TRESFILOS TAVARES / 43 ANTEPENULTIMA ENTREGA / José Luis Facello

 


Día ochenta y siete, 15:50 p.m. 

 

Panzeri y Hannah, miraron a una el teléfono de la oficina hasta que sonó por tercera vez, titubearon, vaya a saber bajo que influjo hasta que el comisario se hizo del tubo. Escuchó sin intervenir ni preguntar y finalmente, colgó bajo la mirada interrogante y el ceño fruncido de Hannah. 

_ Era Cintia diciendo que identificaron al presunto secuestrador, un tal Gadea. 

Hannah creyó haber escuchado ese nombre en alguna parte. 

_ ¿Gadea? preguntó Tresfilos mientras regresaba del fondo con un termo de café. 

_ ¿Pasó algo? dijo el detective, más que por lo escuchado, por el asombro pintado en la cara de sus compañeros. 

_ No hay tiempo que perder, instó el comisario a Tresfilos y a Hannah. 

De modo apresurado, Hannah revisó el archivo donde, con la ayuda de la bedel del diecinueve, constaban los datos de todos y cada uno de los estudiantes del entorno de Valeria. Los compañeros de aula, el círculo de amigas, todo surgía de la pantalla con la nitidez suficiente hasta llegar a localizar en dos renglones, a los Gadea.  

_ ¡Los Gadea son mellizos y compañeros de Vale en el liceo!  

Sin demora, Hannah sacó una copia de los datos principales de los Gadea: nombre y apellido; domicilio; teléfono y email si lo tuviere; enfermedades crónicas entre otros.  

Ponerse en marcha en el automóvil de Hannah, el único con el GPS actualizado, fue el primer acto esperanzado después de semanas de inútiles rodeos.  

El criterio del procedimiento era sencillo, el comisario se ubicaría en algún lugar cercano a la casa, de apoyo en el caso de presentarse un imprevisto. Hannah acompañaría al detective hasta la puerta de entrada, porque un hombre de doscientas libras de peso lograba un manso equilibrio junto a una mujer a todas luces agradable, pelo castaño, cutis blanco y amplia sonrisa. 

Al llegar al domicilio de los Gadea, tocaron el timbre del portoncito. Un jardín con dos rosales distanciaba unos metros la cerca de la casa. 

Una mujer de unos cuarenta años entreabrió la puerta, con las prevenciones del caso y acompañada por dos inquietos perros Pit bull. Preguntó que buscaban. 

Tresfilos exhibió la vieja credencial de I.P. y pidió la colaboración de los dos hermanos.  

¿Para qué? dijo a modo de respuesta, no se alarme, es solamente para ayudar a reconocer en la comisaría unas fotos y videos relacionados al caso Valeria Piriz. 

La mujer dudó, pero en eso, uno de los hijos se asomó a la puerta y enterado del motivo, fue por una campera dispuso a acompañarlos. 

La madre, más distendida, dijo que el hermano estaba trabajando con el tío. 

Tavares agradeció formalmente, es cuestión de una o dos horas y se lo devolvemos. Hannah esbozó aliviada una sonrisa, todo era nuevo para ella.  

El peso del pequeño revólver le pesaba por demás en el bolsillo de la chaqueta. Sonrió nuevamente, esta vez, con la satisfacción de estar ayudando a Valeria. 

Una vecina alertada por la presencia de la pareja en la puerta de los Gadea, pero más por un hombre mayor, obeso, de impecable traje, absolutamente fuera de lugar salió a la vereda. Pero el hombre del traje avanzó hacia ella, dándole las razones de la presencia de la policía de civil. 

La mujer satisfecha por el proceder del policía, comentó sin que nadie le preguntara, que los hijos de la familia Gadea son mellizos. Hace veintiocho años que son vecinos y poder asegurar que son gente de bien y muy trabajadora. Tienen el negocio de librería y fotocopias aquí cerca, sobre la avenida.  

