BOTELLA AL MAR / J.J FERRITE.


 Había llovido durante semanas en Mato Grosso do Sul y las aguas bajaban furiosas buscando
desahogarse, apenas sobrepasar las islas del Delta.
 

Visto desde el techo, el panorama era desolador. 

Un vasto mar plateado por el sol de enero se extendía hasta donde alcanzaba la vista, rodeando el barrio Las Retamas, una circunstancial isla que guarecía a otras gentes que escapaban con lo puesto.  

La temporada seca, sin gota de lluvia, se prolongaba desde hacía meses y mostraba la peor cara con vientos y tormentas de tierra para lo que no había pañuelo ni barbijo que lo atenuara. La pampa resultaba vasta y amenazante. 

Pero a la crecida nada de eso le importaba, en algunos lugares la correntada sobrepasaba a los techos de cinc. Los caballos de los carreros deambulaban con las aguas a mitad de las patas, y no muy lejos, los perros buscando terreno firme nadaban en círculos. 

Frente a la casa, una balsa de camalotes cruzó aguas abajo con sus huéspedes de los trópicos, abrillantadas nutrias, aves zancudas, una familia de monos caí y serpientes encaramadas a unas ramas. El temor de los animales a la crecida era compartido y el estatus de desterrados los unía en la vigilia.  

Acomodé la silla sobre la parte reparada del techo y me dispuse a continuar la mateada.  

Desde la cocina y debajo del alero se escuchaban los preparativos para la emergencia, dónde dos mujeres mayores habían empezado por encender un fuego. Los niños dormían extenuados, después de una noche anunciada desde mucho antes por lo que se avecinaba, pero no por eso, menos espantosa. Los costeños sabían que, pasadas dos semanas de lluvias en el sur de Brasil, la crecida bajaba a su capricho y lo mejor para salvarse era buscar un paraje alto.  

El Paraná crecido era una bestia salvaje. 

Todos esperábamos en la casa a las mujeres y hombres jóvenes que vendrían más tarde, ayudando a salvar lo que se pudiera mientras hubiese claridad.  

Una lancha de los bomberos rescatistas cruzaba en dirección a los bajos inundados y una hora después pasaba de regreso con los más necesitados de ayuda. A la primera noche, el ruido del motor fue una señal de alarma, para convertirse con el paso de las horas, en una música esperanzada que no cesaba en su ir y venir humanitario. 

Supimos después, como muchos vecinos habían alcanzado el terraplén de las vías, poniendo a salvo sus vidas y unas pocas cosas más.  

(espacio) 

Pasados tres días las aguas comenzaron a escurrir hacia su cauce.  

Las gentes y los animales se animaron a moverse más por necesidad que confianza, buscando sus casas entre árboles caídos, playas de desperdicios y resacas propias de los temporales. Las gaviotas y otras aves propiciaron la limpieza, seguidas de personas que con ojo avizor iban a la recolección de algún objeto útil. Mientras, los niños atónitos por primera vez, no como en los cuentos de la selva, de frente a la cara invisible de la gran crecida: el tintineo de la correntada, el olor sulfuroso del agua o los gritos en la noche. 

Enajenado por la visión recordé Los olvidados, de Buñuel.  

Me sentí más cansado que viejo… y encima, con los zapatos húmedos. 

Caminé hasta el portoncito y entonces vi la cosa en la zanja. 

Era del tamaño de las boyas de los barcos pesqueros, estaba cubierta de algas y barro, pero al tocarla con un palo advertí que la cosa no se movía, si era un ser, estaba sin vida. 

Confieso que por un momento se me ocurrió pensar en la cabeza de una res. 

La quité de la zanja porque era un estorbo y la hice rodar hasta el tronco de la morera. 

Reacomodé la cebadura y me senté bajo el alero a observar la cosa. 

Después de tanto jaleo y rumores, corridas, idas y venidas, las cosas se encauzaban lentamente en las rutinas del barrio orillero. No había listas de los muertos, si los hubiere, ni la cantidad de familias evacuadas, ni de heridos en manos de los paramédicos.  

Por eso, algunos daban fe en voz baja, que los vecinos desaparecidos eran incontables a partir de la bajante. Otros más decididos, emprendieron la búsqueda con lo que todavía tenían a su alcance, palas, cuerdas y ganchos de fierro. 

Como a cada verano ocurría en la tosquera, donde la frescura de sus aguas se convertía en una trampa mortal.   

Unas mujeres devotas fueron por novedades a las iglesias y la mesa de entrada del hospital. No conformes, se presentaron a preguntar en el puesto policial pero la respuesta fue de circunstancia, no constaba en el libro de entradas denuncias por desaparecidos. Sí, respondió el agente, tres mujeres declararon ser víctimas de amenazas de muerte…   

Volvíamos a la normalidad. 

Fui a por el cuchillo verijero y puse la cosa arriba de un cajón.  

Estaba cubierta de moluscos parduzcos y algas, como barbas, entre un mar de alimañas diminutas pugnando por sobrevivir dentro del baboso fango.  

Me demoré en observar la cosa, sin atinar a saber que esperaba de ella, como no fuese otro objeto raro, de los que suelo colgar de la pared o los varejones del alero. 

