TRESFILOS TAVARES / 44 PENULTIMA ENTREGA / José Luis Facello

 


Día ochenta y ocho. 

En el arco sobre la tranquera de la estancia el visitante leía, Herança da Índia Morta, con letras forjadas en hierro y dos alargadas banderas de Uruguay y Brasil entrelazadas. 

El camino de balastro estaba flanqueado por dos filas de palmeras Yatay y más allá del alambrado, extendían los potreros de pasturas naturales y en los bajíos, las aguadas, de dimensiones inabarcables hasta para los ojos de los topógrafos y agrimensores. 

Una hora después, Tresfilos Tavares en compañía de Andy Vallejos fueron recibidos con una amplia sonrisa por un edecán negro, enfundado en un traje blanco y luciendo sombrero de paja con una cinta verde-amarilla.  

El hombre saludó cortésmente en portugués e indicó el lugar para estacionar al borde de un monte de eucaliptos, una plantación de contados árboles, pero suficiente para que los animales buscasen cobijo a los solazos o lluvias extremas del paraje.   

A unos cien metros, el casco de la estancia mostraba el esplendor de los palacios europeos. Una sólida construcción de piedra y ladrillo con los techos de lajas elevados como los acantilados, al uso del siglo diecinueve.  

Un edificio para impresionar en medio de la nada, muy al gusto de las primeras familias de inmigrantes adinerados. Edificación al estilo de los ingenieros ingleses que habían desembarcado en el país, con una misión civilizatoria y también los planos de las obras ferroviarias y del puerto de la capital, resguardados con celo en los baúles.  

Delante de la casona, en un lugar de arboleda exótica, se imponían con la rigidez de la simetría dos enormes jaulas estilo belle époque, que remitían a pesar del desuso, a la moda de exhibir aves nativas y ultramarinas a la curiosidad de las antiguas visitas. Una pretensión engañosa de conjurar el aislamiento de la campaña oriental, ignorando las aves lugareñas.  

 En un espacio soleado, el personal contratado para el evento, había armado un gazebo acorde para recibir a los selectos invitados, y dispuesto al trasluz, una alargada mesa con los manteles desplegados a la brisa. Todo estaba dispuesto para el almuerzo campestre y mientras tanto, en los alrededores se veía a las personas formando corrillos o simplemente pasear a sus anchas bebiendo tragos, con la fugaz sensación, de pertenecer a algo de real distinción, que merecía contarse en las tertulias con las viejas amistades o sencillamente subirlo al Facebook en ese instante.   

El humo de los asadores se elevaba entre la copa de los robles con un dejo tan insinuante como irreal, a la música carioca se filtraba el mugido de las reses a coro, provocando entre los invitados, si se quiere, un estado de sensaciones encontradas. 

Recién por la tarde, cuando la mayoría de las visitas estaban alcoholizadas o bajo los efectos de la cocaína, Tresfilos y Andy pasearían a sus anchas por detrás de la casona, observando que el jardín y los frutales ocupaban con sus perfumes los fondos lindantes con la cocina y las habitaciones para la servidumbre de los primeros tiempos. 

Guardarían silencio presintiendo que incursionaban por lugares sagrados, fronterizos, rodeados de almas en pena y las leyendas de personajes oscuros y violentos, de amos o esclavos que indistintamente quedaron aprisionados entre las páginas de los libros… y pocos recuerdan. 

Armaron con cannabis y fumaron entre los galpones que fueron adecuados a las nuevas necesidades, donde antes cobijaban las caballerías guardan las motocicletas y las camionetas todoterreno, la herrería quedó reducida a unas pocas herramientas y los rollos de alambre. Tan así, que la vieja carpintería perdió el lugar ante la ampliación de la cabaña para la cría de animales seleccionados.  

A una cuadra del lugar, Andy Vallejos hizo un comentario en apariencia simplón, sobre la rudimentaria pista de aterrizaje que se veía frente a ellos. Y a continuación, trazó en pocas palabras lo poco que sabía de la extensa red de pistas clandestinas dispersas en la campaña. Tavares recordaba los títulos que daban cuenta de paisanos que dijeron ver los paquetes con droga que llegaban en avionetas, sino caían en paracaídas… 

El mundo cambiaba y las innovaciones no se detenían en la fazenda de Ademar Marcio Archanjo, y así en los últimos años, las máquinas desplazaron a los trabajadores y sólo unos pocos mantuvieron su empleo. 

Los sin tierra es un fenómeno más grande que el Brasil, se escuchaba por la estancia al momento de retacear la paga o anunciar más despidos. 

La idea medular del millonario era que bastaba con un administrador de mano dura, de trato intransigente con los peones, y un contador avispado al momento de asentar las cifras en los libros mellizos.  

Se rumoreaba que justamente ese mediodía, Archanjo presentaría en sociedad al nuevo administrador de Herança da Índia Morta. 

Una campana hizo oír su tañido sobre el desolado lugar. 

Unos minutos después todas las visitas estaban reunidas a la mesa. 

