Al otro lado del río. / J. J. FERRITE

 




 

La garúa persiste con sonidos a tamboriles sobre las hojas del parral. El tejido y la ligustrina se abrillantan como los disfraces de carnaval adornados con lentejuelas, en tanto, los pastos sedientos se inclinan a beber.  

Y yo tomando el mate mañanero sin otro motivo que la espera. 

Los nubarrones sobre el horizonte anuncian tormentas, imagino sin ver, que han teñido de grises las aguas del río.   

Según cuenta don Cacho, el río es ancho, tanto que no parece río. Un faro en una isla y otro en la antigua Colonia del Sacramento, señalan el otro lado del río. 

Los recuerdos son muchos, dice mi vecino oriundo de Las Piedras, pero para el que migra, la memoria es lo que una tabla para el náufrago. La salvación provisoria mientras transcurre el tiempo, porque al mirar atrás, la otra orilla del río se aleja de modo imperceptible tornando inalcanzable, la mayoría de las veces, los sueños de juventud, en ocasiones un gran amor, o la huidiza oportunidad de volver… 

Para la mayoría de los inmigrantes, la búsqueda de un trabajo es un viaje sin retorno. 

Y poco importan las distancias, sea el cruce del océano o traspasar el límite provincial.   

El espejismo es el mismo, las personas son personas con ilusiones. Lo que cambia, son las circunstancias, aunque el futuro repita el pasado desde que el mundo es mundo.  

Pero tarde es para el migrante, cuando la decisión personal, el libre albedrío, se enredan en los hilos invisibles de los grandes simuladores, titiriteros que inducen a las marionetas a embarcarse en la aventura de los triunfadores. 

Cuando don Cacho apelaba al atajo de la nostalgia, era un hombre de cuidado.  

Aquella vez le pregunté ¿de qué está hablando vecino? 

Me miró con una sonrisa franca antes de decir.  

De todo y de nada, imagine usted el mensaje guardado en una botella, flotando a los caprichos del río en busca de alguien que le dé un sentido.  

 

Me guarecí bajo el alero, encendí un cigarrillo sin otro motivo que mirar llover. 

Recuerdo un día cualquiera, cuando mi vecino saludó con un apretón de mano y un bolso aferrado a la otra. Al despedirse, dijo que se marchaba al sur de la provincia.  

Persistiré en viajar antes que sea demasiado tarde, y ¡ah!, no crea todo lo que se dice acerca del otro lado del río. 

Ha pasado un año y los silencios hacen notable el recuerdo de don Cacho. 

Pienso entre el humo del cigarro, que no soy de las personas desconfiadas ni tampoco de los crédulos, pero tomé como un desafío el consejo de mi vecino.  

No creer en todo lo que se dice, del otro lado del río… ni en parte alguna.  

¿Qué quieren decir estos cosos? Desde el vocerío que sugiere, que indica, que recomienda mirar lo que hacen al otro lado del río o del mar.  

Como ejemplos a imitar. 

Veranear en Punta del Este, disfrutar las bondades de la naturaleza, las playas y los frutos del mar, la bonhomía de la gente allende el río. Abundan programas dedicados a enumerar lugares, precios y eventos exclusivos, paparazis tras la gente linda, exitosos en gran parte. Si no, esnobistas de todas partes que pululan por cinco minutos de fama… 

Viene a mi recuerdo, las palabras del español dueño de unas quince vacas lecheras.  

Previo al reordenamiento de la nueva unión europea, lo limitaron poseer en su campito hasta cuatro animales y no más.  

(En otras partes, los tecnócratas de Bruselas podaron los montes de olivos y naranjos, promovieron la inmigración a la vez que cerraban fronteras, enterraron industrias con la eficacia de los bombardeos y se abrieron a los productos del oriente) 

¿Qué decía el viejo español con cadencia de descreimiento?  

Ahora atiendo las cuatro lecheras como hice toda la vida. Mis hijos son jóvenes y emprendieron en el establo las reformas hasta convertirlo en una hostería, un hostel como le llaman, con la internet y esas cosas.  

Pero los alemanes vienen de vacaciones dos meses al año…  

¿Me entiende? dijo el viejo español mirando la lente de la cámara. 

El paralelo entre la costa mediterránea y Punta del Este, salvando las circunstancias, es tentador por lo explícito.  

Aunque más no sea, para ejercitar con otra mirada la forma de ver las cosas. 

Don Cacho, mi vecino, aseguraba que los veranos son los veranos… pero en todas partes, los inviernos son larguísimos. Y allá, al otro lado del río, un viaje en el ómnibus urbano cuesta el equivalente a un dólar… aunque le permitan tener todas las vacas que quiera.  

Y yo aquí, tomando mate sin otro motivo que la espera. 

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