en un quiosco le pareció reconocer al muchacho del identikit. No podría asegurarlo, había dicho acomodándose los lentes, pero es muy parecido a uno de los chicos que me compra las viandas.  

Dedujeron que el amigo perdido pronto sería encontrado, porque si compraba a menudo, entonces vivía o trabajaba en el barrio. 

A lo dicho por la vendedora, otros vecinos opinaron que bien podía ser alguien de por ahí. Impreciso, porque el vecindario era un ir y venir de jóvenes a toda hora del día… con sus noches.  

Cintia dejó pasmados a sus amigos al mirar por centésima vez el identikit. 

Esta cara me recuerda a alguien… pero no sé. 

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