Tavares no supo sino debía haber ignorado la invitación de Archanjo, pero lo había considerado dentro del trato profesional de T.B.&P. para con el millonario carioca y ahora era demasiado tarde para arrepentimientos.  

El lugar central de la mesa lo ocupaba el patrão, Ademar Marcio Archanjo y a su lado la bellísima Antonina Creuza; a continuación Pedro Prado Perdriel, el magnate de Medios & Medios se jactaba de estar en la buena compañía de Jessica Buendía, la ocasional corresponsal en Montevideo del diario O Globo para asuntos del Mercosur; hacia el otro lado sobresalía, por vestir un impecable traje negro y pañuelo de seda al cuello, Luiz Guimarães Freitas, el presidente de la comisión mixta brasileña-uruguaya de promoción del comercio de alimentos certificados; Heber Cardozo, el viejo socio de Tavares, parecía rejuvenecido, tostado por el sol y peinado con gel al uso de los políticos cajetillas, pero sorprendiendo a todos por su acompañante, una morena bellísima que calzaba botas de montar y al hablar irradiaba deseos inconfesables; otro lugar lo ocupaba Joao Carlos Minetti, el gerente general del frigorífico, secundado por su esposa doña Flor Assunção Saravia. Para sorpresa del detective, entre tantos invitados desconocidos cruzó miradas con el comisario Félix Cartagena, acompañado por la detective Jamila del Campo. Seguían el lugar del señor párroco junto a la señora McCarthy a cargo de la secretaría parroquial, entre otros tantos y en soledad, Paulo Geraldo, el capataz de la lindante Fazenda Índia Bonita.  

Los sones brasileños se apagaron para dar lugar a las palabras de bienvenida de Ademar Marcio Archanjo. 

En primer lugar, agradeció a todos los presentes que consideraba sus invalorables amigos, dijo también, estar especialmente contento porque se había reencontrado con un amigo entrañable, Portinari, gracias a los buenos oficios del detective Tresfilos Tavares, para quien pidió un aplauso. 

Después saludó a los numerosos colaboradores de sus industrias y puso en el nombre de Antonina Creuza, el reconocimiento hacia todos y cada uno ellos, nombrándolos por su nombre o apodo civilizado. Anunció el nombramiento de Heber Cardozo como gerente general del complejo agroindustrial de la región sur, deseándole éxitos en el nuevo rol. Más aplausos. 

Por último, con mirada mesiánica hizo un brindis por la revolución verde y los alimentos, un asunto de tanta trascendencia para la humanidad como la que provocó la fiebre del oro en la vieja California o en las montañas de Sabarabuçu en Minas Gerais. 

¡Salud! dijo con la bonhomía de los que empiezan de abajo.  

¡Por el nuevo mundo! clamó mirando al cielo con la arrogancia de los triunfadores. 

Nada dice, se escuchó apenas entre el silbido se las casuarinas, de los frutos envenenados de los transgénicos… 

Al momento, los mozos, al estilo de los espetos corridos situados a la vera de las rutas brasileñas, trajeron bandejas con arroz y feijão preto, otros presentaron pinchos con carnes asadas y menudencias vacunas; las meninas mozas entregaron una flor y un beso a cada mujer presente, y a continuación, otros ayudantes distribuyeron fuentes con diversos contenidos como mandioca hervida, chicharrones con fariña y frutas tropicales aderezadas con ron y canela.  

Otros mozos sirvieron en copas de cristal, los vinos del departamento San José y las cervezas artesanales al gusto. 

 

*** 

 

Día ochenta y nueve.  

A las nueve de la noche, el comisario entró a la oficina de inmejorable humor.  

Habiendo quedado atrás el almuerzo campestre en la estancia, y una vez recabado el delirante testimonio de Palmiro Gadea, podría considerarse que volvía a sus quehaceres con cierta normalidad. Reencontrase con Jacinto Sosa, dos días ausente en la oficina le restablecía el ánimo como ocurría en la víspera de los días francos. 

Sentíase como un hombre nuevo, un Félix Cartagena renovado después del baño y el afeitado, tanto que sacaba a relucir las marcas del sol rochense, y las ojeras violáceas por obra y gracia de Jamila, que le daban, el irreal aspecto de los murguistas en noches de carnaval.  

_ Buenas noches, Jacinto. 

Quedé como nuevo para tirar todo el turno, agregó en el mar de la tranquilidad. 

El sargento Sosa no lo había escuchado a su jefe hasta ese momento, tan ensimismado estaba en desarmar el mapa del operativo Tacoma, tanto como encajonarlo sin demora. 

_ Buenas noches comisario, saludó. 

¿Preparo unos mates? 

El sargento fue a sus cosas en el kichinet, mientras el comisario restableció el orden del escritorio. Empezando por hacer bollos con los papeles, que a la luz de los hechos ya no tenían importancia, para después y en un solo acto, embocarlos en el cesto.  

Encendió un cigarrillo y observó la agenda de la primera a la última hoja, entreteniéndose con tachar sin piedad, nombres, contactos y anotaciones. 