¿Por qué se lo llevan? dijo pasmada la vecina. 

Dalmiro Gadea dio las instrucciones, para llegar sin contratiempos a la casa de su tío.   

Después de recorrer una avenida, se internaron por las calles de un barrio populoso, y dieron con la casa del barrio Belvedere, y con Palmiro, el otro de los Gadea. 

Está enfermo. ¿Por qué se lo llevan? preguntó esta vez la tía.  

El detective constató para su sorpresa que los mellizos eran a simple vista un calco biométrico que llamaba a la confusión. Las huellas dactilares dirían quien es quien…  

Los malditos nombres no ayudaban, Dalmiro uno y Palmiro el otro. 

Pero lo que malograba cualquier arquetipo de secuestrador, es que tenían el porte y vestimenta de cualquier quinceañero montevideano, no portaban arma alguna ni tenían cicatrices y por lo visto, tampoco antecedentes.  

En todo caso, agregó Panzeri, mostraban el aspecto de muchachos inocentes tirando a otarios, pero arguyó, a veces estos tipos son de la peor calaña y capaces de cualquier cosa. 

En la oficina de T.B.&P. los Gadea bebieron Coca-Cola y recién en ese momento, el detective y Hannah se percataron de las diferencias entre uno y otro de los mellizos. 

Mientras Dalmiro parecía ser dueño de sí mismo, en la forma de actuar y hablar, el aspecto por demás reservado del otro mellizo, lo delataba hasta hacer inocultable en la cara, los padecimientos de un delirante.  

A una pregunta, Palmiro después de un dilatado silencio, alegó con voz trémula algo inconsistente para de inmediato echar mano a la Biblia, y rogar con lágrimas en los ojos por la libertad de Dalmiro, su hermano era un inocente, un santo que no merecía ser flagelado… 

 

_ Dice que saben quién es el secuestrador de las torres de Malvín.  

El comisario Panzeri lo dice. 

_ Deme el teléfono Filiberto, dijo el comisario Cartagena con cierto hastío. 

_ … 

_ Lo felicito comisario Panzeri, a usted y sus muchachos por el gran paso dado en la investigación. 

_ … 

_ Esté tranquilo, cuente con nosotros a la hora del papeleo y usted ya sabe qué decir a la prensa. 

_ … 

_ Sí, en particular a la Jessica Buendía. 

_ … 

_ Reitero mis felicitaciones comisario, nunca dudé de la capacidad de la agencia que usted dirige. 

_ … 

_ Acepto con gusto, en cualquier momento nos vemos en el Chicago o el Nuevo Bristol. 

_ … 

_ Déjelo por mi cuenta, en treinta minutos los paso a buscar y quedan a mi cargo. 

_ … 

_ El agradecido soy yo comisario. 

En la oficina de T.B.&P. el comisario Panzeri dio los detalles a su colega de la primera impresión que le causaron, a él y sus socios, los mellizos Gadea.  

De hecho, Cartagena encomendó a Panzeri acompañar a Dalmiro a su casa, con la citación de que, en dos horas, a más tardar las ocho, se hiciesen presentes los padres en la comisaría.  

De regreso a la comisaría, lo único que escuchaba el comisario Cartagena era a un muchacho enfermo sentado a su lado, intimidado ante un mundo desconocido ajeno a su cabeza, mientras no se cansaba de agradecer a la policía, una y otra vez, por dejar en paz a su hermano. 

En la oficina, ante la mirada desconfiada del sargento Sosa, Palmiro Gadea repetía como en un rezo, que había dejado el liceo y era medio pintor, el pintor era su tío y le pagaba. Había dejado el liceo y su tío era… 

Una hora después, el siquiatra recomendó solicitar una junta médica en la clínica policial para realizar los estudios pertinentes. Mientras tanto, lo mejor con la anuencia del juez de menores y los cosos de derechos humanos, sería internarlo en el Sector 7 de pronta recuperación. 