Recorrí con la mirada mis preferidos, la herradura de siete agujeros para la suerte; el atrapa sueños con plumas de caburé, regalo de mi nieta. Y dos puntas de flecha, que encontré desde hace añares, haciendo el mejorado de un camino vecinal cerca del cerro El Sombrero, como quien va a Tandil. 

Esa mañana la dediqué a quitar las incrustaciones de la cosa, que para mi sorpresa, a poco descubrí que se trataba de una botella, pero más tarde, advertí que se trataba de un porrón de cerámica.  

Raspé con entusiasmo y ayudado por una lezna de zapatero, a poco de cavar vi borrosamente las letras en bajo relieve: UCA, separada cuatro dedos de, STERD. 

En los últimos días todo lo que me rodeaba empezó a resultarme perturbador, como la silenciosa violencia de la crecida, o el llanto de los más pequeños… y ahora esto. 

Opté por darme un respiro y preparé unos amargos.  

Retomé la tarea, esta vez, raspando el pico sellado por las alimañas marinas hasta que vi asomar el corcho de aspecto mineral.  

Preso del entusiasmo, lo cavé ayudado con la punta del cuchillo y la lezna, hasta convertirlo en una arena gruesa y agrisada, que dejo escapar un tufo maloliente.  

Girar la botella con el pico hacia abajo, sacudirla y despejar el segundo misterio hasta ver caer un papel enroscado, con aspecto a la chala seca, fue todo uno. 

El primer misterio fue descifrar la parte oculta de la inscripción. Quedó en mi cabeza dando vueltas, hasta que caí en cuenta al poner unas gotas de ginebra en la cebadura. 

Comparé, mirando los dos porrones con íntimo placer, que los retazos de palabra UCA y STERD podían asociarse a Lucas y Ámsterdam. Porque, según reza en el porrón lleno, leo, 1 LITER ERVEN LUCAS BOLSTLOOTSJE AMSTERDAM 

El tercer misterio era el tiempo y el caos, como se me develó poco después. 

La humedad del día, otorgó esa misma tarde los favores de la ductilidad perdida al envoltorio. Más parecido a un cigarro que otra cosa, pero al aplanarlo a su forma original, comprendí que estaba ante algo que guardaba la gravedad de un llamado. 

Era un mensaje en el reverso de un mapa mal recortado.  

(espacio) 

Para cuando alguien lea este mensaje, quien lo escribió por gracia divina ya será bocado de los zopilotes.  

Del hundimiento de “el chapetón”, como apodamos a la nao Nuestra Señora de la Encarnación, sólo sobrevivió el grumete que estas líneas escribe. 

Los veintitantos buques que unían Portobelo y Cartagena de Indias fueron azotados por la metralla y el salvaje abordaje del galés Henry Morgan y sus piratas. Si no, como ocurrió con la nao que tripulaba con el sano orgullo de mis dieciséis años, y que fue hundida mientras navegábamos a quince brazas, en punto ignoto del mar de los caribes. La causa, el paso de un tifón de los que mortal alguno tenga memoria.  

Sí recuerdo el final.  

La tempestad pudo más, quedamos sin velamen y a la deriva, sin el amparo del río Chagas y a merced del castigo sobrenatural para con nuestra embarcación.  

Cuando recuperé mis cabales flotaba aferrado al palo y a los jirones de la vela. Los vientos habían cesado y busqué la tierra firme. Después de horas, a lo lejos alcancé a divisar el morro y el fuerte de San Lorenzo.  

Con el morral en banderola nadé hasta ganar la costa de los caníbales, a sabiendas de los horrores que depara el infierno verde a los cristianos. 

Di la espalda a la selva y me encomendé al Altísimo a la espera de auxilio.  

Permanecí escondido de los caribes, pero fui atacado por otras alimañas y nubes de mosquitos. Si sobrevivo, es recordando la memoria de los míos… soy el menor de siete hermanos, solo, sin mi padre y mis tíos, porque todos ellos fueron tragados por los monstruos marinos.  

Durante diez días comí del pan que sequé al sol y que engullí con un trago de ginebra. 

Al paso de otros tantos días terminé con las vituallas y si sobrevivo, es gracias al rocío que lamo del follaje en la hora de laudes.  

Mis horas están contadas y maldigo a las tormentas tropicales. 

Un trozo de caña afilada en la punta y los restos de un mapa, que trajo la marea del naufragio de “el chapetón” me dieron la idea. Mi sangre oficiaría de tinta. 

Aprendí a escribir con los Jesuitas, pero estudiar no era lo mío, y ayudar en la casa, una obligación.  

Ruego a quien hallare este porrón que avise de mi suerte a mi santa madre, doña Manuela del Río Seco, hija de la ciudad de Santa Marta, en Nueva Granada. 

Con el amor de su hijo menor, José “pepiño” Sotomayor y del Río Seco, 

se despide de este embrujado lugar, en la luna roja del año 1681. 

(espacio) 

La hija de doña Elma, calzada con botas de goma a la rodilla, se detuvo en el portoncito y lo miró con extrañeza. 

Vecino ¿está todo bien?, preguntó en tono afligido. 

M´ija, se me ocurrió que, en cualquier tiempo que sea, los humanos somos vulgares pasajeros a la deriva…  


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