Maldecía por lo bajo, sin resignarse a que el papel de la policía fuese circunscripto a hechos que ocurren al ras de la calle. A la violencia que se multiplicaba en los informativos de la Buendía, pero que quedaba en eso: dar cuenta de episodios aislados, de delincuentes tras las rejas, y a veces, las declaraciones trasnochadas del ministro. 

Se demoró al mirar por la ventana el perfil de la ciudad iluminada, distraído en localizar los edificios emblemáticos, en eso, se dejó llevar pensando en la contracara de su entrañable Montevideo.  

¿En qué pensaba la gente?  

Sin trabajo, esperar qué en los pasillos oscuros y los patios helados. Vagos pobres, recluidos a su voluntad y prisioneros sin culpa ni remedio, en míseros calabozos o en piezas de tres por cuatro junto a una cocina. Lugares donde apenas si cabían dos taburetes, y aun así resultase un buen lugar, acogedor para cuerpos y almas mientras la hornalla estuviese encendida.  

¿Qué pensar? Al escuchar las sirenas de los patrulleros y de las ambulancias, enfrentando las amenazas nocturnas, aún bajo la sospecha de los funcionarios de estar próximos a perder otra batalla… 

Las sangrientas disputas por el negocio de las drogas y el asesinato de mujeres indefensas, era el sino de la década.  

La violencia había dejado por el camino los principios ideológicos y depurada de todo pretexto moral, ahora se encarnaba en el sólo acto de matar. 

Quería mantener el buen humor y no pudo evitar remitirse al día anterior, para rememorar la bacanal en la estancia del brasilero Archanjo. 

La extrañeza al descubrir en sociedad, algunas caras conocidas… y de otras, sólo percibir más que la ambición, la figuración por sobre todo. Al momento de las formalidades, del intercambio de unas palabras con un desconocido, o al llegar la hora de los brindis, preguntarse confundido, ¿por qué estaba él allí en compañía de Jamila? 

La salvaje majestuosidad del lugar, la belleza de las mujeres contrastando con sujetos agrisados por los años, y entremedio los mozos y mozas con sus chaquetas blancas revoloteando solícitos. Unos y otros, amalgamando el exotismo de una mesa que derrochaba manjares y bebidas, que reavivaba nostálgicas imágenes fellinescas bajo la lluvia de hojas, y que si algo faltaba, era el músico ciego con su acordeón. 

Las palabras de Archanjo pintaban sin medias luces el advenimiento de un Nuevo Mundo. 

Y algunos de los que estuvimos allí, cavilaba Félix Cartagena, aparentando representar a las instituciones, la que fuese, empresaria o de partido, sino policial o religiosa, anhelábamos que todo terminara rápido ya que nada bueno podía esperarse a la real mentira de las cosas.  

Intuyó en esa jornada, que muchos visitantes debajo de la pulcritud y los buenos modales, disimulaban las llagas ocultas de la hipocresía…  

Así pensado y dicho, con el espíritu feroz de algunos tangos. 

_ Su mate, dijo el sargento retornándolo al presente. 

_ Sentémonos Filiberto y le cuento. 

Al muchacho se lo veía sin cambios de ánimo, quizá más repuesto, pero en el mismo estado de confusión de cuando habló con él por primera vez. 

Aunque lucía demacrado y confundido como un fantasma, mirando indistintamente la colcha y el blanco tiza de la habitación del sanatorio. La madre debió esperar en el hall junto a la Enfermería y sólo quedamos los tres, Palmiro Gadea, Samay Michel el sicólogo y quién le habla. 

Cinco minutos no más, había dicho el sicólogo, apenas lo sedaron para que pudiese conversar con la madre y responder a nuestros requerimientos. No olvide comisario, recalcó el tipo, que está frente a un menor con profundas señales de delirio.  

El comisario, abstraído en asociar de modo absurdo, como se apagaban las luces de la ciudad con el discernimiento de tantos desgraciados, continuó con su informe. 

¿Qué recuerdo? ¿De qué? 

Ella es una dulce, y yo la quiero ¿sabe? 

Usted, no la nombre… No la ensucie, maldito poli. 

Estoy tranquilo. ¿Dónde fue mi madre? 

Ella me abandonó otra vez… 

¿Quién? mi madre. 

Yo nací después de Dalmiro… 

Déjenme tomar agua. 

Sí, yo la amo… y nadie más. 

En el cumple de Beti la oscuridad… 

Reímos y otros gritaban… o lloraban. 

El pasillo quedó a oscuras. 

Negro como la boca de un lobo. 

Yo la protegí a Vale. 

¿Dónde está? 

En mi corazón. 

Protegida en una gruta azul… cerca del mar. 

Fue todo lo que dijo el muchacho, después de un inútil compás de espera.  

Todos estos terminan como algunos personajes de Chejov, dijo el sicólogo.  

Y eso fue todo lo que pude sacar en limpio, dijo Cartagena. 

_ ¡Qué cosas encierra la mente humana! dijo el sargento por lo bajo. 

Al mediodía, cuando esperaban el relevo y poder marcharse a casa los interrumpió el timbre del teléfono. 

_ Es para usted, dijo Sosa, con los ojos sacados. 

Dicen que liberaron a la muchacha Valeria Piriz. 

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