De tomarle declaración ni pensarlo, le dijo al comisario.  

Manifiesta el habla desorganizada e invierte la noción del día y la noche.  

El tipo delira, dijo el siquiatra mientras recetaba las drogas sicotrópicas. 

Comisario, mientras tanto usted se hace responsable del paciente… 

 

*** 

 

Cuando Hannah llamó a Eva para preguntarle si estaría esa mañana en la casa, de inmediato, le pidió que la esperara y salió sin demora en su búsqueda.  

La noticia de considerar, descartado a uno de los mellizos, ubicaba al otro, como el principal sospechoso de la desaparición de Valeria. Aunque, sin alcanzar a lo medular e irreversible que conlleva la confesión en situaciones normales. 

Noticia qué a esta altura de los acontecimientos, tenía el efecto de una bomba. 

Sin embargo, todavía no podían explicar cómo habían transcurrido casi tres meses desde la noche del gran apagón, y la última vez que Valeria, fue vista en la fiesta con otras quinceañeras en la torre GH-57. 

Como todo lo que sucede de improviso, la sorpresa fue mayúscula al escuchar la voz cascada del enajenado Palmiro Gadea que comenzaba a develar el misterio en torno a Vale, la hija de Eva. La desconexión de las palabras con la realidad, no impedía a los investigadores presentir que la muchacha estaba con vida. 

¡Valeria está viva! fue el grito ahogado en la garganta de la mujer, a sabiendas que era demasiado bueno y prematuro para aferrarse a algo, que no pasaba de unas pocas y trabadas palabras en boca de uno de los mellizos.  

El estado de shock y el cuadro delirante de Palmiro Gadea, cavilaba Hannah mientras pisaba el acelerador, no había permitido que, de las conversaciones con el sicólogo de la policía, Samay Michel, hubiese alcanzado para despejar algunas incógnitas. Podía haberle hecho un millón de preguntas sin obtener una respuesta coherente, y apenas concentrarse en tratar de descubrir un gesto, un tic, algo que les permitiese descifrar el recitado monocorde de sílabas y frases contrahechas.   

La principal preocupación era sonsacarle el lugar dónde podría hallarse Valeria. Sigue siendo desconocido, aunque Cintia y Nicandro en ese momento estaban con Merlina, tratando de interpretar sino adivinar, el significado de lo poco que Palmiro repetía en los raptos místicos. 

Cuando después de muchos y sutiles rodeos, Samay Michel arribó a preguntar si recordaba dónde está Valeria, en qué lugar, la primera parte de la respuesta emocionó hasta las lágrimas. 

Está en mi corazón, había dicho el mellizo con las manos cruzadas en el pecho.  

Para mayor confusión, deslizando un enigma.  

Está protegida en una gruta azul… cerca del mar. 

Temí como otras veces fracasar, que estando tan cerca todo pudiese irse a la mierda. 

No daba más, estaba muy cansada.  

Cansada y todo atiné a clavar los frenos ante el ojo rojo de un semáforo y los gestos destemplados de una anciana que la emprendió a bastonazos contra el parabrisas.  

¡Asesina! ¡No la dejen escapar! ¡Asesina! gritaba una y otra vez.  

De la nada se apersonó un policía a la par que algunos curiosos se detuvieron a mirar. El joven uniformado requirió la documentación, me observó y a continuación me pidió cortésmente que bajara del automóvil. 

Obedecí, pero presa del pánico aduje el motivo de la urgencia. Por favor, voy en busca de mi madre enferma, mentí descaradamente. 

El policía constató a simple vista que no estaba borracha y al notar mis ojos enrojecidos y regalarle una de mis mejores sonrisas me devolvió los documentos y recomendarme que fuese más despacio. 

¡Asesina!, vociferaban atrás. ¡Comunista! escuché de más atrás…  

¿Por dónde comenzaría a decirle a Eva lo tanto y tan poco que tenía para decirle? 

 

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